Pese a que yo no era más que un niño, todavía recuerdo aquella noticia. Vivía por entonces relativamente cerca del museo del Prado, por lo demás una zona tranquila donde los muchachos intentábamos jugar a ser Michael Laudrup a orillas del parque del Retiro. Sin embargo, esa madrugada un rumor de sirenas rompió la quietud habitual de la calle. Mucho se especuló con aquella llegada sorpresiva: accidentes, atentados, incendios… Como quiera que las sirenas se perdían más allá de Alfonso XII, frontera para los habitantes de mi barrio, toda conjetura era válida. He buscado la noticia y, no sin esfuerzo, la he encontrado en la milagrosa hemeroteca de El País. Resulta que aquel día un tipo intentó pegarle fuego al museo, sin que en el texto se explique el porqué. Corría mayo del 95, y pese a que el incendio en la pinacoteca no alcanzó su tesoro interior, si le hizo daño al exterior, chamuscando alguna puerta y algún jardín. El suceso pasó desapercibido para todo el mundo, aunque aún la almacene en su memoria borrosamente el niño que fui.
El museo ha sido siempre un imán para que los idiotas de turno expongan sus reivindicaciones más irrelevantes, valga la aliteración. Un espacio universal donde muchachos de ética inflamada, captados por movimientos que saben alimentar su egocentrismo moral, dan rienda suelta a su justicia más personalista. El último caso lo han protagonizado dos jóvenes activistas que se han pegado con cola instantánea a las Majas de Goya, no sin antes haber escrito en la pared algo sobre lo mucho que han subido los grados centígrados del planeta, o algo así. Así que dos muchachos probablemente hayan dormido en el calabozo satisfechos por cubrir su cuota de insignificante autosatisfacción moral, sin que nadie se encargue del marco del cuadro, por ejemplo, que bastante valioso es ya.
El principal problema que le veo yo a este quilombo que se ha montado en los museos más prestigiosos del mundo es que esa parte de concienciación puede ser contraproducente. Todo el mundo con dos dedos de frente tiene ya claro que el cambio climático es un problema, y pareciera que con este tipo de actuaciones el movimiento perdiese simpatía. Ocurre con otras causas similares: exacerbadas hasta rozar la hilaridad desaprovechan la honorabilidad de su protesta. Desde luego, nada tiene que ver la labor ímproba que miles de científicos llevan a cabo en silencio, y cuya publicidad sería desde luego mucho más atractiva para captar adeptos. O, qué sé yo, muy distinta sería la visión del hombre de a pie como lo somos usted o yo si estos jóvenes se tiraran de cabeza a detener el vuelo de los miles de jets privados que los politicachos de turno deciden utilizar: ¡vería usted como empatizamos con la causa! Sin embargo, lo que al final nos queda es la imagen de los tontos útiles de siempre haciendo el cabra con Van Gogh, con Vermeer, o con Goya. Cuánta ética se pierde, que diría Valle-Inclán, por una mala estética.
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