La historia que abre hoy las Romanzas se la escuché a un zendiano de tronío, al gran Emilio Lara. Don Emilio, que ha escrito una novela maravillosa, precisamente sobre Velázquez y su enigmática pintura La Venus del Espejo, cuenta que en 1914 una sufragista llamada Mary Richardson le asestó varios hachazos al lienzo, para sorpresa de vigilantes y público. El motivo, parece ser, tenía que ver con la belleza de la Venus del Espejo, en concreto con su capacidad —argumentaba la elementa— para dejar a los hombres extasiados, con el corazón atravesado por el mismo Cupido que sostiene el cristal. Años más tarde, con la guerra sacando en Europa toda la bilis que cada cual guardaba en las tripas, esta señora se afilió a la Unión Británica de Fascistas. Para sorpresa de nadie, quien décadas atrás había utilizado el arte como palangana para vomitar sus frustraciones terminaba, irremediablemente, sacando a pasear la manita para saludar al tirano.
Días atrás, dos activistas por el clima atacaron la misma Venus de Velázquez en la National Gallery. Hasta en esto se nota la decadencia de Occidente. Donde antes había una zumbada amante del Führer queriendo pelear románticamente y hacha en mano, a lo Raskólnikov, por el amor de los hombres, ahora hay dos adolescentes con dos lecturitas y tres gritos de Greta Thunberg mal digeridos picoteando el cristal —fíjense qué chusco— con uno de esos martillos para extintores, como poseídos por el espíritu de Ramón Mercader. Hay algo en todo esto, también en los fulanos aquellos que arrojaron un bote de sopa de tomate contra los girasoles de Van Gogh o en los que se pegaron las manos a un Constable, un fracaso evidente también de lo estético junto al innegable naufragio ético que nos rodea.
Y nos queda el hundimiento moral, claro. Todos estos niñatos se abrazan a causas nobilísimas como el ecologismo sin buscar la verdadera raíz del problema, sólo atendiendo a la superficialidad, a la pose de redes sociales, al me gusta en Instagram de la caterva de seguidores acérrimos, al tuit orgulloso y vacío de la organización que los pastorea, con la única intención de poder mirarse al mismo espejo que sostiene Cupido en el lienzo y observarse como lo que son: tristes onanistas morales con valores de cartón piedra. No deja de desprender cierta justicia poética el hecho de que quizá la única pintura velazqueña que fue concebida con oprobio, y no dedicada a reyes ni cortes sino al secreto de las galerías privadas —para esquivar a la Inquisición, siempre según don Emilio—, hoy sirva para destapar otro tipo de vergüenzas: las de una sociedad que vive del gesto, no de la sustancia. Si quieren concienciar de verdad a las masas, que arremetan contra esos que con cuatro vuelos en avión privado contaminan tanto como el resto de los mortales en varios días de vuelos comerciales. Y dejen en paz al pobre Velázquez, que nos dejó esa obra maestra de la pintura universal pagando un único peaje, como bien explica don Emilio Lara: el del hombre enamorado.
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