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Identidad, de Jose Acevedo - Zenda
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Identidad, de Jose Acevedo

Todo comenzó un día en que Carlos A se encontró con Carlos B y descubrió con asombro que toda vida puede tener un doble, siempre y cuando ambas identidades decidan cambiar de historia. En Identidad, novela de Jose Acevedo (Sevilla, 1965), publicada por ediciones Carena, el lector querrá participar en el juego de Carlos A;...

Todo comenzó un día en que Carlos A se encontró con Carlos B y descubrió con asombro que toda vida puede tener un doble, siempre y cuando ambas identidades decidan cambiar de historia. En Identidad, novela de Jose Acevedo (Sevilla, 1965), publicada por ediciones Carena, el lector querrá participar en el juego de Carlos A; juego que parecerá divertido hasta que las realidades íntimas de cada personaje irrumpan en el tablero. Esposa, trabajo y pasado reclamarán su cuota en la trama. Después de todo, cada juego tiene algo de riesgo. La trama de esta novela parece decirnos que nadie es lo que quiere ser hasta que se atreve a inventar su propia historia.

 

Todo empezó cuando tuvo aquella corta conversación con su madre, un día cualquiera de hace bastantes años.

– Mamá, ¿qué edad tenía yo en esta foto?

– Ese no eres tú, es tu hermano.

Se quedó mirando fijamente la fotografía. El mismo flequillo cayéndole hasta tapar media frente, las mismas facciones, el mismo gesto serio que Carlos descubría cada vez que se miraba en el espejo, salvo algunos años más. ¿Su hermano? No eran mellizos, ni gemelos, unos años mayor que él y con el que sólo compartía unos apellidos, unos orígenes, un mismo domicilio mientras fueron pequeños, tal vez la misma sangre. Viéndole en la actualidad, ninguno de los dos se parecía al otro en nada.

Pero lo que parecía ser una simple anécdota no se quedó ahí. Con el tiempo, no era extraño el día en que alguien no se dirigía a Carlos confundiéndole con otra persona. ¿Tú eres el primo de α? ¿Tú eres β? ¿Tú eres el marido de γ? ¿Tú eres el hijo de δ? ¿Tú eres el novio de ε? ¿Tú eres ζ, no te acuerdas, estábamos en el instituto juntos? ¿Tú no eres η, nos presentó una tarde θ? ¡Hostia ι, qué de tiempo sin verte! ¿No te han dicho nunca lo mucho que te pareces al futbolista κ? ¿Al actor λ? ¿Al político μ? ¿Al doctor ν? ¿Al escritor ξ? ¿Al periodista ο? ¿Al científico π? ¿Al pintor ρ? ¿Al presentador ς? ¿Al cantante σ? ¿Al músico τ? ¿Al que presenta los telediarios, cómo se llamaba, sí eso υ? ¿Al butanero φ? ¿Al fontanero χ? ¿Al diseñador ψ? ¡Qué os den por ω a todos!

Después de todos aquellos encuentros tan jartibles, no le quedaba otra cosa que pensar que su cara debía de ser poco singular, corriente, común, simple, usual, frecuente. Un rostro universal que no se debería distinguir por nada en particular.

Como podremos comprender, esta peculiaridad no le hacía demasiada gracia a Carlos, pero sabía que tenía que apechugar con ella porque era la apariencia con la que había nacido. También podía transformarla artificialmente, no sería el primero, ni el último, pero esta era una posibilidad que no estaba entre sus prioridades.

Una tarde, mientras Carlos paseaba por una de las avenidas de Sevilla, en la acera contraria y a su misma altura, caminaba una persona que, a simple vista, le llamó poderosamente la atención. La primera impresión que se llevó fue tal que tardó unos instantes en reaccionar, los suficientes como para que, al volver a mirar hacia el otro lado, aquel rostro que le resultaba tan familiar hubiera desaparecido de su campo de visión.

Era la primera vez que Carlos se enfrentaba con su fantasma y le había dejado escapar por su parsimonia. ¿O por su miedo?

No se lo pensó más veces y cruzó la calle, sin reparar siquiera si venía un coche, un autobús de línea o una aeronave de la Estación Internacional Espacial. Pero alcanzó la otra acera sin ningún percance. Miró a derecha e izquierda y, sin pensárselo tampoco en esta ocasión, siguió el sentido natural de la marcha que él mismo llevaba antes de atravesar al otro lado de la avenida. Era lo más probable. Acelerando el ritmo de sus pasos por si acaso, mientras una única imagen se le venía a la cabeza, la de la fotografía de su hermano, junto con una interrogante, ¿quién coño sería esa persona?

Unos metros más adelante adivinó su figura entre una multitud de conceptos diferentes que, a aquella hora exacta, entraban o salían del FNAC. Su viva reproducción entraba y, cinco minutos después, Carlos lo hacía tras ella. Tras un amplio vistazo general y algunos tramos de escalera, la descubrió junto a las estanterías repletas de DVD’s. Carlos, simplemente, esperó a cierta distancia sin perder ojo.

Después de un buen rato extrayendo carátulas y leyendo sus sinopsis se quedó con unas cuantas películas de Louis Malle: “Ascensor para el cadalso”, “Zazie en el metro”, “El unicornio”, “Milou en mayo” y “El fuego fatuo”, todas con sus portadas en colores blancos, negros y grises, como corresponde a la Colección Exclusiva FNAC. Parecía satisfecho con su adquisición, al menos eso se desprendía de su cara. Carlos, mientras tanto, seguía esperando disimuladamente. Después, le siguió mientras bajaba en busca de la zona de cajas y, una vez abajo, volvió a salir a la calle, esperando que el otro saliera con su bolsa color marrón serigrafiada en blanco.

Nada más verle salir del establecimiento se puso detrás, a menor distancia esta vez. Era increíble, como si adosado a la espalda de la otra persona hubiera un espejo que le devolviera su misma imagen. Como dos gotas de agua, como dos botellas del mismo güisqui, como dos paquetes de cigarrillos de la misma marca. Incluso se llegó a fijar en sus andares, por si también fueran idénticos a los suyos, pero Carlos no era muy consciente de cómo debían ser sus andares, sus poses, sus gestos, sus amaneramientos. Son cuestiones, más bien, en las que se fijan los demás, pero no uno mismo.

En un momento dado, Carlos tuvo que decidir afrontar por fin aquella realidad que tenía en sus propias narices. Así que, justo antes de llegar a la Plaza de San Francisco, aceleró ligeramente el paso y le adelantó colocándose justo unos pasos por delante de él, no demasiados tampoco, los suficientes para entablar una conversación normal, si es que puede considerarse normal un momento como ese.

– Perdona –le dijo Carlos.

– ¿Sí?

– Mírame, ¿no te das cuenta?

– ¿De qué tengo que darme cuenta?

– Ven un momento.

Y ante la cara de sorpresa del otro, que probablemente no entendería nada, le condujo hasta el escaparate de una boutique de la misma plaza y, una vez delante del amplio cristal, colocado uno al lado del otro, le dijo:

– Mírate, míranos a los dos.

Un silencio momentáneo y, tras éste, una única expresión de asombro.

– ¡La hostia, tío!

Evidentemente era la hostia.

Se quedaron fijos delante de la luna del escaparate durante un buen rato, cómo no queriéndose creer lo que estaban viendo. Pero era lo que era, dos perfectos desconocidos hasta hacía unos minutos y, en ese momento, uno siendo el mismo reflejo del otro. Tras aquel preámbulo de desconcierto, los dos decidieron ir a un bar cercano, compartir algo más que sus rostros estupefactos reflejados en el vidrio de la tienda. Y en el bar, a los ojos de cualquiera que podría imaginarse que se trataba de dos hermanos gemelos idénticos, tuvieron toda la tarde para hablar de muchas cosas.

 

X: Es el símbolo de la indefinición por excelencia, y así se perfila toda una generación: son los hombres y mujeres que rondan ahora los treinta años y de repente descubren que los brazos de mamá y los días de colegio han quedado lejos, y habrá que engañar el tiempo a la espera de una improbable jubilación.

X: Es la forma de nombrar el vacío: Vacío de ilusiones y proyectos, vacío de historia, pasión y deseo, un vacío tan estéril como el desierto californiano que acoge a Dag, Andy y Claire, los tres protagonistas de esta odisea tragicómica, unos outsiders de nuevo cuño que ya han separado la indigestión pop. La fiebre posmoderna, la obsesión por la moda y el diseño, e inventado un lenguaje nuevo que reivindica el derecho a no pedir, a no comprar y a tener expectativas mínimas.

X: Es el modo en que Douglas Coupland ha querido marcar una época, la nuestra, digna del mejor de los olvidos.

 

Evidentemente, como sabemos hasta ahora, no tenían parentesco alguno, ni apellidos, ni pasados, ni presentes semejantes. Tan sólo el aspecto físico y, por casualidad, el nombre. Los dos se llamaban Carlos.

Conforme la conversación se fue prolongando, sí descubrieron muchos puntos de conexión entre ellos. Por ejemplo, los dos estaban casados o, al menos, eso manifestaron, pero ninguno tenía hijos. Los dos trabajaban para una administración pública, pero uno lo hacía para el Estado, concretamente para la Seguridad Social, y el otro para la Junta de Andalucía. Eso fue también lo que confesaron. Los dos tenían la misma edad, treinta y un años, aunque no nacieran el mismo día del mismo mes, porque ya hubiera sido un poco inverosímil. Los dos tenían las mismas afinidades culturales, por lo que se llevaron largo rato hablando de ello. No es muy normal poder compartir los mismos placeres con los demás. Los dos acababan de leer “Generación X” de Douglas Coupland. Los dos eran admiradores de la Nouvelle Vague, de ahí la reciente adquisición de las cinco películas de Louis Malle por parte, digamos, de Carlos 2º. Los dos tenían como disco de cabecera el “OK Computer” de Radiohead. Los dos no sentían ninguna pasión por la poesía. Los dos tenían una similar forma de valorar sus gustos por las cosas: o algo te gustaba de verdad o era una mierda, no existía término medio, con lo cual, los dos carecían de la virtud apreciada como tal por la generalidad de los seres humanos: actividad o fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos.

Y como la conversación se demoraba más de la cuenta, los dos Carlos, tras compartir tantas palabras y tantas cervezas, se intercambiaron sus números de teléfono al objeto de seguir hablando y seguir intercambiando; todo ello, antes de despedirse con naturalidad y proximidad, con un par de besos en las mejillas, como si la familiaridad y la cercanía se hubieran recuperado repentinamente.

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Bio de Jose Acevedo

Los primeros trabajos públicos de Jose Acevedo fueron como director y editor de la revista musical independiente Visiones Atormentadas (1984-1986), colaborando en aquella época para las emisoras de radio Cadena SER y Radio Popular. En el año 2000 publica algunos poemas sueltos y su relato “Flor de otoño” en el libro de relatos compartidos Instantes Mágicos bajo la coordinación del escritor José Carlos Carmona. Ha compuesto letras de canciones para el grupo musical Besos Robados y traducido narrativa francesa no editada en España.

Autor: Jose Acevedo. Título: Identidad. Editorial: Ediciones Carena. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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