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Homenaje a Javier Marías: primeros 10 seleccionados - Zenda
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Homenaje a Javier Marías: primeros 10 seleccionados

A lo largo de los últimos 10 días, alrededor de 250 textos se han registrado en nuestro concurso en homenaje a Javier Marías, convocado el pasado 15 de septiembre, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. El fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente...

A lo largo de los últimos 10 días, alrededor de 250 textos se han registrado en nuestro concurso en homenaje a Javier Marías, convocado el pasado 15 de septiembre, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. El fallo del jurado, formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez, se emitirá este mismo viernes, desvelándose el nombre del ganador y de los dos finalistas. El autor del mejor texto ganará un premio de 1.000 euros. Además, los autores de los dos textos finalistas restantes ganarán un premio de 500 euros.

Desde el 15 de septiembre hasta el 25 del mismo mes, en nuestro foro han ido acumulándose reseñas, ficciones, cartas y todo tipo de textos para recordar la figura de Javier Marías.

A continuación ofrecemos los diez primeros textos seleccionados. Gracias a todos por participar.

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1. Javier Marías, fundador

Diego Seligrat Aparicio

Quien escribe esto es hispanista. Quien escribe esto nació en 1996 bajo el signo de Cáncer. Quien escribe esto lo hace el domingo dieciocho de septiembre de 2022, y lo hace pensando que es el primer domingo de su corta vida lectora como adulto en que no puede leer las palabras de su novelista favorito en su columna periodística habitual. Sí, quien escribe esto experimenta en la clara mañana dominical algo que nunca había sentido antes: orfandad literaria. Ha fallecido el novelista, lo hizo justo el domingo anterior, sin embargo, es ahora cuando el que escribe esto de verdad se da cuenta de ello, por mucho que haya pasado la semana entera comentándolo correo electrónico arriba y abajo, llamada telefónica arriba y abajo, café arriba y abajo con amigos y colegas lectores. No, no ha sido hasta el octavo día que quien escribe esto ha sentido de verdad que el novelista ha muerto, que falta, que ya no volverá a ser aunque haya sido, que ya no volverá a contar aunque haya contado tanto.

Quien esto escribe se paraliza ante la pantalla antes de escribir lo que va a escribir. En ese momento (que es este, ahora), sentado al escritorio, sabe que no puede obviarse a sí mismo aunque el novelista sea quien ha de recibir el homenaje. Lo sabe porque, si tiene la más mínima idea de cómo funciona la literatura, entiende bien que, como dijo Paul Auster en Oviedo en 2006, «La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector». Así, uno debe armarse de humildad pero también de descarada sinceridad, y decir: hablaré de mí cuando hable de lo que he leído, porque no queda otra, porque eso soy yo. Así las cosas, cuéntese el inicio de hispanista y el inicio como persona de quien esto escribe porque en su día leyó. Cuéntese el valor de Javier Marías. Javier Marías, fundador.

Fundación del estudiante

Sería una mañana de septiembre de 2015, sentado en una bancada en la Facultad de Letras de Alcalá. Ahí presente, quien esto escribe leyó a Marías por vez primera con los labios cerrados de una fotocopia descentrada, durante el inicio de un curso de Teoría Literaria: «La literatura es también una forma de pensamiento, y no creo que a eso pueda renunciar el mundo […] Hay cosas que sabemos sólo porque la literatura nos las ha mostrado […] Hay saberes e intuiciones que no son expresables o no se manifiestan en un lenguaje exclusivamente racional […] Hay una enorme zona de sombra en la que sólo la literatura y las artes en general penetran». Aquel fragmento, aquí más fraccionado aún, pertenece a un artículo de Marías publicado en El País el quince de diciembre de 1997, titulado “Una pobre cerilla”.

Bien, pues esa misma semana, solo dos días después, quien escribe esto se encerró en su habitación de residencia de estudiantes y leyó lo siguiente, enfebrecido: «No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias […] Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorga confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona […]». Quien esto escribe aceptó el regalo, tragó el veneno, confió y aceptó ese raro pacto, ese raro cuento que sólo estaba empezando, el que propone intensamente Tu rostro mañana. En menos de una semana estaba fundado el estudiante, muchos antes de leer a Propp, Genette o Ricoeur.

Fundación de la persona

Es esta misma mañana de domingo dieciocho de septiembre de 2022. Ante la inminencia de la vida adulta plena, de unas oposiciones, de un trabajo, de un amor y unas relaciones maduras, en fin, del inicio auténtico de la vida, uno se plantea que irremediablemente tiene una responsabilidad: ser.

Los veinte son años para obsesionarse, para obsesionarse por quién es uno, por quién va a ser durante esta y las próximas décadas de su vida. Uno habla con los amigos y todos estamos igual: locos. Se obsesiona uno por ir resolviendo (o malamente escondiendo) carencias, por ir haciéndose persona. Así, se obsesiona uno con la extranjería perpetua del ser, y lee Todas las almas. Luego se obsesiona con la memoria, la familia y la sinceridad, y lee Corazón tan blanco. Luego se obsesiona con el respeto, el interés y el saber callar y el saber decir, y lee Mañana en la batalla piensa en mí. Luego se obsesiona con la verdad, la lealtad, la desmesura y la perversidad, y lee Tu rostro mañana. Luego se obsesiona con la muerte, y lee de una tacada Los enamoramientos. Luego se obsesiona con el amor, la paciencia, la soledad y la dignidad, y lee Berta Isla. Luego se obsesiona con el honor, el comedimiento, la piedad y la justicia, y lee Tomás Nevinson.

Conforme va leyendo todo eso, pone una marca de confirmación junto a cada concepto en la larga Lista de Ser Persona, y en un verano de lectura rauda puede uno no sentirse completo ya, pero sí al menos sobre aviso, y entonces poder decir donde vaya algo como «oye, tienes que leer al Marías, ya verás, ¡qué tío era, todas se las sabía!».

En fin, sí, al cabo de las lecturas uno va sintiéndose un poco más apuntalado, un poco más individuo y menos muñeco de trapo, pues gracias a las páginas leídas ya no agita uno los brazos tontamente contra las penas, sino que ahora a estas mismas con cierta maña sabe estructurarlas, es decir, que aprende uno a obsesionarse menos y a pensar más, pues el material sobre el que pisa ya no es la desnuda cicatriz de la vida, sino el revestido viento que lleva palabras. Sí, mucho como estudiante en su día comenzó con él, y mucho como persona también con él se ha ido definiendo. Leer a Marías ayuda a fundarse y a construirse. La novela, territorio de escritor y lector. Leer a Marías es escribirse. Dicho queda. ¡Adelante!

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2. Acercanza

Ramón J. Soria Breña

Se han perdido con intención y tiempo. No sabemos en qué bosque o en cuál habitación. La desnudez que siempre asombra y la gota de vino que viajó hasta el ombligo. Una sábana muy lisa debajo y otra encima que filtra la luz y muestra los indicios que dejaron los viajes en su piel y su voz. La desnudez más tímida se esconde en los lugares donde el cuerpo hace ángulos y el sabor no recuerda a ningún alimento. Los viajes dejan estrías y cicatrices que ya sólo pueden verse si se cuenta despacio el momento y lugar que las hizo. Sólo otro cuerpo tiene la escala del nuestro, diferente en todo pero con las dimensiones precisas para encontrar placer y abrigo, refugio y fuego, celebración y paz. Buscamos una escala proporcional a nuestras manos y nuestras piernas. Por eso nos gustan los abrazos y las sendas. Pero en algún momento de la historia nos pudo la desmesura, imitar lo gigantesco, dejar un rastro de piedras talladas enormes, luego pirámides, autopistas, versos rimados y rascacielos. Perdimos esa escala de medida que da el abrazo y el caminar. Eso se dicen en el idioma de Babel. Dónde estabas cuando era inmortal y peligrosa. Y tú dónde cuando estaba aprendiendo lo importante. Luego tendrán que salir de nuevo a la ciudad y sus costumbres laborales pero ahora que conocen el camino al refugio, el barco, el bosque, la cama, casi nada les hiere y las palabras, hasta las más vulgares o corrientes, suenan igual que cuando se inventaron hace miles de años en el Egeo. Saben que luego solo quedarán las ruinas, el silencio, el cansancio invencible, la derrota segura, la desgana repetida. Asumen que no hay ilusión o propuesta o futuro pero el tiempo juntos les sabe a licor antiguo y a paseo por sendas que han trazado junto al río los animales.

Y como una fiera antigua ya extinguida ha acechado largo rato ese momento de antes de despertar, cuando la mirada está a la vez en el sueño recién abandonado y en primer instante del día. Le intrigaba la primera palabra, el gesto preciso que mostrase su cara en ese instante, como si ahí pudiera averiguarse alguna verdad incuestionable. Ella hizo lo mismo la primera noche, cuando había encontrado, sin buscarlo, el diminuto lugar de su cuello en el que al morder perdería el equilibrio aún estando metido en su abrazo, entre sus piernas.

Ahora sabemos que se escribirán cartas en papel, sonreirán cuando se piensen, cocinarán lo que les sale mejor y tal vez engordarán algún kilo por mojar tanto pan. Ella me dijo que fue un año de dicha y reconocimiento, de deseo venenoso y complicidad infinita. Sabemos que él emprendió a su manera el mismo viaje por Grecia que había hecho su abuelo con el padre de Javier en el treinta y tres y que ella tenía el noble título de Lady Oblivion en aquel reino que resistiría todas las revoluciones. También sabemos por Javier, gracias a esa rara habilidad tan suya de leer los rostros y los gestos, las palabras no dichas o las frases enunciadas sólo a medias, que aún no se habían encontrado, que todo este presente minucioso, tan nítido y seguro, solo estaba en su voz y en los silencios que propiciaba siempre el cigarrillo. Al final le dijo a él, antes de alejarse a su paseo, he visto, conozco, lo que había en ella que había sido tuyo. Así que ahora te toca a ti acercarte. Sobrecoge siempre entrar en otras vida. Tocar esta intimidad de la que tal vez escriba en mi próxima novela sin decir vuestros nombres.

Por eso hoy, sin Javier, se han citado en su bar preferido para reconocerse. Tienen la voluntad firme de vivir la historia que ya no va a escribir su amigo, quieren atreverse, leer en ellos mismos, en los caminos y los abrazos que permite la acercanza, la historia que apenas apuntó el escritor en unas palabras dichas sin precisión y con humo no hace tanto. Y ahora leemos que alguien les persigue, que han viajado hasta Misolongui y un secreto peligroso está escondido en la página setenta y tres de un libro que le regaló Javier a ella, un valioso Mirror of the Sea publicado en mil novecientos seis por Methuen o quizá fuera la frase que le dijo a él antes de despedirse. Una frase que él repitió distraído a una amiga y esta mujer a su jefe en el Ministerio, tras un anodino desayuno de trabajo, sin saber que dentro de esas nueve palabras acechaba el comienzo de un desastre que tocaría a miles de personas. Pero ellos no saben nada aún, se han perdido con intención y tiempo. No sabemos en qué bosque o en cuál habitación. La ventana está abierta. Hace frío y se cubren con la sábana. Alguien grita algo en griego en el pasillo. Suena muy cerca el mar y comienza octubre. Escuchamos sus voces pero no lo que se dicen. Tendremos que esperar bastantes años a que ella lo recuerde o lo invente o lo escriba.

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3. Javier Marías: Ser y Tiempo

Antonio Muñoz Herrera

Sus novelas giraban siempre en torno a lo no sabido, a lo escuchado y ya imposible de olvidar, a lo que aconteció o nos contaron; en esa inmensa bruma de aquello que no sucedió, o bien pudo suceder pero fue de otra forma; sobre lo terrible de contar, de saber o de guardar en secreto; sobre lo que se ve y por lo tanto está ocurriendo o lo que se escuchó y ya ha ocurrido; sobre aquello que nos pasó o nos hicieron.

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4. El rey de la isla

Felipe Quiroga

Hace varios años me encontré a Javier Marías en el aeropuerto de Madrid. Unos días antes se había conocido la insólita noticia de que había recibido el título de Rey de Redonda, una minúscula isla deshabitada en el Mar Caribe, y ahora el escritor estaba allí, a la espera de un vuelo, anotando algo en un cuaderno. Lo vi muy concentrado y al principio pensé que sería mala idea interrumpirlo, pero había disfrutado tanto con la lectura de su novela Corazón tan blanco que sentí el impulso de saludarlo. Arrastrando mi maleta de mano, me acerqué a él. Se me ocurrió hacer un chiste para llamar su atención.

—¿Viaja para la ceremonia de su coronación? —le pregunté y señalé su equipaje.

Me miró confundido, luego sonrió.

—No —contestó—. Voy a ser un rey sin corona.

—Felicitaciones por el título. ¿Ahora debo referirme a usted como «Majestad»?

—No, por favor, cualquier cosa menos eso. Digamos que prefiero ser un rey republicano.

Le tendí la mano y me presenté. Me dio un apretón firme. Le agradecí por los buenos momentos que había pasado con su novela y destaqué algunos pasajes que aún recordaba. Él asentía, siempre sonriente. Después, como el tema me parecía fascinante, no pude evitar hacerle más preguntas sobre Redonda y sobre cómo se había convertido en monarca de aquella micronación ficticia, ubicada en las coordenadas 16º 56′ latitud Norte, 62º 21′ longitud Oeste, cerca de las islas de Antigua y Barbuda.

—Es muy extraño todo lo que ha sucedido —comenté, divertido—. Es increíble como la realidad muchas veces puede ser más rara que la ficción.

—Y eso no es lo más raro de todo —dijo, levantando las cejas. Interpreté el tono con el que había hablado y la pausa que hizo como una invitación a sentarme a su lado.

—¿Qué pasó? —pregunté, intrigado.

—No me va a creer. O, peor aún, me va a creer.

—Cuénteme, por favor.

—Bien —cerró el cuaderno en el que había estado escribiendo y me miró fijamente—. Esto no se lo he contado a nadie todavía. Lo que le voy a relatar sucedió antes de que el escritor Jon Wynne-Tyson me contactara con la propuesta de hacerme cargo del reinado de Redonda. En esa época yo tenía un pez, un Carassius de escamas naranjas que me habían regalado. La pecera estaba en la cocina y yo aprovechaba para alimentarlo todas las mañanas, al despertarme, mientras me preparaba el desayuno. No se olvide de ese dato, por favor. En ese entonces, había empezado a tener un sueño recurrente todas las noches: nadaba en un mar gris. Las olas me llevaban de un lado al otro y tenía que hacer mucho esfuerzo para no hundirme. A lo lejos, muy lejos, se veía la silueta de una isla sin playas, rodeada de acantilados. Yo sentía el deseo intenso de alcanzarla y nadaba con todas mis fuerzas, pero parecía imposible avanzar. Entonces me despertaba, agitado y cubierto de sudor. Durante el día, me costaba concentrarme en mis tareas habituales. Sólo podía pensar en aquella isla. En los días siguientes, me ocurrió algo curioso. Cada vez que me dormía soñaba con el mismo mar gris, pero sentía que me iba acercando a la isla. Por extraño que suene, parecía estar soñando una continuidad del mismo sueño noche tras noche. Unas semanas después, finalmente llegué a la isla. Escalé por las paredes de piedra hasta alcanzar la yerma superficie. Aspiré una larga bocanada de aire y sonreí. Giré para ver el mar desde una nueva perspectiva. Entre las olas me pareció distinguir el reflejo dorado de unas escamas y unas aletas enormes, como si se tratara de un gigantesco monstruo marino que nadaba cerca de la superficie. Amanecí feliz: ¿continuaría el sueño la noche siguiente, pero ya en la isla? ¿Qué encontraría allí? Mientras me preparaba un café en la cocina, noté que la pecera estaba vacía. Mi pez, aquel al que alimentaba todas las mañanas, ya no estaba. Ese mismo día me contactó Wynne-Tyson.

No supe qué decir y, ante mi desconcierto, él se encogió de hombros.

—Debe haber alguna explicación lógica para la desaparición del pez —señalé.

—Cualquier explicación resultaría aburrida, ¿no le parece?

En ese momento, escuchamos el anuncio de la partida de un vuelo.

—Ese es el mío —dijo el escritor y se puso de pie—. Ha sido un gusto conversar con usted.

Nos dimos un apretón de manos y se fue caminando sin prisa.

Unas horas después, ya a bordo de mi avión, volaba sobre el océano. Miraba por la ventanilla con el anhelo de divisar una isla, cualquier isla.

***

5. En el revés del tiempo

Juan Egea García

Esbozo autobiográfico de ensayo y reseña

No existe hoy un tema más importante que el del tiempo, pese a que el tiempo no sea propiamente un tema, ni nada que podamos recoger en una definición satisfactoria o que lo agote. El tiempo elude cualquier intento que pretenda manipularlo o reducirlo a la multiplicidad de categorías y objetos que improvisamos para explicarlo. Por eso un ensayo sobre el tiempo es una obra inacabada, mientras que una novela puede y suele tener un final donde todo acaba, incluso el tiempo, o al menos eso parece.

Esta podría ser la distancia entre la ficción y la no ficción, aunque cuando hablamos del tiempo —el cronológico, no el climático— no sabemos realmente qué territorio pisamos, o si creemos saberlo no es más que el espejismo de un territorio difuso, conocido y desconocido a la vez, sobre el que lo sé todo si no tengo que explicarlo, y no sé nada si tengo que hacerlo, tal y como observó el obispo de Hipona hace más de quince siglos, dejando patente, quizás sin saberlo, que el territorio del tiempo sería la novela, pues la ficción, a diferencia del ensayo, es libre y no requiere ser explicada.

Pero la principal preocupación del genio humano en los últimos siglos no ha sido el tiempo, sino el espacio, que se ha concretado y realizado a través de múltiples expresiones desde que, en el s. XV, Petrarca culminase su peregrinación al Monte Ventoso, con la que inauguró simbólicamente la preocupación por la perspectiva, que después materializarían genios como Da Vinci. Así lo relata el olvidado poeta y filósofo alemán Jean Gebser, en una obra titulada Origen y presente, gestada durante su estancia en España hace casi un siglo, mientras seguía los pasos de Rilke, que también conmovió los cimientos del tiempo al afirmar que “los deseos son los recuerdos que vienen de nuestro futuro”.

Petrarca, sin saberlo, inauguró una época —la nuestra— donde la obsesión por el espacio ha llegado al extremo de provocar la espacialización del tiempo, que se ha convertido en una dimensión más, en un parámetro divisor que emula la guadaña de Chronos. Pero el tiempo no es una dimensión, sino una intensidad que requiere de una concreción que lo realice verdaderamente, superando ese limitante carácter espacial artificialmente impuesto. Y si observamos, sin dejar de seguir a Gebser, manifestaciones recientes en la música atonal, la literatura, la física o el derecho, comprobaremos que el velo del tiempo está siendo levantado por creadores que, como ocurre con lo verdaderamente nuevo, son el instrumento de su expresión. Es el caso de Javier Marías y su Negra espalda del tiempo, una obra con la que solo podemos sintonizar si late en nosotros una nueva consideración del tiempo.

*

Mi relación con Marías se remonta a 1998, y contiene detalles que nos vinculan en un tiempo suspendido que hoy se hace presente. Yo era un estudiante de Física que había llegado a esta disciplina buscando verdades que nunca encontré. Por eso hacía continuas incursiones en la literatura y la filosofía. Fue en la desaparecida librería Crisol de Valencia donde me inicié en la exploración de volúmenes cuya disposición en estantes memorizaba emulando a Giulio Camillo, y fue también donde compré un ejemplar de Negra espalda del tiempo. La lectura me impresionó. Como buen estudiante de física que era, el tiempo constituía para mí un asunto de la máxima importancia, que soñaba con investigar en todas sus facetas, y el tratamiento que le daba Marías me abría un mundo nuevo. No intuía entonces que los sueños, al igual que la literatura, ponen el tiempo en suspensión.

Mientras leía tomé muchas notas, que recogí en varias páginas, y, no recuerdo muy bien por qué, pensé que sería buena idea compartirlas con el autor, cosa que hice enviando dos copias mecanografiadas a Alfaguara y a El Semanal, —a la atención de Javier Marías—. No tenía forma de saber si le habían hecho llegar mis notas, o si le llegaron duplicadas, así que la respuesta me parecía improbable y no tardé mucho en olvidar el asunto. Pero semanas, o meses, después recibí un sobre que contenía un ejemplar de Todas las almas, con una nota manuscrita en la primera página que decía lo siguiente:

Para Juan Egea, agradeciéndole que me haya hecho partícipe de sus comentarios privados, esta novela-antecedente. Con unos cordiales saludos,

Javier Marías

Veinticinco años después de leer aquella dedicatoria he revivido ese momento al conocer la terrible noticia del fallecimiento de Javier Marías. Y he sentido que la intensidad del acontecimiento original se hacía presente, marcando una temporalidad que no es la de otros recuerdos. Quizás haya sido — eso pienso yo — una experiencia en el revés del tiempo.

*

Tras aquello nunca tuve más contacto con Javier Marías. Si alguna vez pensé en escribirle, lo descarté, era forzar la situación. Pero seguí leyéndolo, y aunque me haya decantado más por el ensayo que por la novela, no dejo de pensar —y el magisterio de Marías es aquí esencial— que la buena novela es también una forma de ensayo, más libre quizás; y que el buen ensayo no deja de ser otra forma, más comedida tal vez, de contar una historia. Nuestro afán clasificatorio es solo eso, un afán. Por eso obras como la de Marías rompen las costuras de las clasificaciones y provocan en nosotros una conmoción que, en mi caso, me impulsó a compartir con él mis inocentes reflexiones. Estoy convencido de que aquel punto de conexión entre ambas vidas contribuyó a forjar ese tejido de relaciones, visibles e invisibles, reales o posibles, en el que todos, vivos y muertos, estamos conectados en ese revés del tiempo que Javier Marías —o quizás Toby Rylands— llamaba la negra espalda del tiempo.

6. Días en el hospital

Ovidio Paredes Álvarez

Soy ese hombre que compró un paraguas en Berlín hace tres años y que ahora entra con él medio empapado por la puerta de un hospital. Habitación 214, al final del pasillo. Los médicos realizarán una operación quirúrgica a mi marido dentro de un rato. Y en todas las televisiones retransmiten el funeral de una reina que vestía con prendas de vistosos colores y que parecía inmortal. Gente de todas las edades llora, hace largas colas, deposita ramos de flores a la entrada de sus palacios, habla entrecortadamente con los periodistas. Un joven con un tatuaje que ocupa todo su brazo izquierdo entra en la habitación para llevarse a Íñigo al quirófano. Parece cansado y no es demasiado amable. La intervención durará un par de horas, quizá tres, más el tiempo correspondiente en la sala de recuperación. Apago el televisor. He traído unos cuantos libros para hacer más llevadera la espera. Los pongo encima de la pequeña mesa de ruedas que los enfermos utilizan para comer. Varios de ellos son de Javier Marías. Aunque ya los he leído (y releído) todos, anoche pensé que sería buena idea tenerlos a mi lado en estos momentos de tensa espera. Abrir una página al azar, deleitarme en lo escrito, reconfortarme. Pensar en aquel tiempo en el que los leí por primera vez, en aquellos deslumbramientos. Mi vida, de pronto, reflejada en esas páginas. Qué sentí entonces, qué siento ahora. No lo hago, de momento. Los dejo ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. El silencio es espeso. Miro por la ventana. Desde esa habitación, la 214, se puede ver la entrada principal del hospital. El trajín habitual en estos casos. Coches, paraguas, pasos apresurados. Ropa de abrigo sobre la ropa de los últimos días de verano, algo inevitable en los septiembres del norte. Rostros cubiertos con esas mascarillas (azules, blancas, negras, incluso rosas, verdes o moradas) que llevan más de dos años formando parte de nuestras vidas por culpa de una enfermedad de nombre extraño y que hoy también sirven para ocultar preocupaciones, desvelos. Pienso en él, en Javier Marías, que tanta compañía me ha hecho desde mis solitarios años de juventud hasta hoy mismo. El escritor. El personaje que algunas personas quisieron crear. El hombre. La imagen de un Javier Marías jovencísimo con su eterno cigarrillo entre los dedos. Javier Marías hablando de libros con su agradable voz de fumador, rechazando aquel premio por ‘Los enamoramientos’, moviendo mucho las manos, firmando sus propios textos en alguna feria o presentación. Javier Marías, como ese hombre que camina ahora hacia la puerta de entrada del hospital a grandes pasos, con un enorme paraguas negro (la ropa también era negra, excepto la camisa blanca), sin abandonar el cigarrillo, bajo la lluvia. Javier Marías y sus colegas. Javier Marías, en fotos antiguas y en escritos, y sus padres. Javier Marías y su colección de soldaditos de plomo. Javier Marías y otras vidas escritas. Javier Marías y la meticulosidad a la hora de enfrentarse a una traducción (qué emotivo resulta que dedicase su último artículo para el periódico a la labor de los traductores), a una página aún sin estrenar o al comienzo de una nueva historia. Los setenta años de Javier Marías. Y, lamentablemente, en ese aciago once de septiembre, fundido a negro.

Pienso, de repente, en los últimos días de Javier Marías en el hospital. En una habitación (imagino) como ésta: aséptica, desinfectada, pintada de un blanco impecable. Allí, en aquella habitación de hospital, el hombre estaba por encima del personaje que algunas personas habían creado, incluso por encima del escritor. De ese escritor que tantísimas páginas de extraordinaria calidad deja al mundo de la literatura y que, sin embargo, a quienes tanto le admiramos seguirán pareciéndonos pocas. Los lectores siempre somos egoístas con nuestros autores imprescindibles. Con aquellos creadores (hombres y mujeres) que forman parte de nuestras vidas y cuyas obras necesitamos tener cerca para, en cierta medida, saber quiénes fuimos, quiénes somos, quiénes seremos. Más allá de la frase hecha y un tanto manoseada, nuestras lecturas (y relecturas) nos definen. Y nos posicionan en estos tiempos en los que parece que la gente —en general—, quizá por miedo o por pereza o por todo el cansancio acumulado, se retrae a la hora de posicionarse.

Marías nunca dejó de hacerlo, de posicionarse, en estos tiempos que a veces consideraba insulsos, anodinos, vulgares o, directamente, estúpidos. Para refugiarse de todo eso, siempre quedaba la literatura, el arte, el cine… En el cine, donde todo ha sucedido, como él mismo diría en el título de uno de sus libros. Donde todo ha sucedido. Cuatro palabras que le devuelven el sentido al sinsentido de demasiadas cosas, de demasiadas preocupaciones, de demasiadas injusticias, de demasiadas infamias. Vuelven algunos ideales y pensamientos que creíamos desterrados. Vuelven los gritos y la mala educación. Vuelve a haber una guerra en Europa.

Miro el reloj. Las horas pasan lentas en los hospitales, más aún en una situación de espera como esta. Los libros siguen ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. También mi inquietud. Abro uno de ellos, ‘Aquella mitad de mi tiempo’, que tanto me gusta, y leo: “Tampoco puede oponerse uno a ello, ni a nacer, ni a vivir, ni a viajar en el tiempo, mientras no se canse de nosotros el tiempo, y nos expulse al territorio que no discurre. O que no transcurre, que viene a ser lo mismo. Si nos da tiempo a decir adiós, bien estará y yo no me quejaré”.

Cerca del mediodía, se abre la puerta de la habitación. Todo ha salido bien hoy. No me quejaré por esto.

Adiós, Javier.

***

7. No he querido saber…

Ana Isabel Calvo Hernández

No he querido saber, pero he sabido que un hijo se te puede suicidar mientras almuerzas, quizá no descerrajándose un tiro en el pecho, ni blanco ni maternal, pero sí lanzándose al vacío o rebanándose las muñecas o colgándose de una viga insospechada. Y que uno puede quedarse paralizado varios minutos en la silla de plomo o como si lo fuera, pasando el bocado sin masticar de un carrillo al otro, como quien se enjuaga la boca después de cepillarse.

No soñaba saber, pero he sabido que los ojos de una mujer casi mulata, y airada, pueden ser verdes, grises y ciruela. Tamaña metamorfosis en lo que duran dos páginas. Y que el bolso que cuelga de su brazo mientras espera y desespera, negro o rojo o del color que sea, puede ser grande y conspicuo (¡menuda sorpresa!) por muy visible y extraordinario que, a primera vista, parezca.

No anhelaba saber, pero he sabido que lo que sucede quizá no sucede, porque acaso nunca hubo nada. Que los besos son más besos, ahora lo sé, si besan todo lo que en el rostro es besable: nariz, ojos y boca, mentón, frente y mejillas. Y también orejas. Que la protección nos llega por la espalda, cuando el pecho ajeno nos acoge y calienta; pero también el peligro, la instigación y el acoso, que nos susurra al oído, que nos amenaza y persuade. Que nacer, quién lo diría, depende de un movimiento azaroso. Que una cabeza poblada de canas puede ser más bella si es polar, de polvos de talco o harinosa. Que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra. Que las cosas prescriben y se hacen inoportunas. Que acaso nos salve la mera repetición.

Recelaba saber, pero he sabido que se puede regresar a casa con cara de susto, de apuro, con cara de noche.

Que el secreto no tiene carácter propio. Que lo determinan la ocultación y el silencio, o la cautela, o también el olvido. Que la memoria se cansa, como la vista, pero que nada cansa tanto como la pena.

Que quizá Javier Marías y su corazón tan blanco no están muertos. Acaso solo están dormidos. Porque, después de todo, quizá estar dormido y estar muerto, sea como estar pintado; o sea, lo mismo.

***

8. Todas las almas: un recorrido a través de cinco motivos visuales o repeticiones

Marta S. Jiménez

1. La mesa alzada:

En una imagen en Google se observa, sobre una tarima, apenas elevada unos pocos centímetros del suelo de grandes baldosas blancas y negras, la larga mesa de madera, bordeada de sillas. Uno de los extremos está presidido por el asiento reservado al warden, junto al cual se halla una pequeña peana sobre la que descansa un pesado mazo de madera y cuyo seco golpe sirve de anuncio del cambio de plato o de sala, llegada la hora de los postres y los vinos ajerezados. Al fondo de la high table hay una larga pared, de la que cuelgan severos retratos enmarcados en dorado y una ventana de trazado gótico veteada de coloridas vidrieras, cuya disposición en la esquina superior junto a la mesa recuerda a una típica composición veermeriana.

2. Papirotazo:

Escrito en negrita y en letra redonda, el diccionario de la RAE señala que la palabra papirotazo proviene de papirote y el sufijo aumentativo –azo. Es descrito de manera general como un golpe, bien en la cabeza o al chasquear la uña de un dedo sobre la yema del pulgar. En la particular versión apócrifa descrita por Marías, proviene de papiro, siendo el ruido que produce este al ser desplegado con virulencia.

3. Los zapatos italianos de Clare Bayes:

Sobre la moqueta adamascada que recubre el suelo de la habitación del hotel, aparecen dispuestos, desordenadamente, un par de zapatos de salón de mujer. De punta afilada y tacón alto, en uno de ellos, vuelta la suela contra la pared como si el mismo hubiese sido arrojado contra ella, puede leerse impreso el nombre de la marca italiana en la plantilla interior de piel de cabritilla. Jamás se vio en los zapatos que usaba Clare Bayes tacón bajo ni hebilla ni punta redondeada. Y nunca ingleses, sino siempre italianos.

4. El cubo de basura:

Una bolsa negra nueva, reluciente y densa como una mancha de petróleo, recubre cada mañana el cubo de basura del soltero profesor afincado en Oxford. Sobre el conjunto habitualmente formado por desperdicios y rebañaduras, un domingo de una noche de marzo aparecen, salpicando de color y nuevas texturas a aquella monótona naturaleza muerta, dos claveles tronchados, cuyos tallos están envueltos en un precario papel de plata, una lata arrugada de cerveza inglesa y el clínex enjugado en lágrimas del misterioso personaje encarnado por Marriott. Más tarde, una vez abandonada su estancia en Oxford y ya casado en Madrid, el narrador declarará no prestar ya nunca atención al cubo de basura ni a su contenido.

5. La chica de la tenebrosa estación de Didcot:

En primer plano aparece un hombre de pie, vestido con un abrigo con las solapas levantadas y las manos en los bolsillos. Las vías de tren y la línea que forma el andén sirven de guías al espectador hacia el fondo, donde se observa la figura de una mujer sentada en la penumbra, de la que solo es posible distinguir el final de su gabardina y unos pies calzados con unos zapatos de tacón bajo, con hebilla y punta redondeada, en oposición a los que usa Clare Bayes. En la mano sostiene un cigarrillo, cuya brasa emite una luz incandescente que dibuja movimientos aleatorios en la oscuridad. En el borde del andén, aparecen mezcladas las colillas que previamente ambos han ido lanzando (las de él en ocasiones de un papirotazo) durante su espera a la llegada del tren. La figura borrosa y apenas intuida de la mujer de la estación de Didcot es otra imagen recurrente que aparece en distintos capítulos de Todas las almas.

***

9. Ave Marías

Juan Ramón Escobar Ruiz

Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con un muerto entre los brazos, porque uno no se plantea antes de tiempo que lo malo de los muertos, o lo peor de los muertos, es que pueden levantarse y desandar el camino que los llevó hasta la tumba, enredarse en los vivos y tejerlos hasta que, hechos un ovillo, uno no sepa si en realidad quería que volviera a este mundo conocido o que se hubiera quedado en su lugar, en la tierra que los acoge con brazos de mármol para una eternidad insulsa. Porque te has muerto, sí, pero el Javier que yo conozco, el que habita en mi mesilla, en la estantería, en el escritorio, sale indemne de este fallecimiento; el que se empeña en revolotear por lo que escribo y me hace dudar si ya no hablo con voz propia, o si la que imagino que es suya es en realidad la mía y sólo es recogida por los guantes del diálogo interno, arrullando palabras mezcladas. Sí, te has muerto y te has ido, o te recoges, o te quedas por siempre en el pórtico del limbo de los que te seguimos leyendo, como si nada hubiese pasado y siguieras tranquilo y solitario, preso en las entrelíneas, fumando en la fotografía de la contraportada. Porque, a la postre —a la hora postre, a la última, al fin, en definitiva— sigues siendo lo mismo que ayer dentro de los límites de mi casa. Un convidado de celulosa que forma y formará parte de todas las fiestas y, también, de todos los velatorios.

Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad, pero lo dudo ahora, mientras la creo —la realidad—, y mientras la entrego —la ficción—, como dos caras del mismo pliego de papel, uno manchado de tinta y el otro tan blanco como una posibilidad. Porque más que tú, Javier, lo que se me muere es la posibilidad de ti, la oportunidad de encontrarte de nuevo en otro escaparate y alegrarme, de hallar otro escrito tuyo con el que vagar de nuevo por primera vez, de sorprenderme con otro inicio que marque lo posterior. No es el final, te lo aseguro; lo tuyo siempre fue soltar amarras, desencadenarte con la frase de comienzo hasta que el párrafo interminable fuese ya la historia, y lo demás, lo que quedase, fuese epílogo. Es de un nuevo comienzo de lo que me despido hoy, de una oración subordinada al borde del delirio y compuesta de infinitas líneas entrecruzadas. Como raíces, que desde el tallo hasta la cofia absorbe, tus líneas se nos han quedado aquí, en la zona pilífera: absorbiendo aún mientras te vas, como un proceso y no como un acto. Yéndote siempre pero sin irte, alejándose el que fue y llegando el que está por venir. Un escritor muerto intercambiado por una leyenda viva.

No he querido saber, pero he sabido, que los setenta años es una edad pronta para desanidar o, al menos, así se considera por otros que, como yo, esperaban seguir teniendo a alguien vivo, que coletee todavía, entre los brazos, con la esperanza de que un día pudiese su tinta impregnar la primera página de uno de sus libros para convertirlo en único. No ha podido ser; mientras fue posible vamos dejándolo para otro momento, para otro mañana, que por la simple sucesión de días parece ristra inacabable hasta que, en un periódico, anuncian que ha sido esta, y no otra, la hora que desatará párrafos y párrafos sobre ti y no los tuyos propios. Y nos imaginamos, los vivos, qué pensaría el muerto de lo que dicen de uno y le atribuimos raciocinio, quitándonoslo a nosotros sin remedio. Ojalá nos acerquemos, Javier, los que te recordamos a lo que te gustaría leer sobre ti en tus cavilaciones.

No sé si contaros mis sueños. Uno guarda para sí las creaciones que su cerebro crea de forma inconsciente, receloso de que, al revelarlas, puedan llegar a conocerlo de una forma más real o más atinada y que ese hecho, por sí mismo, entrañara algún peligro. Pero yo sueño con palabras que he leído y, al despertar, comienzo con ellas un escrito. En este caso, no son mías y, por tanto, puedo contarlas y desplegar con ellas otros sueños que sean dignos de ser escondidos. Y mientras espero paciente, como uno de tus personajes, a saber si la historia es digna de ser contada, si tiene algún hecho único que la desenlace, releo de nuevo tus libros y tus inicios, tus tiralíneas magistralmente ejecutados. Adiós, Javier Marías. Adiós, posibilidad. Y en esta despedida unidireccional creo ver cómo te elevas, simulando ser un ave, hasta perderse tu silueta en la nebulosa de lo imaginado. Desde abajo, te digo adiós, dichoso de haber compartido tiempo con un maestro. Y ahondo en la sensación de orfandad como el que sabe, o cree saber, la resolución de un misterio. Te digo adiós, Javier, y también gracias, por todos y cada uno de los inicios que acabaste. Y por los que, sin saberlo, has anudado antes de irte.

***

10. 54º 51′ 49» S 68º 28′. (Partenogénesis)

Luis Javier López Conesa

«Porque eso es la muerte: vivir ese instante dominado tan sólo por ese instante».

(Juan Benet)

«El arte ha muerto, su fantasma está más vivo que nunca».

(José Emilio Pacheco)

En las islas de Sotavento, entre Nieves y Montserrat, emerge Redonda estéril y despoblada. Su escaso interés para los imperios ultramarinos europeos auspició su uso entre los piratas y corsarios de antaño, quienes le dieron función de guarida. La indiferencia europea no la privó de rey.

El 11 de septiembre de 2022, en el mismo instante en que Javier Marías entregaba su último aliento, un huitlacoche pudo haber emitido allí su trino limpio y cadencioso pero no lo hizo (Redonda ha reverdecido y ha recuperado parte de su fauna desde que erradicaron las ratas y se llevaron a las voraces cabras invasoras, pero a diferencia de otras Antillas vecinas no acoge aún huitlacoches). Un lamento en forma de lava podría haber emergido forzado por ocultas batallas telúricas, pero en Redonda no hay actividad volcánica, es apenas un peñasco. El azote de los vientos húmedos del estío continuó peinando sin tregua su faz desprotegida, sin luto.

Al día siguiente de culminar el monarca su biografía con una segunda fecha, todavía noqueados por el inesperado golpe pugilístico, sus lectores, casi sin tiempo para el duelo, deliberaron si no había nadie como él, si su trono (el literario) quedaba desocupado, sin reemplazo, inservible. Muchos opinaron así, otros tantos lo impugnaron, en especial los que menos lo leyeron.

Los que habían deplorado columnas y al columnista trataron de olvidar su antigua intransigencia. Una corte escandinava respiró con alivio y respeto, como ya hiciera en defunciones anteriores. La Academia Española subastó una letra. Una improbable editorial detuvo su imprenta. En un amplio apartamento en una plaza antigua de Madrid decenas de miles de libros dejaron de tener sentido, convirtiéndose en papel y en polvo. Varias armas de fuego permanecieron silenciosas en sus cajones y muchos soldados de plomo negaron el llanto y las salvas. Un obituarista del Guardian imprimió las palabras “Great philosopher of everyday’s absurdity” en la edición del lunes. Otros rotativos igualmente célebres tuvieron un recuerdo igualmente elogioso para el difunto.

Muy pocos días transcurrieron y la desaparición del escritor se hizo más patente (o acaso mucho menos, pues nadie la notaba ya). Marías se esfumó con una rapidez y una discreción sorpresivas. Seguramente, debido a su lenguaje calmado y sin exabruptos, ajeno a toda lavativa, a toda grosería verbal o fisiológica, muy pocos sabían de él.

Redonda ignoró la agonía de su rey. Los alcatraces y las fragatas no amortiguaron su estrépito mientras la R abandonaba con esfuerzos su alfabeto, y las olas seguían rompiendo en su áspera geografía sin el descanso deseable.

*

En un momento determinado, quizás próximo a la última exhalación del monarca (acaso en el mismo instante en que el rey entrega su último vaho), una de las aves marinas, ignorando su dieta de peces, contempla con curiosidad una lombriz que, ahíta de tierra, emerge del suelo a respirar. Unos ojos negros la escrutan. Un poderoso pico agudo se proyecta y la parte en dos. La fragata no la juzga comestible y alza de nuevo el vuelo en dirección al mar. Dos pedazos casi idénticos se retuercen de forma trágica en la grava perforada, ignorados, a la vista de nadie.

El día que murió Javier Marías sólo dos lombrices lo atestiguaron en Redonda.

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Gww
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1 año hace

Pese a formar un continuo con Berta Isla, lo cierto es que se pueden leer de manera aislada puesto que los temas principales de cada una son diferentes. Esta última novela publicada en vida de Javier Marías es quizá el mejor exponente de su estilo pleno de circunloquios y diálogos interiores. Toda una lección de literatura.

https://confiesoqueheleido.blogspot.com/2022/09/berta-isla-tomas-nevinson-javier-marias.html

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