“Todo es ficción en este libro y todo en él es verídico”. Es difícil encontrar una definición más precisa de ese género periodístico, y literario, tan huidizo que no acertamos a delimitar. Basta comprobar la cantidad de denominaciones utilizadas para nombrarlo. Autoficción, novela de no ficción, narrativa personal, realidad novelada… Víctor Serge explica su intención en el epígrafe que precede a Hombres en prisión: “Mediante la creación literaria he tratado de extraer el contenido humano y común de una experiencia personal”. Lo insólito es que escribiera esta obra maestra en 1930, más de tres décadas antes de que Tom Wolfe bautizara el llamado nuevo periodismo y Truman Capote publicara A sangre fría.
En 1911, Victor Serge se había convertido en el editor del periódico L’Anarchie. La cabecera ya revela su identificación con la causa anarquista. Estamos en unos años en que es difícil distinguir la acción política del bandolerismo. Para entender cómo Serge acaba en prisión hay que remontarse a noviembre de 1911, cuando la temida y sanguinaria banda de Bonnot perpetra el atraco a la Société Générale, célebre por ser el primero en la historia en el que se usa un automóvil. La banda es un grupo adscrito al llamado movimiento ilegalista —hoy lo llamaríamos terrorista—, que profesa la ideología anarquista y que utiliza el crimen como método de acción.
Tras el atraco, Victor Serge y su amante Rirette Maitrejean acogen en su casa a dos de los asaltantes fugados. Disienten de sus métodos, pero su concepto de solidaridad alcanza a todo aquel que lucha contra el enemigo común: el Estado. Cuando los bandoleros ya se han ido, la policía registra el domicilio de la pareja y encuentra un paquete con armas. Son detenidos de inmediato. La prensa tradicional presenta a Serge como cerebro de la banda. Consigue librarse de esta grave acusación, pero se niega a declararse inocente.
El propio periodista relata su detención en Hombres en prisión: “Yo había vivido ese momento más de una vez (…) Un policía de paisano había venido a la redacción del periódico anarquista que yo dirigía. Se trataba, decía, de firmar el inventario de los objetos requisados aquella misma mañana durante el registro de mi domicilio. Yo entendí, pero no me sentí en absoluto alarmado. Porque la cárcel es también algo que llevamos dentro. Era un riesgo profesional con el que ya contaba y que no se me antojaba tan grave”.
Ya en la jefatura, es interrogado:
“—Está usted en mi poder. Le van a caer seis meses de prisión preventiva, como poco. O suelta la lengua o le hago detener.
—Deténgame —respondí, encogiéndome de hombros.”
Su negativa a delatar a sus camaradas fugados le lleva a la cárcel durante cinco años. 3.825 días, distribuidos entre las prisiones de La Santé, en el centro de París, y de Melun, en la inexpugnable isla de Saint-Étienne. Se le aplica régimen de confinamiento. Una vez encarcelado, la mayor urgencia de Serge es escribir. “Al segundo día, después de pasar por el economato a proveerme de papel, tinta y bolígrafos, riquezas inestimables que hay que aguardar durante un mínimo de veinticuatro horas en la más absoluta ociosidad, me puse a escribir un cuento. En la cárcel, una norma primordial de higiene mental es la de trabajar a toda costa y mantener la mente ocupada. Así que yo escribía en mi celda…”.
Serge cuenta cómo, para sobrevivir, le inspiró uno de los fundadores del anarco-comunismo, Piotr Kropotkin (1842-1921), quien relata en sus memorias los años que vivió encarcelado en San Petersburgo durante la época zarista. “Durante mucho tiempo no le dieron libros ni papel, y, para no enloquecer de pura desocupación, se forzó a redactar cada día, metódicamente y con la mayor seriedad, un periódico imaginario completo, con sus artículos de fondo, crónicas de sucesos y variedades, reportajes científicos, reseñas artísticas, ecos de sociedad, etc. Así llegó a escribir mentalmente un sinfín de artículos”.
La misma disciplina se la aplica Victor Serge. “Lo mismo hice yo —escribe—. El ejercicio me dio ocasión de emprender una metódica clasificación y revisión de mi escaso bagaje cultural, mis recuerdos, mis ideas: un vastísimo trabajo interior al que uno nunca logra consagrarle el tiempo necesario en el frenesí de su vida activa y que hace patente el beneficio de los ‘retiros’ (…) El recogimiento propicia la revisión de los propios valores y la liquidación de todas las cuentas que tenía uno consigo mismo y con el universo”.
Apenas encontramos referencias a Serge en Hombres en prisión. No es su peripecia la que le interesa relatar. “No habla de mí —aclara sobre la novela—, ni de algunos hombres, sino de los hombres, todos los hombres triturados en el rincón más oscuro de la sociedad”. Pero no deja de preguntarse qué es lo que le mueve a dar testimonio. “¿No será esta combinación de fascinación y angustia la que me impulsa a escribir este libro? Las viejas cadenas que nos torturaron se hincaron tan profundamente en nuestras carnes que su huella ha pasado a formar parte de nuestro ser, y las amamos porque están en nosotros”.
El relato de Serge sobre la vida en prisión es sobrecogedor. Sin cargar las tintas, describe con una frialdad escalofriante las penalidades del infierno carcelario. La tragedia de unos hombres reducidos a escombros que se esconde tras los muros de esa institución que bautiza con el nombre de “la trituradora», “la única obra arquitectónica de la sociedad moderna perfecta e irreprochable”. La arquitectura del edificio, la procesión mortuoria de los mínimos paseos, la disciplina y los castigos, el sonido de la guillotina, los funcionarios como verdugos y víctimas, los enfermos a la espera de una muerte liberadora, la pérdida de la noción del tiempo, la angustia de los inocentes, la indiferencia de los asesinos sanguinarios, los debates con los camaradas. Ni el más nimio detalle se escapa a la narración precisa de Victor Serge ni es ajeno a su exhaustiva reflexión.
En ocasiones resulta de una actualidad sorprendente. Nos habla ya entonces de la crueldad de la trata de blancas y del maltrato a las mujeres. “Por mucho que me esfuerzo en buscarles la pasión a los delincuentes “pasionales” —escribe—, lo único que encuentro son personas impulsivas, aún más incapaces de soportar un padecimiento prolongado que de controlar su ira, aplacada de inmediato tras sus actos; personas sumamente indulgentes consigo mismas, que acaban siempre por absolverse en su fuero interno”.
Ni siquiera el férreo aislamiento le impide mantener su lucha política. “Somos una decena de camaradas en esta ciudad de reclusos. (…) Podían pasar horas debatiendo sus tesis sobre la vida, la muerte, la herencia, la pareja humana. el amor, la guerra, la transformación del hombre o la revolución. Yo procuraba unirme a ellos en las tareas comunes para discutir los grandes problemas de la humanidad”.
Lucha que continúa tras su liberación en 1915. Se instala en una Barcelona en pleno ardor anarquista, donde colabora con la CNT y escribe para Tierra y libertad. En plena Primera Guerra Mundial, tras la caída del zar, intenta viajar a Rusia para sumarse a la revolución. De nuevo es detenido hasta que se beneficia de un intercambio de prisioneros.
Llega finalmente a Rusia en 1919 y se suma a los bolcheviques. Trabaja con Máximo Gorki en una editorial. Sus conocimientos de idiomas le abre las puertas de los organismos oficiales. En 1923, Serge se incorpora a la oposición liderada por León Trotski y critica abiertamente la deriva dictatorial de Stalin. Se le considera el primer autor en calificar el régimen soviético posterior a Lenin como “totalitario».
Acaba siendo expulsado del Partido Comunista y relegado al ostracismo. Son años que aprovecha para escribir. De esa época datan precisamente Hombres en prisión (1930), El Año I de la Revolución rusa (1930) y El nacimiento de nuestro poder (1931). Su obra es prohibida en la Unión Soviética, pero consigue publicarla en Francia y en España.
En 1933, de nuevo le espera el calvario de la cárcel, acusado de formar parte de una conspiración contra el régimen auspiciada por Trotski. Las presiones internacionales, y una campaña encabezada por intelectuales como André Gide y Romain Rolland, que ya había ganado el Nobel en 1915, fuerzan su liberación y posibilitan su salida del país. Sin embargo, su hermana, su suegra, su cuñada y dos de sus cuñados acabarían muriendo en prisiones soviéticas.
Malvive en París sumido en la pobreza y huyendo de la persecución de los agentes secretos soviéticos. Allí publica De Lenin a Stalin (1937) y Destino de una Revolución (1937), así como varias novelas como Medianoche en el siglo (1939) o Ciudad conquistada (1939), una de sus pocas obras accesible en español, editada por Página Indómita en 2017. De esa época es también su único libro de poemas, Resistencia (1938), sobre sus vivencias en Rusia.
En 1941, un año después de la invasión nazi, consigue huir a México. Su salud precaria, consecuencia de sus estancias en prisión, no le impide escribir su autobiografía, Memorias de un revolucionario (1945); la novela El caso Tuláyev, editada en 2013 en España por Capitán Swing; y ya en 1947, poco antes de morir, Treinta años después de la Revolución rusa, considerada como su testamento político.
Hombres en prisión, clásico de la literatura carcelaria y de las novelas de no ficción, es probablemente la mejor obra para adentrarse en la compleja y apasionante figura de su autor, equiparable sin miedo a la exageración a John Reed, mucho más popular en parte gracias al cine. Victor Serge fue un revolucionario, testigo privilegiado de la convulsa primera mitad del siglo XX, pero sobre todo un amante empedernido de la literatura. Así lo deja de manifiesto en la obra ahora felizmente rescatada por Gatopardo con esta precisa sentencia: “los horizontes más vastos —y el infinito mismo— se hallan contenidos en caracteres de imprenta”.
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Autor: Victor Serge. Traductor: Álex Gibert. Título: Hombres en prisión. Editorial: Gatopardo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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