Foto: Biblioteca Virtual Cervantes
«Al borde de cosas que no comprendemos del todo, inventamos relatos fantásticos para aventurar hipótesis o para compartir con otros los vértigos de nuestra perplejidad». —Adolfo Bioy Casares
La broma infinita de Adolfo Bioy Casares (A.B.C.)
Un mañana soleada de mayo de 1991 fui a recoger a Bioy al hotel. Habíamos quedado para comer en el restaurante de un amigo que estaba experimentando nuevas combinaciones con los fogones, y a medio camino le saqué la conversación sobre sus cuentos, a pesar de que ya sabía que Bioy no era muy partidario de hablar de literatura. Y de la suya, menos. Me preguntó cuál era el que más me gustaba, y yo, que podría haber escogido cualquier otro, por ejemplo «De la forma del mundo”, en el que un ingenuo estudiante de geografía se ve enredado con contrabandistas, le dije: “Lo desconocido atrae a la juventud”. Me miró y esbozó una leve sonrisa que yo apenas supe interpretar. Le dije que estaba recogido en El héroe de las mujeres, publicado por Alfaguara en 1979.
—¿Ah, sí? —dijo, volviendo a mirarme a la vez que empequeñecía un poco los ojos. —¿Y cuál es? —me espetó, poniéndome en el compromiso de contárselo. Así que le dije:
—Es la historia de un muchacho que al cumplir los veintiún años se va a un pueblo más grande del que vivía con su madre.
—¡Ah! —me dijo con interés. Movió la cabeza y continuó— ¿y cómo sigue?
(¿Qué estaba pasando? ¿Por qué A.B.C. quería que le contara su cuento?, ¿acaso no lo recordaba?)
—Al llegar al pueblo, una tía suya a quien iba recomendado por su madre le presentó a alguien que le dio su primer trabajo: entregar una carta un día señalado, en una dirección concreta a una hora determinada…
Más de lo mismo. Había que ver la cara de interés de Bioy, el ansia por conocer lo que pasaría a continuación…, ¡en su cuento! Pero yo estaba ya lanzado.
—En la pensión en la que se quedó la primera noche, el muchacho puso el despertador a la hora convenida, pero como estaba tan agotado del viaje y de las emociones…
Y así seguimos los dos, sin ver nada más de lo que ocurría a nuestro alrededor. Yo, contándole ingenuamente su propio relato. Él, juguetón, sonriendo e instándome a seguir, igual que un niño que se enreda en la telaraña de una narración que le fascina.
Estuvimos varios días juntos. Afortunadamente no me pidió que le contara más cuentos. Al marchar me dejó La invención de Morel, la novela que más me había gustado de las suyas (con El sueño de los héroes), con esta dedicatoria: “Para Miguel, hospitalario, inteligente y afable. Con un vivo sentimiento de amistad”.
Al año siguiente le mandé un fax a Bioy pidiéndole que formara parte de una revista literaria que quería editar. Buscaba nombres de escritores importantes porque necesitaba la colaboración del ayuntamiento y, creo también, de la Consejería de Cultura.
Bioy enseguida me contestó. El 3 de febrero de 1992 me llegó esta carta manuscrita, con el remite de su casa de la calle Posadas, 1650, en Buenos Aires, que decía:
Querido Miguel:
Felicitaciones (una revista literaria es un canto a la esperanza). Gracias por incluirme en el Consejo Asesor. Envidiaré mi nombre, que estará contigo y los amigos en Oviedo. Mucha suerte. Un abrazo de Adolfo Bioy Casares.
PD. Quise mandar esta carta por fax pero fracasé. Vale.
ABC.
La revista, en la que participarían, además de Bioy, Rosa Montero, Juan José Saer, Mario Benedetti, Caballero Bonald y Emilio Alarcos, nunca llegó a ver la luz. Ya sabemos cómo se las gastan en la administración publica.
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