Poema: París, 1996. Del libro: Lucernario. Premio Ojo Crítíco de RNE, 2000.
A cada poema le corresponde un nombre, un gesto, un paisaje, una duda, un daño, un algo. El poema nace de donde no se sabe; o de algo que casi sabemos, aunque nunca del todo. La primera vez que viajé a París fue en tren nocturno desde Madrid. Trenhotel, dicen. Pero fui en vagón de los de ir sentados. Mochila. 19 años. Poca ropa y varias latas. Encontré un hostal medio decente en Arts et Metiers. El edificio ardió dos años antes y aún quedaba tizne en las paredes. Me dieron precio por la habitación, eché cuentas con los dedos, me asestaron razones que no pedí sobre el incendio y acepté un galpón con vistas a un patio de luces donde nunca hubo luz. Era perfecto.
Había diseñado tanto el viaje que cuando estaba en París no cumplí ninguno de los propósitos. Pasé dos meses antes recorriendo la ciudad en los libros, así que de algún modo ya había estado. Iba con una novia de entonces. Lo primero que quiso es ir al Pompidou y luego a Louvre. “Es más divertido hacer el viaje marcha atrás”, dijo. Y no sé si la entendí bien, pero lo hicimos como quiso. De las veces que vas a París la menos real es la primera porque sueles vivir de prestado en la promesa de lo que vas a ver. París se abre luego, cuando regresas. Sucede casi del mismo modo en las ciudades míticas.
En aquellos días compramos vino malo y abrimos latas de atún en un banco del Pont des Arts. Estuvimos callados en la tapia de la casa de Gainsbourg. Entramos de vacío al Café de Flore y salimos con un cenicero que aún conservo. Estuvimos en el Marais. Y en las calles de Montmartre. Y subiendo o bajando Montparnasse. Y de cementerios, por saludar. Andamos con desconcierto, con emoción, con una punta de fanatismo. Estábamos haciendo lo más honesto que un joven puede hacer en su primer viaje a París: prometerse cosas infumables, fingir más amor del que uno es capaz de aguantar, dejar cosas por ver para cuando volvamos. Y qué felices fuimos, sin embargo.
No sé si dije que era invierno. Y aquella, la primera parada de un largo interrail. En un cuaderno apuntaba cosas, versos, frases, nada. Entonces escribir el poema de turno en la ciudad deseada lo creía una experiencia originalísima. Aunque no lo era. De hecho, recuerdo escribir este poema en el tren de vuelta, un mes después, en un vagón renqueante de un tren viejísimo que iba de Pisa a Portbou. No teníamos dinero. Un irlandés nos prestó un puñado de francos y compramos pizza en la frontera. De aquel mes y pico saltando por fuertes y fronteras salieron estos versos de aquella primera vez, de la primera emoción.
Al poco de llegar a Madrid nos separamos. Sería por un tiempo, por desalojarnos cansancios mutuos después de 40 días rodando por ahí en malos trenes que hacían buenas las pensiones. Retoqué el poema como el que presiente que la distancia acordada será ya un presente continuo. Parecía imposible despedirse después de tanto. Yo había ido a mi ritmo por París. Ella, al suyo. Y nos quisimos. Pero nos dejamos. Bien está. Los últimos versos se los acoplé un tiempo después de guardarlo en la carpeta donde duermen su tiempo los poemas: “de aquel invierno tuyo, por ejemplo, tan sólo un manifiesto/ compartido, acaso unas cenizas de noche o de mirada”. Fue la certeza más clara del viaje. Aún recuerdo aquel París que no pudo ser.
PARÍS, 1996
Tu sombra es una calma torturada. Un cuerpo que palpita
goteante, todavía. Tu sombra es tu ciudad y el llanto en que se torna,
la fiebre de sus puentes como aspas cinceladas, sus puentes de
clamor o arista enloquecida; los puentes con su historia de
cuerpos que se abrazan y líquenes furiosos, de manos
que soportan un mundo de miseria, con un fuego de siglos y amor
desesperado.
Tú vienes del olvido como un recuerdo ciego, y estás aquí, entreabiertos
nosotros, germen de ese cauce que cruza ya las bocas y trae su
resonancia de máscaras o estío, tu tierno abecedario de sueños
improbables y noche sorprendida, y pecho que se colma.
Tu sombra es una turbia melodía. De súbito racimos de agua
helada se incendian sordamente, la pálida caricia de unos dedos
otoñan los tinteros profanados, las ramas de esta tarde que se
dora, mi voz que entró en un rostro como una piel dormida, en luz de
tanto olvido cuando arden las acequias, los muros de tu mano.
De aquel invierno frágil, por ejemplo, de aquel viejo rincón de
esencias anilladas tan sólo quedarán los arcos de su pulso, la
bóveda estallante del abrazo, su música angular, el té de la agonía,
la gárgola que inciensa el sílex de los nombres;
de aquel invierno tuyo, por ejemplo, tan sólo un manifiesto
compartido, acaso unas cenizas de noche o de mirada.
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París, 1996 es uno de los poemas de Antonio Lucas incluido en Fuera de sitio. Poesía (1995-2015). Editorial: Visor. Páginas: 368. Edición: papel.
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