Una editora muy perspicaz me pidió que intentara narrar, durante un verano entero, historias de amor y pasiones ocultas de personas comunes y corrientes. Esto sucedió hace catorce años en el diario La Nación de Buenos Aires. Con mi libreta de apuntes y mi experiencia de reportero salí a la calle en busca de esos relatos que iban a ser ilustrados por Liniers y que intentarían capturar tramos secretos e intensos de la vida privada. El periodismo no tiene las herramientas para narrar los sentimientos, y salvo excepciones, tampoco el permiso para exhibir en carne y hueso —más allá de una visión panorámica y sociológica— lo que todos y cada uno ocultan. Muchos argentinos se mostraban deseosos por contarme sus peripecias, sus deleites y sufrimientos amorosos, y sus increíbles vueltas de tuerca. Pero a poco de conversar, me pedían que cambiara los nombres y las circunstancias, las profesiones y los lugares, y que desdibujara sus identidades mezclando su historia con otras, porque el temor a ser reconocidos era paralizante. Fue así que debí recurrir a la ficción para contar la verdad. Tuve que literaturizar las historias ciertas para poder relatarlas de un modo acabado. Utilicé deliberadamente el tono de comedia, porque no otra cosa es a veces el enamoramiento, si uno es capaz de verlo desde fuera. La serie se llamó “Corazones desatados” y se publicaba en la revista dominical, con un éxito estremecedor: llegaban 1500 cartas y correos por semana a mi despacho, donde a la vez yo escribía mis columnas políticas. Al final de esa experiencia, publiqué todo el material en un libro de Alfaguara, en el que se agregaron textos más largos como “El amor es muy puto”, “La teoría de los mamíferos” y “Un mal día lo tiene cualquiera”. A lo largo de los años, muchísimos lectores me han escrito sobre esta serie, que se transformó también en lectura nocturna por Radio Mitre. Llega por primera vez a Zenda Libros una comedia narrativa por capítulos, donde se prueba que el amor crece en las incertidumbres y que te puede dar muchas sorpresas.
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La agonía de un viejo periodista sin familia, que Fernández acompañó durante tres largas noches de internación leyéndole sin esperanzas algunas páginas de Marcel Proust, derivó inesperadamente en un ligero chisme de pasillo, luego en la historia completa de un triángulo sentimental y por fin en un relato de corazones desatados. Fernández se enteró, tomando café con el personal nocturno del sanatorio, por qué cargaba tantas penas de amor la enfermera universitaria más linda de Palermo. Se llamaba Marcela, era morocha y bien desarrollada, y trataba de congeniar su belleza con la eficacia y su ambición con la bondad. Solía ser, según sus propios compañeros, abnegada pero luchadora, y sensual pero fría. Militaba en un feminismo básico, y detestaba obviamente a los hombres prepotentes e insensibles. Por eso enamoró a un médico clínico y odió con ímpetu a un cirujano de planta.
El sacerdote se llamaba Juárez y el guerrero Katz. Marcela quiso al clínico con tanta devoción que a los dos años nadie entendía por qué razón no se había casado con él. Fue más o menos para esa fecha en la que la dirección incorporó al staff oficial al doctor Katz, que entró como un vendaval y tuvo guerra dialéctica permanente con la enfermera diplomada.
Juárez cortejaba con palabras, cuidado, altruismo y alta sensibilidad a Marcela, y ella sentía que el clínico era su mejor amigo y su compañero de ruta, un maestro sofisticado que le enseñaba el progresismo de la vida. Katz, en cambio, le parecía aborrecible porque era elemental. Uno curaba con la observación, el otro con el cuchillo, y para Marcela ese detalle instrumental constituía una metáfora acabada de sus diferencias.
Se fraguaba, sin embargo, algo oculto e intangible en la rutina amorosa de la enfermera y el clínico. Cierta clase de amor sólo sobrevive en las incertidumbres. Cuando se sobreentiende que no hay amenazas posibles, el amor languidece de un modo silencioso y maligno. Es como si el amor fuera un avión a pedal: si el ciclista deja de pedalear el avión cae. Esas parejas se adormecen en las llanuras y renacen en los abismos.
Un poco adormecida, pero todavía sin conciencia de estarlo, Marcela viajó a Mar del Plata con la cúpula del equipo médico del sanatorio para participar de unas jornadas de capacitación. Juárez no pudo dejar su consultorio privado, pero Katz aprovechó el viaje para hacer sus enfáticos discursos sobre los límites de la vida, contar chistes de humor negro en las sobremesas y jugar de a ratos al tenis. Les tocaron, para desgracia de Marcela, asientos juntos en el avión y luego en el salón de convenciones. Y no pudo evitar que el cirujano la menospreciara con sutil humor, la abordara a cada rato y le sonsacara datos sobre su vida personal. Ofendida en su ego, batalló con Katz unas horas sin lograr sacárselo de encima, y llegó a la primera noche un poco turbada. No sabía qué estaba ocurriendo y entonces, con la mente en blanco, habló una hora desde su habitación con Juárez, que le contaba anécdotas y proyectos. Al día siguiente, mientras se hacían dificilísimos juegos de management entre las mesas, Katz vino en su ayuda, y ella sintió por primera vez algo parecido a la simpatía. Desvelada y extraña, en la segunda noche Marcela bajó al bar y pidió una copa, y el guerrero se le sentó en el taburete de al lado, y estuvieron bebiendo y hablando dos horas en una rara intimidad nocturna. Un poco mareada, Marcela se metió en el baño y se miró al espejo. Esto no puede estar pasando, se dijo. Pero estaba pasando, y chocaron los planetas.
La enfermera regresó a Buenos Aires creyendo que todo había sido un lamentable error y un mal sueño, y se dio ánimo pensando que no tendría consecuencias. Pero las cosas comenzaron a ser distintas entre ella y el sacerdote. Y el guerrero la encadenó a su cama y al mes Marcela se dio cuenta de que tenía un novio formal y un amante institucionalizado, y se horrorizó ante la idea. Yo no soy así, esto no puede estar pasando, se repetía. Pero estaba pasando, y duró seis meses. La enfermera era incapaz de cortar la relación con el guerrero pero se sentía desfallecer ante la sola posibilidad de perder al sacerdote, que parecía ser el hombre de su vida. ¿Los quería a los dos? Sí, pero de un modo tan distinto. Tenía que admitir, a fuerza de sinceridad, que el guerrero le despertaba algo atávico, algo anterior a la ideología, la civilización y lo políticamente correcto. Era algo vinculado a esa dimensión cavernícola y animal que deriva del duelo y el cortejo entre el macho y la hembra. El sacerdote, en la vereda de enfrente, representaba todo por lo que ella había luchado, todo en lo que creía y también todo en lo que buscaba convertirse con desesperación. No había perdido tampoco la pasión por el sacerdote aunque el conocimiento profundo del guerrero le reveló a alguien sensible e intuitivo escondido dentro del envase de un hombre de acero inoxidable. Por increíble que parezca, Katz estaba ahora completamente enamorado de ella, y las dudas de la enfermera lo debilitaban, lo convertían en un tipo en paños menores azotado por los vientos del Polo. El cirujano sabía de la existencia de Juárez, pero el clínico nadaba en la ignorancia, aunque percibía que Marcela estaba lejos sin entender del todo a qué se debía esa nueva modorra.
Un obstetra, íntimo de Juárez, escuchó primero el rumor en Enfermería y luego pescó de casualidad un gesto secreto e inequívoco de Marcela hacia Katz en la sala de operaciones. Un amigo es un amigo: puso al tanto al clínico de la situación mientras lo emborrachaba. Al principio, Juárez no quiso creer la verdad. Transido por el dolor, comenzó a espiar a Marcela y, como quien busca encuentra, finalmente encontró algunos indicios de infidelidad. Y al final la confrontó desde la cruel honestidad de los inocentes. Ella no pudo negarle los hechos. Él pegó un portazo, se subió a su camioneta y manejó quince horas por rutas perdidas. Estuvo tres días desaparecido, y cuando regresó le dijo a Marcela que se equivocaba, que Katz no podía hacerla feliz y que él daría batalla hasta el final.
Los dos hombres dieron batalla. Cada uno con sus armas, e impostando mutuamente las armas del enemigo. El guerrero fue pasional pero se volvió locuaz y comprensivo; el sacerdote fue entrañable pero se volvió audaz y lujurioso. Marcela vivía aterrorizada por la guerra declarada, por las mutaciones de sus hombres y por la propia confusión en la que se iba hundiendo. A veces pensaba que quería a uno pero que estaba enamorada de otro. Y otras veces pensaba exactamente lo contrario. Imaginó en ocasiones tomar una decisión arbitraria y drástica, pero percibía que el corazón no funcionaba con ordenanzas, que no podía equivocarse porque le iba la vida y que quedaría atrapada para siempre en esa encrucijada tenaz. Los contendientes se evitaban en el sanatorio, pero una tarde coincidieron en la playa de estacionamiento. El sacerdote lanzó un dardo verbal y el guerrero le devolvió una trompada. Se estuvieron pegando un rato, sin pericia y sin oficio, enmarañados y a los raspones, hasta que lograron separarlos. Los dos jadeaban, derrotados y contenidos, y el encargado de la playa, que era un filósofo tanguero, arrastró en voz alta: Hay mujeres demasiado importantes para un solo hombre.
El incidente fue narrado una y mil veces en el sanatorio, y la frase del encargado se convirtió en leyenda. Una noche, en vísperas de que el viejo periodista a quien Fernández cuidaba finalmente muriera, el encargado le aceptó un paquete de cigarrillos negros y le reveló el desenlace: Al final ella se quedó con los dos. Es decir, se quedó sin ninguno. Fernández no quiso conocer los detalles.
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