Aquel diciembre de 1521, los pocos supervivientes de la expedición miraron al hombre de cejas pobladas, ceño escarolado, barba de muchos días. Zuloaga lo retrataría siglos más tarde con la camisa abierta, la nariz triste en su superlatividad. Una especie de caballero de la triste figura guipuzcoana, un ser no creado para empuñar cetros. Respondía al nombre de Juan Sebastián Elcano, y era el centro de las miradas de la tripulación. Las islas Molucas no eran el paraíso que habían imaginado, y volver a España era, cuando menos, una hazaña homérica que ahora debía comandar él. Magallanes había sido asesinado. También su sucesor, Barbosa. El siguiente en la escala, Carvalho, fue destituido por tirano. Tras quemar una de las tres naves que conformaban la expedición, Gómez de Espinosa, el nuevo capitán, vio cómo su barco también zozobraba: habría que repararlo y volver a la península por las Américas. Por tanto, sólo quedaba una nao, la Victoria, y un capitán, ese hombre nacido para perder llamado Elcano. Cuando casi un año más tarde la Victoria atracó en Sanlúcar, tras cruzar el Índico sorteando la vigilancia portuguesa, con sólo dieciocho tripulantes de los doscientos treinta y nueve que habían salido de allí tres años antes, de nuevo las miradas se detuvieron en aquel tipo: era un héroe inesperado, un polizón en el paraíso, un forastero en los libros de historia.
Cuando, el martes pasado, Zelenski intervino en el Congreso, una extraña unanimidad atravesaba las miradas de los diputados: reflejaban en ellas una mezcla de admiración, orgullo y sorpresa que no suele abundar en este mundo de desavenencias. A menudo la historia nos deja nombres como estos, personajes no destinados a gloria alguna, pero que asumen con cierta eficacia y sobre todo mucha valentía el papel temerario que de manera esporádica les otorga el destino. Zelenski, un mero actor, un cómico preparado para levantar sonrisas al otro lado del televisor, empuña ahora el arma de la dignidad frente al ejército invasor. El mundo le observa anonadado, admirado no sólo por su capacidad para resistir, sino también por su capacidad para comunicar. Se hace un hueco a codazos en la memoria de este siglo XXI todavía imberbe.
Al acabar su discurso en el Congreso, los diputados se levantaban a aplaudir con cierta fogosidad, como si en las grisáceas existencias de los politicuchos modernos se estuviese colando un tipo que verdaderamente dignifica la diplomacia. En nuestras casas, quien más quien menos también aplaude, en esa mímesis que inevitablemente siente todo ser humano cuando ve sufrir a un semejante: si tienen que defenderme algún día, que me defiendan así. No debe de ser muy distinta la ya referida mezcla de admiración, orgullo y sorpresa que sentimos quienes vemos hoy a Zelenski de la que sintieron los desarrapados que observaban, qué sé yo, al propio Elcano en Sanlúcar, a Juana de Arco en Orleans, a Ribaucourt en la Bastilla, a Velarde en Madrid, a John Russell en Normandía, a Rosa Parks en Alabama, y así con tantos. A Zelenski, sencillamente, no le tocaba; pero la historia le guardará, para siempre, un sitio reservado entre los héroes de este siglo.
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