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Hernán Díaz: "El libertarianismo justifica ese individualismo extremo que nos remite a la codicia" - Zenda
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Hernán Díaz: «El libertarianismo justifica ese individualismo extremo que nos remite a la codicia»

Fortuna es una novela de géneros y también de voces. Una matrioska compuesta por muñecas rusas que no encajan del todo, porque su hacedor así lo ha querido; y son esas imperfeccionas las que hacen transitar a la novela por el camino de la excelencia. Hernán Díaz (1973) nos propone un juego literario que convierte...

Foto de portada: Johanna Marghella

Fortuna es una novela de géneros y también de voces. Una matrioska compuesta por muñecas rusas que no encajan del todo, porque su hacedor así lo ha querido; y son esas imperfecciones las que hacen transitar a esta novela por el camino de la excelencia. Hernán Díaz (1973) nos propone un juego literario que convierte al lector en un Sherlock Holmes que debe analizar los textos, los estilos y hasta las puntuaciones para saber quién le está hablando y de qué modo. No basta con leer, hay que observar cómo interactúa cada narración en un relato diseñado con la pericia de un orfebre y el conocimiento de un letraherido. Fortuna, galardonada con el Premio Pulitzer en 2023, es un relato sobre el capitalismo financiero, sobre la codicia y la ambición humana, pero también un poderoso ejercicio sobre la creación, donde la ficción acaba fagocitando al ensayo con una prosa pensada para el disfrute de los amantes de las obras de Henry James y Thomas Mann.

Hablamos con Hernán Díaz sobre la fantasía del dinero, acerca del auge del libertarianismo, de convertir al lector en detective y de cómo diferentes voces que nos gritaron a través de la historia fueron reducidas a murmullos inaudibles.

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—Todos lo criticamos, pero no podemos, o no queremos, vivir de otra forma. ¿Hay alguna alternativa al capitalismo, o la única vía real para un cambio es su colapso?

—Yo soy novelista. No soy sociólogo, no soy economista, no soy historiador. Me interesa la economía, pero no es realmente mi campo. Me cuesta hacer predicciones de esta magnitud. Creo que es difícil pensar en alternativas en este momento, porque casi todos los sistemas políticos, por lo menos en Occidente, están entrelazados con el capitalismo. El surgimiento de las democracias representativas y liberales acompaña, de algún modo, el desarrollo del capitalismo, de la división social del trabajo y de la revolución industrial. Son fenómenos coetáneos, que se sostienen recíprocamente. Eso ocurre también con cierta visión del mundo a través del arte, que es resultado de este orden burgués. Hasta que no inventemos un nuevo lenguaje, una nueva sintaxis, una nueva retórica, en la medida en la cual el arte no esté entrelazado con los mercados de un modo tan profundo, creo que va a ser difícil tratar de imaginar otro orden. Aunque probablemente el fin del capitalismo sea una crisis biológica.

—Dicen que el dinero mueve el mundo, pero después de terminar su novela la frase se transforma: la codicia mueve el mundo.

—Sí. El motor es la codicia, es la acumulación. Ese punto en el que el dinero deja de tener un propósito funcional, deja de ser un instrumento…

—Se convierte casi en una enfermedad.

"Pienso en el dinero del mismo modo en el que ciertos artistas decadentes piensan en el arte: en el arte por el arte, un arte que no cumple ninguna función"

—No pienso tanto en el dinero en términos de patologías (Reflexiona unos segundos). Pienso en el dinero del mismo modo en el que ciertos artistas decadentes piensan en el arte: en el arte por el arte, un arte que no cumple ninguna función, que no necesita de un espectador, que no está ahí para ser consumido o para circular. Es simplemente un arte que se sostiene a sí mismo en su propia producción. Me parece que hay ciertas formas de codicia que, en ese sentido, se parecen al arte; estetizan al dinero. El hecho de producir es lo que genera el goce, más allá de su acumulación con el objetivo de una futura utilización. Eso es algo que me interesaba en esta novela: tratar de pensar en un dinero estetizado para los personajes. El dinero por el dinero mismo.

—Su novela transmite la sensación de que el dinero es una fantasía, que no es algo tangible, sino un truco de magia en bucle. ¿Es la gran ficción del ser humano?

—Sí. Desde que la mayoría de las monedas se han desligado del estándar oro, se han convertido, según los economistas, en monedas fiat —que en latín significa «que así sea»— que no tienen valor por sí mismas. Ese «que así sea» también es la premisa de los cuentos, de las historias. Esa especie de ficción es la que sostiene al dinero. Cada vez que hay una crisis financiera es una crisis de confianza. No nos creemos más el «que así sea», no nos creemos a esa moneda sin respaldo y que los bancos puedan cumplir con sus obligaciones. Tanto el dinero como la ficción se sostienen en esa especie de creencia del «que así sea».

—La filantropía aparece en la novela, una tendencia en la actualidad entre los superricos. ¿Hay un sentimiento de culpabilidad por la forma en que amasaron sus fortunas?

—Cada filántropo tendrá sus propias motivaciones. Pienso que más que con la culpa tiene que ver con la vanidad. Aunque la culpa es también una forma de vanidad: ahora que tengo todo este dinero, también voy a tener este caché moral, este capital ético. Sería mejor vivir en una sociedad donde no hubiera filántropos porque no son necesarios. Que paguen sus impuestos. Eso es lo ideal.

—En la segunda parte de Fortuna, Andrew Babel dice una frase que hace las delicias de cualquier libertario: «El mercado siempre tiene razón. No la tienen quienes lo intentan controlar». ¿Por qué hay en Estados Unidos esa oposición a la intervención estatal?

—Es una historia larga que se empieza a sentir con un gran peso alrededor de la década de 1880 y tiene que ver con esa frase que acabas de citar, que es una especie de lectura fundamentalista y lunática de Adam Smith.

—Y de Friedman.

"La importación de ese libertarianismo, que en Estados Unidos tiene unas raíces muy claras, me parece que no tiene ni pies ni cabeza en otros contextos"

—Es esa idea de que los mercados tienen una sabiduría inmanente y que están regidos por algo que se parece mucho a un orden natural. Hay una perfección matemática en la que todo alcanza un equilibrio a menos que haya una intervención. Esta idea de libertarianismo está ganando ahora muchos adeptos en Estados Unidos y también en la Argentina, donde el nuevo presidente se define a sí mismo como libertario. En su mayor parte es charlatanería, pero en los Estados Unidos, que es mi país y el que conozco mejor, hay una desconfianza histórica con respecto al estado. Hay una primacía del individuo y su voluntad sobre las instituciones. El libertarianismo se presenta como una especie de plataforma pseudofilosófica, que provoca una pereza intelectual increíble, que justifica ese individualismo extremo que nos remite a la codicia, que es una palabra que mencionaste al principio. Y esa idea engancha con Milton Friedman, al que también has nombrado, y ese concepto de que lo que es bueno para los accionistas, para los inversores, para los mercados, también es bueno para la sociedad, una teoría desmentida repetidamente por los hechos, por la realidad misma (sonríe). Hay una tradición intelectual que arranca desde la consolidación del capitalismo y los monopolios en la década de 1880, pasa por la especulación de los años 20, el desmantelamiento gradual en los años 50 de la precaria red social que se había generado con el New Deal de Roosevelt, y desde allí llegamos a Ronald Reagan. Este recorrido, que es muy claro en los Estados Unidos, no existe en Latinoamérica. La importación de ese libertarianismo, que en Estados Unidos tiene unas raíces muy claras, me parece que no tiene ni pies ni cabeza en otros contextos.

Foto: Pascal Perich

—Antes esos capitalistas que controlaban los mercados tenían nombres y apellidos, pero ahora, con los fondos de inversión, todo es más críptico, más oscuro.

—Eso tiene que ver con dos asuntos fundamentales. En primer lugar, con el alto grado de abstracción y sofisticación que han alcanzado los instrumentos y las operaciones financieras con el paso del tiempo. Y por otro lado, con la informatización de los mercados. Siguen existiendo esos grandes capitanes de las finanzas, pero el capitalismo ha tornado en algo más oscuro.

—La novela tiene muchas capas. Una estructura de muñecas rusas. ¿Buscaba un lector activo?

—Desde el momento en el que el libro fue cogiendo forma pensé en él como una especie de caja de evidencias, un conjunto de pruebas en un caso detectivesco.

—Sherlock Holmes.

—El detective es el lector. Le toca al lector, a la lectora, ver cómo encajan las piezas. Y no lo hacen perfectamente, algo que es totalmente intencional, porque nuestra experiencia de la realidad no es homogénea y coherente. Los relatos no cierran la multiplicidad de relatos que nos rodean. No quería que hubiese esa especie de falsedad en la novela. Las contradicciones y las fisuras de los relatos son completamente intencionadas.

—¿Releyó mucho a Henry James para escribir el primer libro de la novela? ¿Cómo trabajó ese tono decimonónico?

"Henry James ha sido un escritor fundamental para mí desde la adolescencia"

—Es algo que no hubiera podido conseguir de un día para el otro. Pongo un ejemplo: creo que no podría conseguir un tono del siglo XV, me costaría mucho. Si es que conseguí el del XIX, la razón es que soy un lector ridículamente ávido de la literatura de ese siglo. Es uno de los lugares por los que mi curiosidad lectora siempre transita. Henry James ha sido un escritor fundamental para mí desde la adolescencia. Tengo la suerte de que es uno de los escritores más prolíficos de la historia de la literatura. Su obra es inagotable. Llevo décadas, en plural, leyendo a Henry James. Cuando llegó el momento de la escritura tampoco era un tono que tuviera que buscar, no lo tuve que sacar de la nada, me resultaba muy familiar desde hacía mucho tiempo. Es una forma de escribir por la que siento un inmenso afecto.

—¿Y para el tono modernista del final?

—Ese es mi otro gran amor literario, el modernismo de entreguerras. Es una tradición que me gusta mucho, en Europa y también en Latinoamérica, las vanguardias y las novelas de índole más experimental. Como lector me encanta Virginia Woolf, que es una escritora muy importante para mí. Al igual que Gertrude Stein. También hay muchas influencias de filósofos de esa época, como Adorno y Wittgenstein. De hecho, Adorno aparece en la novela, tiene un cameo casi invisible. Esta constelación de preocupaciones literarias, estéticas y también musicales —hay muchas referencias a la música de ese periodo—  es muy importante para mí. Al igual que ocurre con el siglo XIX, son cosas que vengo leyendo desde hace mucho tiempo. También está la alusión a La montaña mágica. Se trata de un universo que siento como un hogar literario.

—Al final, la obra se resuelve desde una óptica femenina, algo que ni siquiera ahora sigue siendo habitual en el mundo capitalista, en el de los grandes negocios, en el de los mercados bursátiles.

"Me pareció que si iba a escribir sobre el mundo del capital no podía hacerlo sin rescatar esas voces silenciadas"

—El libro gira en gran parte en torno a eso. La mujer ha sido históricamente excluida del mundo de las finanzas. No pudieron, literalmente, entrar al Mercado de Valores de los Estados Unidos de forma física hasta los años sesenta. Es algo muy reciente. Me pareció que si iba a escribir sobre el mundo del capital no podía hacerlo sin rescatar esas voces silenciadas, sin pensar por qué lo habían sido. Eso hizo que esta novela se tornara en un texto de voces. Esta es una obra polifónica que se pregunta por las diferentes voces que nos han gritado desde siempre a través de la historia, y que han sido reducidas a murmullos inaudibles. Me interesaba que los lectores pudiesen sentir esa diferencia de texturas.

—¿Cómo le está influyendo el Pulitzer a la hora de escribir?

—(Duda) Como te decía antes, estoy viajando como un demente (ríe). Eso entra en conflicto con la escritura, aunque me gusta escribir en aviones, donde no hay wifi y nadie puede llamarme por teléfono. También en los hoteles. Pero estoy un poco cansado. Sí que es cierto que hay una mirada que siento con un poco más de intensidad. Una mirada y una exigencia. Pero como ya estoy metido en el próximo proyecto, todo eso se desvanece y se disuelve.

—Esa era la última pregunta.

—¿Cuál?

—Su próximo proyecto de escritura.

—¡Ah! No. No te voy a decir (ríe). Soy muy supersticioso. Soy un ateo supersticioso.

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Miguel Ángel Santamarina

Nací en Burgos, y ahora vivo bajo las palmeras de Almuñécar. Estoy prisionero en Zenda desde sus comienzos. No me canso de darle a la tecla. En breve, publico un libro de historia, mientras le sigo dando vueltas a mi primera novela.

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