Sigo dándole vueltas a ese estigma que más o menos sutilmente obró sobre varias actrices austriacas, y concluyo que Hedy Lamarr fue doblemente maldita. Como intérprete, por el escándalo que suscitó su desnudo integral, frontal y prolongado en el metraje de Éxtasis (1933): los diez minutos que Gustav Machatý, su realizador, estimó oportunos. Como persona, porque nunca se le reconoció su actividad científica. En sus horas de asueto en Hollywood fue inventora, junto al músico George Antheil —compositor de algunos scores de Nicholas Ray, Fritz Lang o Leo McCarey— del llamado “espectro ensanchado”, al parecer un factor determinante en las comunicaciones inalámbricas. Pero no ha sido hasta nuestros días, con la popularización del bluetooth y el wifi, cuando se ha vuelto a hablar de la maravillosa Hedy, haciéndolo, además, con ese entusiasmo con que, desde la nueva sensibilidad, se mira a las mujeres singulares, excelsas y pretéritas.
Aunque vulgarizado por la publicidad, que lo utilizó en una de sus campañas para las ventas de no sé qué, la psiquiatría italiana, en efecto, se refiere al Síndrome de Stendhal. Lo llaman así en honor al autor de La cartuja de Parma (1839) quien, en el más célebre de sus libros de viajes, Roma, Nápoles y Florencia (1817), al describir el ensanchamiento del corazón que le produjo la primera visión de la florentina basílica de la Santa Cruz, da cuenta de este mal que hace tanto bien: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de la Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme”.
Es tanta la belleza de la ciudad que vio nacer al Renacimiento que los florentinos están acostumbrados a dar cuenta de sus visitantes aquejados por estos vahídos. Así, en la Galleria degli Uffizi, los turistas se vienen desmayando desde la centuria decimonónica. Tanto que la psiquiatra local Graziella Magherini, en su momento, llegó a describir más de cien casos. Con todo, fue ella la que dio el nombre de Stendhal a este síndrome —psicosomático pero que tumba a la gente como un puñetazo—, porque el escritor francés sublimó en su prosa todo lo que Magherini consignó en sus estudios de los años 80 y 90 del amado siglo XX.
Pues bien, todo aquello que va de la taquicardia al mareo y Stendhal, como tantos de los turistas que visitan a diario Florencia, sintió ante las tumbas de Maquiavelo, Galileo o Miguel Ángel, allá en la Santa Croce, yo lo experimenté al admirar el cuerpo desnudo de Hedy Lamarr emergiendo de las aguas del río de Éxtasis para empezar a correr por el bosque durante diez minutos, como lo hacían las ninfas para solaz de los sátiros.
En Ayesha: El retorno de Ella (1905), la segunda de las novelas del ciclo de Ayesha, de mi dilecto H. Rider Haggard, hay un momento en que La Que Debe Ser Obedecida, aún joven de veras, todavía sin sufrir ese mal de amor por Kalíkatres que habrá de padecer durante más de dos milenios, tiene a bien mostrarse desnuda a dos infelices y ordenarles que rindan culto a su belleza. Ellos habrán de ser los primeros cronistas de su prodigiosa hermosura. Tal que ellos creo ser yo ahora, puesto a exaltar debidamente a la Hedy primera en una de las secuencias más luminosas de todo el cine de los años 30.
Lo malo fue que, ya entonces, desde sus primeras proyecciones, cayeron sobre tanta gracia los sempiternos puritanos con su fanática persecución de los cuerpos gloriosos y su consabida condena de la pornografía. El peor y el más enconado de todos fue el primer marido de la actriz, Friedrich Mandl, un magnate de la industria armamentística que, fascinadito con aquel desnudo de su futura señora, concertó el matrimonio con los padres de la joven Hedy y la encerró en una jaula de oro. Una vez que ella se hubo escapado de la prisión de lujo donde la recluía, Mandl gastó una buena parte de la fortuna —obtenida en la venta de armas a la Italia fascista para su criminal invasión de la mísera Etiopía— en comprar para su destrucción, a lo largo y ancho del planeta entero, cuantas copias de Éxtasis tenía noticia.
La filmografía de Hedy Lamarr fue relativamente breve. Los treinta y ocho títulos que la integran se antojan pocos ante los que debieron augurarle cuantos la admiraron por primera vez a través de un tomavistas, aventurando ya lo alto que iba a fulgir su estrella. Si entre todos ellos hubiera habido uno concerniente a una de esas damas del medievo que languidecían bordando en su castillo, a la espera de que su señor y dueño volviese de la guerra, puede darse por seguro que, para su interpretación, la gran Hedy hubiese evocado su propia experiencia. Pero lo más parecido a esas mujeres confinadas en las fortalezas medievales que nuestra actriz recreó fue la Juana de Arco de La historia de la humanidad (1957), una deliciosa sucesión de amenidades concebida por el siempre estimable Irwin Allen para los grandes formatos de pantalla de antaño. Nada que ver, por tanto, con la verdadera Doncella de Orleans.
Hija única de un banquero ucraniano y una concertista de piano húngara, Hedwig Eva Maria Kiesler —superdotada intelectualmente, amén de bendita con el prodigio de su belleza— supo de las jaulas de oro desde sus primeros días. Nacida en 1914, en la Viena que se disponía a asistir al fin del imperio austrohúngaro, pasó de los preceptores privados al internado suizo. Aunque hablaba a la perfección cuatro idiomas con la misma gracia que tocaba el piano y danzaba, su poliglotía debió de quedarse en nada ante un dato: a las señoritas de su condición y de su época ni se les permitía salir a la calle solas —al menos debía acompañarlas su criada particular— ni a ellas hacerlo se les pasaba por la cabeza.
Ahora bien, siempre hubo algo en la joven Hedy —totalmente ajena a los remedos de Sissi y a cuanto se les parezca— que la impulsó a romper barreras. Así, adolescente aún, consiguió emplearse como script en los estudios vieneses. En el cine, que siempre ha sido tan cosmopolita, nunca ha faltado un hueco para los políglotas. Y estando al cuidado del raccord (continuidad) de las últimas secuencias silentes que se rodaban en Viena, la mujer que habría de ser la más lasciva representación de Dalila de toda la creación artística y literaria judeocristiana —era hebrea, aunque su futuro primer marido también comerciara con los nazis— sintió la llamada de la interpretación. Puesta a ello, partió a Berlín presta a estudiarla en una de sus escuelas más prestigiosas: la de Max Reinhardt.
De vuelta a casa, no le faltaron papeles en comedietas vienesas. En ellas estaba cuando llegó Éxtasis. La conmoción que causó en la cartelera mundial no tiene parangón. Olvidando que Conchita Montenegro ya lo había hecho, se dijo que Hedy Lamarr era la primera actriz en desnudarse en una cinta comercial y los admiradores de la hermosura física, por afección a la concupiscencia que desata, siempre han sido mucho más numerosos que los carcas con su moralismo y su monomanía con el porno.
Maldita, más que bendita, en el altar donde se consagró su unión con el vendedor de armas, la gran Hedy permaneció unida a él lo que tardó en contratar a una sirviente que físicamente se le parecía y escapar de su prisión dorada haciéndose pasar por ella. En el lustro que duró la reclusión conyugal, aprovechó el cautiverio para cursar estudios de ingeniería, a la vez que ampliaba sus conocimientos con los proveedores y compradores de su marido. Gustaba charlar con ellos de conmutación de frecuencias. ¡Menuda mujer! Verla entonces también hubiera sido toda una película.
Ya en Hollywood, no le hizo falta mucho para retomar su carrera. Debutó, ni más ni menos, que a las órdenes de John Cromwell en Argel (1938), remake de Pépé Le Moko, estrenada por Julien Duvivier un año antes. Todo, en ambas cintas, es excelencia. Tras esta primera obra maestra —al margen de su desnudo, se puede discutir que Éxtasis también lo sea— llegaron filmes menores. Hasta que King Vidor la puso a protagonizar junto a Clark Gable Camarada X (1940), una de las grandes comedias anticomunistas del Hollywood clásico, estrenada justo antes de la fugaz alianza que unió a norteamericanos y soviéticos contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial.
Para algunos cinéfilos, el mejor trabajo de la actriz fue su segunda colaboración con Vidor en Cenizas de amor (1941). Yo me quedo con la Allida Bederaux a la que incorporó en Noche en el alma (Jacques Tourneur, 1944) y, por encima de todas ellas, la Jenny Hager de La extraña mujer (1946), del gran Edgar G. Ulmer.
Indiscutiblemente, otro de sus papeles memorables fue la Dalila de Sansón y Dalila (1949), uno de los más celebrados péplums bíblicos de Cecil B. DeMille. Fue en sus secuencias donde tuvo oportunidad de ser la mejor representación de la lascivia. Incidió así en su primera maldición: la que, con su primer marido a la cabeza, le impusieron aquellos que intentaron prohibirla porque les encendía. La segunda fue la que el mundo entero dedicó a su ciencia —ajena a su biología— por el mero hecho de que aún no la entendía.
Pese a la decadencia que le trajeron los años 50, el declive se prolongó en títulos de la altura de Una mujer sin pasaporte (Joseph H. Lewis, 1950) y la Roma de la dolce vita y las coproducciones internacionales. Allí protagonizó a las órdenes del francés Marc Allegrét I cavalieri dell’illusione y L’eterna femmina, ambas de 1954. The Female Animal (Harry Keller, 1954), que rodó en su regreso a Estados Unidos, fue su última película.
Retirada por completo de la pantalla, no se volvió a hablar de ella hasta que la prensa se hizo eco del hurto en unos grandes almacenes tras el que fue detenida. Todos sus maridos la aburrieron. En 1965, ya separada del sexto y el último, publicó su autobiografía, Éxtasis y yo. El título no dejaba lugar a dudas. Siempre que enciendo el bluetooth vuelvo a pensar en ella.
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