Ilustración: Juan Carlos Viéitez.
En la desnuda inscripción de la piedra
todo está concedido: así como entre todas
las flores que más amamos
escogemos algunas en la memoria
porque han sido el acontecer y la dicha
de una existencia única.Joaquín O. Giannuzzi.
25 de noviembre de 1957, Campo Quijano.
Son las diez de la mañana. Tuve que salir pronto para alcanzar el ómnibus que me lleva a la zona en la que quedé para comer con Teuco, Ana, Santiago y Fabián, pero me dormí. Vivo en un carrusel desde hace varios meses: deslumbrado por el color triste de los materiales, siempre arruinado porque el boleto es caro, reorientado constantemente por un sonido y un cartel que relampaguea cada pocos segundos. Quizás hay un error de perspectiva en todo esto, porque estoy casi seguro de que habito un sueño enorme —porque en la oscuridad, y en la realidad, hay una región inabarcable del tiempo y una incapacidad para resolver la confusión que las colma—. Vivía desorientado, las horas, movimientos, tareas, relaciones personales y objetos desaparecían más rápido. No lo entendía. La respuesta, como siempre, me fue dada parcialmente en la falta de sentido que adquiere el mundo cuando uno detiene su mirada por más tiempo de lo debido. Aun así intento moverme al ritmo único de la existencia, arrastrarme lejos de aquellas oscilaciones.
Nos consagramos a la comida y el vino. Cuando nos despedimos a la vuelta, Fabián, que tiene una memoria maravillosa, me recuerda el verso de la Mistral: «estamos bajo el día / las criaturas completas». Espero poder dormir bien en esta noche.
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03 de diciembre de 1957, Campo Quijano.
La fosforera vacía es más que una dulce costumbre iniciada hace tiempo, es una amplificación de la permanencia, un hueco que muestra el secreto inalcanzable dentro del dolor —el dolor siempre tiene una profundidad que construye el mañana desde el polvo. Estar insomne en la cascada de la noche me permite leer todo lo que necesito, ampliar el punto de fuga para volver al mismo lugar desde otra perspectiva. Escribe William Carlos Williams: «Un mundo perdido, / un mundo insospechado, / nos llama a nuevos lugares». Nunca pensé en los nuevos lugares, pero sí en lo que los llena.
Andar por el parque es lo único que puedo hacer para devorar a una realidad que se transforma constantemente. Aun así, por mucho que intente deambular entre los plátanos, la hierba o los insectos, para dejar mi silueta grabada un segundo en el aire, nunca consigo permanecer más allá de mi relación con las cosas.
Un globo rojo que escapa de la mano de una niña explota en la altura del cielo, durante ese momento confundí el sol con la sombra del globo. Hay una casualidad que me fascina en el corte transparente de la luz a través de su tejido: hace de la materia algo desconocido, fascinante, que sujeta la realidad y la desparrama en otra naturaleza posible. ¿Cuándo nos acostumbramos a dejar de mirar?
Después, cerca del agua del lago verde, veo un sapo inmóvil. Su forma contiene un posible mundo desconocido, quizá semejante a los vastos cielos de diciembre.
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19 de diciembre de 1957, Campo Quijano.
El laminado blanco está desgastado tras tantos años, por encima pasaron una máquina de coser, impresiones casuales y diarias a la hora del desayuno, muchos cuadernos y puntas de lápices, migas de pan, hormigas en busca de las migas, un breve racimo de uvas rosadas, algún ramo de flores. Ahora mismo solo hay un plato de cenizas, un diario, una caja de cigarros, una botella de leche y un vaso. Fijan tanto mi vista como el límite del espacio: dentro está la vertiente de un río íntimo, un ruido que varía, sobrecoge y nutre. La mesa ocupa el mismo lugar, debajo de la ventana —aunque en distintos departamentos—, desde que cumplí diecisiete años. Sigo escribiendo aquí.
Cuando con claridad se miran estas cosas nos incorporamos a las anomalías más diminutas de su materia. Hay una relación de intercambio, una pregunta y una respuesta que perfilan el vínculo consistente de un instante. Pero es imposible detenerse ahí, es imposible no abatirse ante tantas direcciones dudosas: universos detenidos que tienen su raíz en un blanco desgastado. Ahí está la botella de leche, quisiera comprender el aislamiento absoluto de la materia incomunicable, la integridad de la constante tensión hacia debajo de la fuerza obstinada que se colma a sí misma.
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22 de diciembre de 1957, Campo Quijano.
Hay un panadero que solo aparece en las vísperas de navidad. Llega con su camioneta desgastada, repetida, y se detiene en la Plaza Martín Fierro. Trae consigo nada más que pan casero dulce con frutos secos que vende a las familias que se acercan. Es una ausencia de las estaciones, un fragmento que alborota las calles para luego silenciarlas cuando se disminuye el tamaño de su camioneta en el horizonte. Cada año que estuve aquí, me levanté un poco antes de su llegada. Soy el primero en comprarle y me siento a desayunar mientras todo se va aconteciendo fuera de mis costumbres. Cuando se va yace la imagen de otro regreso y este enigmático existir dulcemente en el rosa tiende a cumplir el ciclo que comenzó.
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28 de diciembre de 1957, Campo Quijano.
Toda mi vida escribí este poemario, pero me di cuenta de que lo acabé por vez primera el otro día: el mundo allí alcanzaba otra imagen, acaso demasiado esquemática para ser soportada por el conocimiento.
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Autor: Joaquín O. Giannuzzi. Título: Obra completa. Editorial: Ediciones del Dock. Venta: Todos tus libros.
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