Hacía tiempo que no leía uno de esos libros que sólo nos interesan a 48 personas en España; o sea, un libro de teoría literaria. Leer ficción, leer historia de la ficción y leer filosofías de la ficción conforman el embudo gradual de la lectura. Luego a lo mejor está la poesía y el BOE, al final del todo.
Como indican el título y el subtítulo del volumen, Aljaro aborda el aburrimiento en la narración, mayormente en la novela. Este señalamiento en principio oneroso se revela enseguida como un halago: hay, dice la autora, una “estética del aburrimiento”. Los autores difíciles son en realidad exploradores del abismo (Vila-Matas), en concreto, de ese abismo promisorio que es sacarte de tus casillas. A lo mejor aburriéndote aprendes algo; a lo mejor aburrir es un camino que produce sentidos inéditos.
Se afilian al equipo de los escritores coñazo James Joyce, David Foster Wallace o Virginia Woolf. También Gertrude Stein, Thomas Bernhard y Samuel Beckett. Según van apareciendo nombres, uno va discrepando. Yo no me aburro con los libros que no entiendo, sino con los libros que sí entiendo.
Según yo lo veo (con toda alegría y temeridad), la historia de la literatura, de la novela, puede entenderse según principios simples. Hasta el siglo XX, la narrativa es temática: qué cuento. En el siglo XX, se volvió formal: cómo lo cuento. Y desde hace algunas décadas, lo más relevante, agotados todos los caminos, es cómo me leen.
Como es obvio, la forma y el asunto han existido siempre, así como los efectos en la recepción. También asumimos como obvio que hablamos de la, así llamada, literatura literaria, cuyo fin último (ya dije algunas veces) es pasar a la Historia, frente a una literatura comercial que tiene un único objetivo inmediato: vender libros y ganar fama y dinero. Luego hay grados en todo, y entremezclas, pero ése sería otro artículo.
El caso es que la flipada académica, que nuestra autora sigue, nos dice que los creadores innovan, arriesgan o practican la ocurrencia formal siempre desde la buena fe y la candidez, y como obligados moralmente. Yo no lo creo, dado que tengo a bien considerar a los escritores personas como los demás, sólo que un poco más vanidosas.
Es esta vanidad la que lleva a un autor a preguntarse: ¿cómo hago para ser distinto, mejor, otro? Y respondiendo o parcheando esas preguntas, llega uno al monólogo interior, a los libros sobre nada, a las narraciones sin puntos ni comas o a las fotitos en el texto.
No es la época, ni la angustia artística, la que induce en un autor este deseo de complicarse la vida, sino su simple afán competitivo.
Así las cosas, los autores de vanguardia del siglo XX, que Aljaro incluye en su “estética del aburrimiento”, si de algo estaban aburridos era de la novela clásica, más o menos cerrada y cumplida en el siglo XIX. Hacer otra novela muy buena como las de Tolstoi o Flaubert no era bastante para ellos. Su novela tenía que ser distinta.
Es decir, no sólo Joyce o Perec no participan de la hipótesis estética del tedio, sino que es la huida del tedio la que fundamenta su audacia narrativa, habitualmente desconcertante para el lector.
Sumado a ello, el lector de Bernhard o Virginia Woolf, por mucho desconcierto que sufra, recorre en realidad un laberinto paralelo al de estos autores (por eso mismo los busca y los frecuenta y los lee): también quiere leer otras cosas, ser retado y sorprendido. Nada en un reto o en una sorpresa nos puede llevar a pensar en el aburrimiento.
La tesis de una “estética del aburrimiento” me resulta fallida en todos sus órdenes, porque, para empezar, no era el deseo de los autores aburrir a nadie sino, de hecho, no aburrirse ellos mismos escribiendo; y además, los lectores afines no se aburren con estos autores, sino que se lo pasan pipa.
Yo con lo que me aburro es con la novelas de aventuras.
Y con Proust, eso es verdad.
Inma Aljaro resume su libro en “la posibilidad de aburrir voluntaria y estéticamente al lector”. Me parece una divisa contradictoria, porque una propuesta estética no puede aburrir al lector, como mucho podrá abrumarle. Si no, no sería estética, para empezar. Si uno consigue crear una forma o un relato nuevos, ¿cómo va a aburrir como si fuera otra vez lo mismo de siempre?
Pensemos, por ejemplo, en la novela breve de Damián Tavaroski, Una belleza vulgar (Caballo de Troya, 2011), que trata de una hoja que cae durante cien páginas, y eso es todo. Cuando el autor tiene esta idea para una novela, no la pone en práctica motivado por el increíble aburrimiento que desea despertar en sus lectores (normalmente tan snobs como él: yo mismo), sino por el asombro que va a granjearse. He sido capaz de escribir cien páginas siguiendo el vuelo ordinario de una hoja llevada por el viento en otoño.
Para un lector común, la sola idea de leer sobre una hojita que se balancea es, sí, aburridísima; pero para el lector avanzado, ese que está a un paso de querer ser escritor (o, de hecho, que es escritor), este planteamiento le seduce: es distinto a todo lo demás. Nunca lo ha leído.
Coincidimos con Aljaro en las conclusiones: leer sobre hojas que caen, siendo estrambótico, te pone en tesituras mentales también distintas, y eso es lo que se agradece. Las novelas difíciles gratifican el esfuerzo con estados mentales sanísimos, como de haber subido montañas. Nadie ha dicho que subir montañas sea aburrido, aunque haya tramos de desespero a lo largo de la ascensión.
Cuando David Foster Wallace describe minuciosamente un espacio interior, nombrando técnicamente cada elemento y material de ese espacio, no busca aburrirnos, sino sorprendernos con el súbito protagonismo de una alfombra sintética. Personalmente, encuentro apasionantes las descripciones de Bret Easton Ellis (otro autor “aburrido”) en American Psycho, ese histérico detallado de marcas comerciales de ropa y objetos y tiendas que rodea a Patrick Bateman.
De hecho, cuando estoy muy aburrido de la vida, si algo busco en la biblioteca es uno de estos libros “aburridos”.
Por supuesto, hay libros cuya lectura nos resultaría aburrida, en el hipotético caso de que no notáramos que no están hechos para ser leídos. Nadie se lee el diccionario entero, o la guía de teléfonos de la primera a la última página, o las instrucciones de un aparato en los cinco o nueve idiomas en las que se nos presentan. Habría que probar a hacerlo, también te digo.
A su vez, nadie lee muchos de los libros de Kenneth Goldsmith, que él mismo escribe para que no los leas. Uno de sus trabajos fue pasar a libro un ejemplar concreto del periódico, copiando todo el número, noticia a noticia, anuncios incluidos. Si no se leen estos libros es por el mismo motivo por el que no se lee una performance de Marina Abramovic, claro.
Tedio y narración, de hecho, es un libro aburrido en sus propios términos, porque su tema está muy alejado de los intereses del 99% de los españoles, y porque incluye cientos de notas al pie y cientos de citas y cientos de referencias, amén de expresiones divertidísimas, como “exuberancia diegética” o “espesor escritural”. A mí me ha costado leerlo y lo he disfrutado muchísimo.
A la autora no se le escapa el vuelo raso de su propuesta: que hay novelas “aburridas sin más, porque son objetivamente malas”. Ella trata de defender que hay novelas “aburridas”, pero no “sin más”. Con algo más.
Lo que sí hay, seguramente, son escritores que se aburren. Yo casi todos los libros que he publicado los empecé a escribir porque me aburría.
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