Existe un tópico, un prejuicio férreamente arraigado en el imaginario colectivo, particularmente dentro del acervo cinéfilo, según el cual, las magnas sagas cinematográficas, los aclamados éxitos de taquilla, las inextinguibles franquicias superheroicas, intergalácticas, mágicas o élficas, vendrían a constituirse en una especie de malignos demiurgos, insaciables fagocitadores de la dimensión artística y creativa del director, quien se vería reducido a un simple espantajo a merced de los voraces intereses crematísticos de los productores de turno, impulsados únicamente por el rédito económico, siendo el Arte el principal damnificado. El certero apotegma quevedesco ya lo sentenciaba: “poderoso caballero es don dinero”.
Es archiconocida la particular inquina que ciertos intelectuales profesan al mundo mágico creado ex nihilo por la imaginación desbordante nacida de la mente de J.K.Rowling. Harold Bloom, en su nada desdeñable El canon occidental, dedicaba no pocos vituperios y reprobaciones a la saga protagonizada por el infante que sobrevivió a quien no debe ser nombrado. No comparto en absoluto semejante campaña de ludibrio y escarnio, sino que me sitúo en la estela abierta por Fernando Savater en Mira por dónde. Autobiografía razonada, obra en la que el eximio filósofo liberal español lanzaba un alegato a favor de los libros de Harry Potter, considerándolos un vigoroso estimulante a la hora de despertar las inquietudes lectoras entre los pubescentes. ¿Cree alguien que la propensión hacia la literatura brota súbitamente, qué sé yo, tras la lectura de Los hermanos Karamazov, de Dostoieski? Mi bienquisto Harold Bloom, creo que no estuviste muy atinado en esta ocasión. No importa, “¡nadie es perfecto!”, como nos recordaba Billy Wilder en el memorable final de Con faldas y a lo loco.
Hilando más fino en la argumentación, viene al caso recuperar la reputada distinción escolástica entre finis operis y finis operantis, entre fin objetivo de la obra y la pretensión subjetiva de los sujetos operatorios que la ejecutan. Baste citar un esclarecedor e ilustrativo ejemplo: no negamos que el fin principal de los productores de la saga mágica fuese la obtención de jugosos y pingües beneficios (finis operantis), pero el resultado objetivo de su creación, Harry Potter y el prisionero de Azkabán, (finis operis), se erige con total justicia como una producción cinematográfica de indudable enjundia y no menor relevancia filosófica, poética y artística.
Chris Columbus asumió en el año 2001 el temerario reto de erigir prístinamente este particular universo mágico cinematográfico. El resultado final, Harry Potter y la piedra filosofal y Harry Potter y la cámara secreta, no fue, ni mucho menos, chanflón ni despreciable. Estas dos cintas, hogareñas, cálidas y entrañables, dan buena muestra de la destreza artesanal vigente en el cine de aventuras de los albores del nuevo milenio. Son filmes realizados con destacada solvencia, diligencia y esmero hacia el universo literario, películas que ocupan un lugar destacado e indeleble de la memoria colectiva de toda una generación (a la que orgullosamente pertenezco). En las tertulias cinéfilas mantenidas por los diletantes del universo mágico, suele ser un tópico manido afirmar que a partir de la tercera entrega, esto es, Harry Potter y el prisionero de Azkabán, la historia va adquiriendo progresivamente un tono más lóbrego, tétrico, sombrío, inquietante y terrorífico. Efectivamente, esta apreciación es un hecho cierto, teniendo en ello buena parte de responsabilidad Alfonso Cuarón, el egregio cineasta mexicano.
Circula el rumor de que el inicialmente elegido por David Heyman, productor de la saga, para reemplazar al exhausto y exangüe Columbus (quien afirmó sentirse agotado tras los dos primeros largometrajes), fue Guillermo del Toro, cineasta avezado en la creación de universos misteriosos y amenazantes, góticos y perversos, al que la saga de J.K. Rowling le venía pintiparada. Tras una serie de desavenencias que no viene al caso enumerar, el liderazgo de la tercera entrega recayó en Alfonso Cuarón, compatriota y amigo inseparable de Guillermo Del Toro, quien venía de dirigir Y tu mamá también, maravillosa expresión paroxística del cine como libertad, como aventura desprejuiciada y existencialista, como medio para expresar el dasein heideggeriano, el estar en el mundo, la angustia de la existencia, el sentimiento trágico de la vida, que diría Unamuno.
J.K. Rowling quedó obnubilada con uno de los primeros trabajos de Cuarón, La princesita, obra de profundo regusto dickensiano acerca de la infancia lacerada, sobre esas cándidas y vulnerables almas en pena condenadas a un errático peregrinar por el interior de los desangelados y fríos muros de los orfanatos. Era esta una película de una belleza y de un sentido poético sin par, que auguraba un prometedor y halagüeño futuro al cineasta mexicano. En Harry Potter y el prisionero de Azkabán podemos advertir la impronta de Cuarón desde el primer fotograma, toda una declaración de intenciones subliminales que refulgen a lo largo de todo el metraje: la soledad y el desamparo del héroe elegido ante las circunstancias adversas a las que insoslayablemente se va a tener que enfrentar. Recuerden el axioma orteguiano de las Meditaciones del Quijote: “yo soy yo y mis circunstancias, y si las elimino a ellas no me salvo yo”.
Los libros de Harry Potter mantienen un esquema y una estructura narrativa muy elocuente y repetitiva: una infame convivencia estival con sus desalmados tíos, los Dursley, y la confrontación con el satánico Lord Voldemort, en cualquiera de sus encarnaciones terrenales o espirituales, a lo largo del curso académico en la escuela de magia y hechicería. El prisionero de Azkabán será la excepción que confirma la regla. En ella no hay rastro físico ni material del mago más poderoso y tenebroso de todos los tiempos, pero su ubicua, inquietante y diabólica presencia inmaterial crepita y late durante toda la película.
Los primeros quince minutos dan buena cuenta de la enorme pericia tras la cámara de Cuarón: Harry ha de soportar estoicamente las invectivas de la rolliza y despreciable hermana del tío Vernon, quien constantemente se burla ignominiosamente de su condición de huérfano, dirigiendo hirientes exabruptos a las figuras de Lily y James, los fallecidos padres de Harry Potter. Éste, encolerizado por tan vil y mezquina ofensa, en un arrebato de incontenible furia, infla a esta abyecta mujer hasta convertirla en una suerte de grotesco pez globo volador. Esta escena, por la profundidad de campo, por el milimétrico montaje y por la inestabilidad que genera la cámara, alcanza unas cotas de esplendidez artística insólitas hasta ese instante en la saga mágica. El genio de Cuarón posee la destreza de combinar este momento hilarante con una de las secuencias más aterradoras de toda la película: Harry huye despavorido de la casa de sus tíos, deambula contrito y cabizbajo por solitarios y silenciosos recovecos hasta arribar a un oscuro parque, silencioso y desierto, y, como por ensalmo, emerge de entre las tinieblas la inquietante figura de un can rabioso, que intimida con sus amenazadoras fauces a nuestro desamparado e indefenso protagonista. Ya tiene el espectador, frente a sus ojos, esbozada toda la trama de la película: Sirius Black, el famoso y temido esbirro del Señor Tenebroso, irredento asesino en serie, ha logrado escapar de los ciclópeos muros de la prisión de Azkabán para dar caza y muerte a Potter, propiciando así el temido retorno de Lord Voldemort y su sombría corte de mortífagos. Ahora bien, la figura de Sirius Black no es más que un simple trampantojo, un juego de espejos, de falsas apariencias, porque en esta película nada resulta ser lo que inicialmente se presenta.
Posteriormente, tras el alocado, frenético y trepidante periplo a bordo del autobús Noctámbulo, Harry llega al Caldero Chorreante, una suerte de local no muy glamuroso donde se dan cita los taumaturgos más beodos y dipsómanos del universo mágico. En ese cochambroso antro, Potter conoce a Cornelius Fudge, conspicuo Ministro de Magia, quien le advierte de la seria amenaza que representa la fuga de Black, instándole encarecidamente a que se aloje en las estancias del Caldero para aguardar la llegada de sus inseparables amigos, Ron y Hermione, con quienes deberá subir al expreso de Hogwarts.
Una vez acomodados en el vagón del tren, Cuarón nos presenta a los personajes más terroríficos de toda la película, los dementores, una especie de inquietantes espectros, de amenazadores fantasmas, que vorazmente succionan el alma de sus víctimas hasta causarles la muerte más infame que podamos imaginar. Estas pavorosas criaturas atacan con inusitada saña a nuestro protagonista, que, milagrosamente, sale indemne del trance merced a la providencial intervención de Remus Lupin, el nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, magistralmente interpretado por el inigualable David Thewlis. Inmediatamente, la portentosa inventiva visual de Cuarón, combinada y ornamentada por la excelsa partitura de John Williams, quien jamás había compuesto nada más poético, alcanza su cénit: los desvencijados carruajes atraviesan presurosos la villa de Hogsmeade bajo la atronadora y pertinaz lluvia, portando en su interior a los expectantes y trémulos alumnos que se dirigen a la ceremonia inaugural del nuevo curso.
Con un uso encomiable del plano secuencia, Cuarón convierte al espectador en un comensal más del pantagruélico banquete celebrado en el gran comedor, donde un provecto y barbudo Albus Dumbledore, —ahora interpretado por Michael Gambon—, da la bienvenida a los atónitos y embelesados jóvenes aprendices de magia. El Dumbledore de Gambon posee un aire extravagante y atrabiliario, pero indudablemente genial. Recuerden el mandamiento de Jack Sparrow: “locura y genialidad son dos vocablos que suelen coincidir”. ¿Acaso nuestro ingenioso hidalgo, el Caballero de la Triste Figura, no era el mejor ejemplo de loco genial? Desde aquí, con Erasmo de Rotterdam, lanzo una proclama, un “elogio de la locura”.
Precisamente la locura recubre e inunda toda la película, la llegada de Cuarón le insufló a este universo mágico un hálito, un chute de vitalidad y libertad creativa, que alcanzó su clímax en la celebérrima escena del hipogrifo: un Harry exultante y desmelenado recorre alborozado, a la grupa de la criatura mitológica, los parajes que circunvalan los vetustos muros del colegio. Al igual que otros egregios pensadores, como Isaiah Berlin, Stuart Mill o Benjamin Constant, me cuesta ímprobos esfuerzos tratar de comprender el significado de la idea de libertad, si bien es cierto que en el ámbito del séptimo arte lo tengo bastante claro. Esta escena representa la esencia primigenia de la libertad. Como aseveraba Wittgenstein en el Tractatus, existe una diferencia abismal entre decir y mostrar: Cuarón no nos dice qué es la libertad, pero sí nos lo muestra de forma elocuentísima e insuperable.
El curso académico transcurre de manera inexorable, se suceden las diferentes clases y la omnipresencia de la estela maligna de Black se cierne insoslayablemente sobre el imberbe Potter. La atmósfera está sobrecargada y viciada por la deletérea sombra del réprobo de Azkabán; uno piensa, inevitablemente, en la presencia de Orson Welles en El tercer hombre, en el inicuo coronel Kurtz (hipnótico Brando) de Apocalypse Now, en el maquiavélico John Doe, un hierático Spacey, en Seven. Esa presencia, ese carisma, esa garra hercúlea es un atributo exclusivo de los actores excelentes, y Gary Oldman lo es con absoluto merecimiento.
Podríamos prolongar ad infinitum la plétora de encomios y parabienes analizando prolijamente cada una de las escenas que componen la película, pero con ello nos excederíamos del propósito inicial de este texto. Nos conformaremos con dos más: tras la primera clase de defensa contra las artes oscuras, en la que un aterido y atribulado Potter sucumbe ante un bogart con apariencia de dementor, Lupin se reúne con su pupilo en los exteriores del castillo (jamás la saga ha contado con una fotografía tan excelsa, rozando los niveles de la perfección de un Lubezki o de un Almendros bajo la batuta de Terrence Malik; el mérito es de Cuarón y de Michael Seresin, su director de fotografía) y le dirige una de esas líneas de diálogo que permanecen de forma indeleble esculpidas en el tiempo, esas que no se pierden como lágrimas en la lluvia, sino que perduran de forma imborrable en las profundidades de nuestra alma: no hay nada más sabio que el temor al propio miedo; no existe nada más terrorífico que el miedo al miedo, nada más inquietante y estremecedor que ese perturbador genitivo replicativo.
Es en los últimos 45 minutos de metraje cuando el genio desaforadamente creativo e inusitado de Cuarón se desborda como un mar embravecido. El tiempo, el número del movimiento según el antes y el después, —como reza la conocida definición de Aristóteles—, es el eje vertebrador, la clave de bóveda de toda la película. Son recurrentes las imágenes de la torre del reloj y del sauce boxeador, alegorías del suceder de estaciones que jalonan el curso lectivo. En las postrimerías del largometraje alcanzamos a comprender la importancia del transcurrir del tiempo. A lo largo de la historia del cine y de la literatura hemos podido asistir, con mejor o peor fortuna, a numerosos viajes a través del tiempo. No obstante, y con permiso de Zemeckis, o de Harold Ramis, resulta una empresa harto dificultosa hallar uno tan perfecto y logrado como el que nos plantean al unísono Rowling y Cuarón. Tras el apoteósico duelo actoral en la Casa de los Gritos, donde se suceden un cúmulo de revelaciones trascendentales en la trama, que por respeto al lector no vamos a desmenuzar, Harry descubre que el secreto de la ubicuidad de Hermione, omnipresente en todas las clases del colegio de manera simultánea, es una suerte de artilugio, una especie de máquina alquímica, que permite moldear el transcurrir del tiempo. Con un plano secuencia hipnótico y deslumbrante, la cámara atraviesa los engranajes y entresijos del reloj, siguiendo presurosa a los protagonistas en su ardua empresa de enderezar tuertos y desfacer los agravios del tiempo pretérito. Aquí Cuarón se desata, su poesía visual enloquece y obnubila: ¿existe algo más bello, poético y terrorífico que la conversión de Lupin en licántropo durante el plenilunio?; ¿nos ha brindado el cine fantástico una escena más apasionante y apabullante que el vesánico ataque de los dementores a Black?; ¿es posible representar mejor la sempiterna pugna entre las fuerzas del bien y del mal que con el Patronus de la varita de Harry en las gélidas aguas del lago del Bosque Oscuro? Yo creo que no.
Desde aquí reclamo la condición de obra maestra que le corresponde a esta película, porque, como en su día Nosferatu, de Murnau, o Drácula, de Bram Stoker, de Francis Ford Coppola, es una obra que marca un estilo, fija una tendencia y una línea a seguir en el género de fantasía. Es, por tanto, una película seminal, no sólo porque se erige como modelo a imitar dentro de las futuras películas de la saga mágica, sino que desborda la franquicia y se convierte en el arquetipo de la perfecta película del género fantástico y de aventuras.
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