El que tiene boca se equivoca. ¿Y el que tiene ventaja? Pues se aprovecha. ¿Siempre fue así? ¿O solamente desde que el oprobio humano aparece sobre la faz de la tierra? Marcelino Cereijido se embarca en una empresa de pantagruélicas proporciones: se propone en este ensayo concluir si la hijoputez es una cuestión cultural o si existe además un sustrato biológico, si hay algún ingrediente en nuestros genes que nos compele a ser hijos de puta, si los hijos de las prostitutas la han ligado de carambola o realmente tienen algo que ver en el despiole, en esta pandemia inescrupulosa que según él viene esparciéndose sin límites desde la revolución agraria, hace 10000/11000 años.
De allí se deduce que todos estaríamos siendo hijos de puta en potencia (esto yo nunca lo dudé), basta que se den las circunstancias necesarias para que el perverso agazapado asome la nariz. Defiende esta afirmación contando el experimento Milgam, el del asistente encargado de dar descargas eléctricas a una persona con la que supuestamente estaban experimentando. Lo que ignoraba el asistente era que en verdad experimentaban con él y las supuestas descargas no eran tales. La tortura que debía propinar iba de mal en peor y el asistente primero se negaba a continuar, hasta que le comunicaron que si no continuaba los iban a echar a todos, incluso a él. Entonces hizo la vista gorda y siguió torturando: dadas las circunstancias, emergió el hdp.
La hijoputez, afirma el autor, consiste en tomar un atributo biológico para hacer algo lícitamente y después transformarlo en pechina perjudicial. “La pechina, en términos científicos, es la parte de un organismo generada por la evolución con un determinado propósito que luego adquiere una función distinta”. Por ejemplo el pico de loro, que fue generado para comer, mas luego se utilizó para atacar o defenderse. En términos modernos, podríamos mencionar a la OMS, que fue creada para proteger nuestra salud pero ahora es usada por laboratorios y funcionarios corruptos para enriquecerse no matter what, la industria farmacéutica y muchos profesionales de la salud entrarían en el mismo saco.
El autor pone el ejemplo del varón, que al evolucionar con mayor tamaño y fuerza que la mujer aprovechó la ventaja para oprimirla. En cualquier especie en que uno de los sexos sea más poderoso, indefectiblemente se van a cometer abusos. Cereijido da por tierra con el mito “caballeroso” que ponía a la mujer a caminar del lado de la pared. Nos cuenta que viene del medioevo, de la época en la cual por las ventanas se tiraban las aguas negras, así que quien recibía toda la porquería era ella. También niega esto de que dejarla pasar primero es de caballero. Dicha costumbre tiene su origen en mayor seguridad para el hombre, por si se daba una celada o sufrían un ataque. Lo que no menciona el autor es la parte afectiva, los atributos con los que las mujeres hemos venido al mundo, capaces de llevar a un regimiento entero de la nariz si nos lo proponemos; tiran más que una yunta de bueyes, dice el refrán.
¿Y si el problema es que no hemos logrado ser lo suficientemente hijos de puta? “Los animales maximizan su hijoputez (el pico del loro) para sobrevivir entre sus depredadores. Es innato. El hombre pareciera hacer lo propio… aunque quizá el ser humano es tan nuevo en la tierra que no ha alcanzado aún una hijoputez bien desarrollada para la supervivencia, es imperfecta, por eso afecta a otros seres humanos”. “¿Será que la única manera de compensar el mal no radica en promover el bien sino en convencer al perverso de que seremos más hijos de puta que él y lo contrarrestaremos con mayor eficacia? ¿Qué otra cosa son los pactos internacionales, los protocolos, sino despliegues de hijoputez preventiva que tratan de disuadir al hijo de puta en potencia?”. O será que aún simplemente no podemos superar nuestro instinto, el miedo a no tener para comer mañana, como dice mi padre. Entonces tratamos de acumular y acumular y acumular cantidades incluso insalubres, no matter what.
Pone el énfasis el autor en un tema en particular. ¿Quién dispone y aplica las circunstancias? Pues los que tienen el poder, la ventaja, y cuando hay ventaja, ya dijimos, hay aprovechadura. La ciencia está dividida, escribe Marcelino: un 10% la desarrolla el primer mundo, es quien la hace y la comprende, el otro 90% del planeta somos analfabetos científicos. “… los pueblos que tienen ciencia la han usado como instrumento para dominar cuatro quintas partes de la humanidad, transformando al tercer mundo en un medio, un “otro” al que se sienten autorizados para despojar y hundir… en la pobreza… sumiéndolos en el analfabetismo científico”. El analfabeto científico es incapaz de interpretar la realidad que lo rodea, de entender los fenómenos de la ciencia y de la vida. ¿Por qué no se globaliza este conocimiento? Porque el conocimiento es poder… Para que alguien crea los esquemas explicativos de la realidad de la religión tiene que carecer de educación científica”, por ejemplo.
Nos ejemplifica bien didácticamente cómo es que el que malinterpreta la realidad se muere: el pasto no se mueve, la vaca no tiene que hacer mucho, causa por la cual no necesita ser muy inteligente para sobrevivir. Pero si la vaca no se da cuenta de que en cierto lugar no hay más alimento, se muere: es demasiado idiota para ser vaca. Un conejo corre, esquiva, escapa, quien se alimente de ese bicho tiene que interpretar esa realidad, avivarse acerca de cómo cazarlo, por lo cual necesita ser más lúcido que la vaca, si no se extingue. Nueve de cada diez personas no saben interpretar la realidad científica, no saben entender cómo funciona una computadora avanzada, una tomografía, una vacuna de ARNm, el tiempo que se necesita para poder conocer si es efectiva y segura, por ejemplo (lo que están haciendo es un experimento a nivel global [1]; la mayoría ignora que a los países que vienen hace décadas desinvirtiendo en salud les fue mucho peor con el Covid 19, en tanto que Suecia, sin encerronas autoritarias, logró menos fallecimientos que UK, Francia, España; la mayoría ignora que en las residencias la desidia del Estado, los protocolos inútiles, fueron el mal peor [2]; la mayoría ignora que si se tienen pocos respiradores para millones de personas, escaso personal que sepa manejarlos, la tasa de fallecimientos será mas alta y no por el patógeno en cuestión; la mayoría ignora que en un planeta normal una persona no vacunada no es amenaza para una vacunada, de aquí que el “pase sanitario” desde siempre fue un invento hijo de puta, un intento para controlar aún más al rebaño desconcertado, pero como la vacuna no es vacuna porque no protege de la enfermedad… les salió el tiro por la culata. (Aún no hemos llegado a tal nivel de idiotez).
Concluyendo: para que creamos que quedarnos en casa estando sanos es un gesto solidario y empático, para que creamos que por usar una tela en la boca estamos protegiendo a los demás [3], deben mantenernos en la ignorancia, si no, no hay pandemia que aguante. Lo sagrado como excusa de la hijoputez sólo funciona con un pueblo analfabeto. La ciencia, lo mismo, y el bien común, y otras buenistas banderas que son ahora mismo utilizadas por los poderes de turno, autoridades gubernamentales, industria farmacéutica, los dioses del Olimpo de la OMS, etc., para pasar con estas excusas por encima de derechos fundamentales que de otra manera jamás podrían haber sido arrasados como lo fueron durante estos dos años de locura es imprescindible un pueblo analfabeto. ¿Entonces? Entonces lo de siempre, quienes tienen el saber mandan, quienes tienen el saber imponen a su conveniencia; y luego, el saber sin lucidez y sin moral, aprendí durante la pandemia, es solamente un título en la pared, un papelito ñoño, ni menos ni más.
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[1]
[3] Determinan la eficiencia de filtrado ante nanopartículas de materiales empleados en las mascarillas
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