Los espacios del pasado
Uno abandona un lugar más o menos para siempre y su memoria imprime, como una foto fija, la imagen exacta que presentaba ese espacio en el momento en que lo deja. Cuando vuelve al cabo de los años —si es que vuelve—, busca en él los rasgos que el tiempo ha ido borrando con su eficacia habitual, trastocando lo que una vez fue un paisaje hospitalario y familiar hasta convertirlo en algo similar a un país extranjero en el que se siente huésped, pero no inquilino de pleno derecho. Me ocurre siempre que vuelvo a Mieres y salgo a dar un paseo por sus calles. Nunca me he ido demasiado lejos y tampoco he dejado de visitar la ciudad con frecuencia relativa, así que soy bastante consciente de los cambios que ha venido experimentando desde que la abandoné, con mi mayoría de edad recién cumplida. Sé bien que ha cambiado la fisonomía de tal o cual plaza, que donde en mi adolescencia hubo un descampado que frecuentábamos para dar curso a vicios ingenuamente inconfesables se levantan ahora unos bloques de viviendas, que el pabellón donde estudié el bachillerato ha desaparecido porque se ha construido sobre sus ruinas un nuevo aulario más moderno y más anodino que suple las incomodidades de aquellos arcos vetustos y encantadores. Y sin embargo, cada vez que ando por allí mi subconsciente juega a engañarme y voy recorriendo calles y doblando esquinas con la falsa sensación de que me lo iré encontrando todo tal cual lo dejé hace más de veinte años, como si nada hubiera ocurrido entre medias y ese lapso fuese un periodo suspendido, un paréntesis vacío que separa ese pasado que para mí está clausurado con este presente en el que intento seguir unas huellas que no existen. Irrumpe entonces la consciencia de un desarraigo insospechado, la cuestión de si puede uno considerarse de algún sitio cuando ha perdido el anclaje con el suelo en el que se supone que se hunden sus raíces, y me pregunto si es eso una liberación o una condena, y la respuesta es un camino hacia el desasosiego: no son los espacios los que nos definen, sino el tiempo en que los habitamos; y si éste es irrecuperable por definición, la posibilidad de reencontrarnos con aquello que fuimos se irá diluyendo más y más a cada día que transcurre. Uno entiende entonces que nunca podrá volver a casa, o no del todo, y que sólo en la memoria y en sus trampas se asientan los cimientos del único refugio que le dará cabida, aquél donde las sombras del pasado se proyectan en las cavernas del recuerdo y nos procuran un tibio conjuro con el que sobrellevar la intemperie.
Contra lo malo conocido
En los Estados Unidos han empezado a llamarlo Great Resignation y designa el fenómeno que ha llevado a un buen número de habitantes de aquel país a replantearse su vida laboral a raíz de la pandemia y sus derivados —confinamientos domiciliarios, restricciones, la famosa distancia corporal—, víctimas de un desaliento o un cansancio que les han llevado a cuestionar la pertinencia del camino por el que transitaban. La tentación de romper con todo es fuerte cuando se descubre que ese todo es más una carga que un aliciente, que uno no puede dar ya más de sí y que, a fin de cuentas, lo mejor que podía hacer ya está consumado y es preferible emprender nuevos rumbos antes de proseguir la navegación empujado únicamente por la costumbre, o la inercia, o la pena. El protagonista de El bigote, una novela de Carrère que me había pasado extrañamente inadvertida, encuentra de repente su edén particular en el transbordador que une las dos orillas de la bahía de Hong Kong. No lejos de allí terminaron sus días Gauguin y Stevenson, alejados ambos de los mundanales ruidos de los que procedían y entregados a sus quehaceres artísticos, y al primero quiso imitar Stuart Pedrell, aquel empresario que en Los mares del sur, de Manuel Vázquez Montalbán, desaparecía sin dejar pistas, empeñado en contradecir un verso célebre de Salvatore Quasimodo. La vida es un tren que pasa siguiendo un horario impredecible, y por lo general quien se queda en el andén termina obligado a convivir, en el mejor de los casos, con la duda de si no le habría ido mejor en ese viaje que rechazó a causa de su torpeza o su estolidez o su cobardía, de su adhesión a ese refrán absurdo que pretende convencernos de que es preferible quedarse con lo malo conocido en vez de probar lo bueno que está por conocer, como si una vez comenzada una página no nos estuviera permitido pasar a otra, como si no fuera cierto que la única manera de predecir con garantías el futuro consiste en crearlo.
Vida y simulacro
Hace unos meses, en uno de los periodos más duros de la peste, me trasladaba una amiga la desazón que sintió cuando tuvo que dar un concierto en un teatro absolutamente vacío, sin más público que las cámaras que se ocupaban de registrar su actuación para emitirla en directo a través de una plataforma digital. Hace unas semanas, yo mismo me vi padeciendo una situación similar, cuando Marruecos suspendió sus conexiones aéreas con España y me vi obligado a grabar un discurso que, en circunstancias normales, debería haber pronunciado en un auditorio ante los alumnos de la facultad de Hispánicas de la Universidad Mohammed V de Rabat. Siempre he dicho que esa profilaxis digital que hemos dado en llamar streaming puede tener efectos útiles —la llegada a un mayor número de público, la pervivencia de cierta actividad en coyunturas tan perversas como la que tuvimos que atravesar hace no mucho—, pero no debería convertirse por sí misma en un fin porque las pantallas no son la realidad, sino sólo una imagen de ella, y en ese itinerario que transforma la materia en píxel se pierde mucho más de lo que se conserva. Siempre se habla de la importancia de que el público asista en vivo y en directo a una conferencia, a una obra teatral, a un concierto, para que aprecie determinados matices que es imposible registrar y que sólo afloran al contacto con el aire que discurre entre el escenario y las butacas. Lo mismo podría decirse desde el otro lado. Siempre que he tenido que intervenir en público, la actitud o la respuesta de las personas que tenía delante condicionaban mi participación, hasta el punto hacer que disertaciones similares sonaran radicalmente distintas en función de cómo reaccionaran ante ellas mis oyentes. Circula estas semanas un vídeo en el que se ve a la soprano Lisette Oropesa conmoverse cuando un espectador se lanza a completar por su cuenta el aria «Sempre Libera», interpretando la parte reservada a la voz masculina, ausente en ese caso por tratarse de un recital en solitario. La sorpresa inicial da paso a una sonrisa en la que late algo parecido a la felicidad, y el «gracias» que susurra mientras su inesperado partenaire —un tenor chino de veinticuatro años que había asistido al concierto sin ninguna pretensión— termina la tarea da cumplida cuenta de su conmoción y su gratitud. Es un ejemplo extremo, pero ilustra bien las dimensiones del milagro, la magia que puede brotar, y brota, cuando se concibe la cultura como un ágora y no como un escaparate. Cuando el arte aspira a hacerse vida y no se conforma con verse reducido a un burdo simulacro.
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