Hace ya unas semanas leí el libro Lo que hay, de Sara Torres, compañera fundacional. Este libro me empujó a usar bien las vacaciones de Navidad, escribiendo y leyendo, a la vez que me recordó en partes al mío. A ese que borré sin enterarme hace meses y estoy reescribiendo porque a cabra montesa no me gana nadie. El libro de Sara es una novela que quiere ser poemario, desde luego, es mi perspectiva, que es la única que estoy autorizado a compartir. Y mi propio libro es una novela que es poemario. Lo vamos a tener crudo en cuanto tenga que buscarle casa. Poco importa. No conozco a ningún escritor que escriba para ganar dinero. Conozco, eso sí, gente que escribe y gana dinero.
Y esto, el duelo, también me recordó a mí mismo, que llevo en un ciclo interminable de duelos desde el 2019. Solo que yo no soy tan medido como Sara, lo mío es más bien la explosión, la destrucción. Y cuando digo destrucción lo digo a una escala a la que hasta al más salvaje de los lectores le costaría entender. Pero por suerte existen los libros. Por suerte, además, existen las escritoras. Y es que la literatura de ciertas mujeres tiene algo que me sosiega, que me hace ser capaz de contener este jodido calor interno que quiere hervirme el alma, y luego destilarlo con calma en palabras. Para, al final, disfrutar de unos instantes de paz. Luego todo vuelve a empezar, porque es lo que hay si eres yo.
Otro libro que me ayuda a aprender de ladrillos para encontrar los míos propios, y no a base de inspiración de contenido que no es necesaria, sino a base de respirar una emanación que me conforta, es el de Jan Morris. En concreto La casa de una escritora en Gales. El libro va de lo que dice el título, pero trata de más, de nacionalismos, de ese nacionalismo terco y tenaz galés, tan opuesto al escocés, tan sereno frente al irlandés. El libro trata de una pequeña región del mundo a la que le debemos las leyendas artúricas —una de mis pasiones—, del carácter de sus gentes, del valor de entender nacionalismo como proteger lo que se heredó frente a la hegemonía de lo vulgar, lo barato, lo dominante, lo desbarbarizante. Nacionalismo no tanto como una absurda independencia política, sino una defensa de lo heredado, de esa cuadra en la que nació tu abuelo, o aquella otra en la que a tu bisabuelo lo aplastó un buey contra la pared hasta matarlo, de la palabra «paparajote», de los diminutivos, la “s” muda y las palabrotas como parte digna y meritoria de formar parte del lenguaje, del panocho, del cual nadie habla en Bruselas ni en lugar alguno… ¿Se nota que me estoy yendo a lo murciano? En fin, lo cierto es que podría estar yéndome a tantos sitios…
Pero quedémonos en el libro de Jan Morris, ¿de acuerdo? Sus páginas cuentan la historia de Gales a través de la historia del establo que es su hogar. Y esto, a mí, para que vean en qué forma me inspira o ayuda su escritura, me recuerda que debo mantener la mía, mi establo, mi hogar. Que debo construir una casa de escritura en mi interior, como siempre hago, pero no dejar que se derrumbe de tanto en tanto y tenerla que reconstruir. Quizás he de poner contrafuertes con más aliento a sal, y las rocas de los muros han de ser capaces de compensar la caída de cualquier otra rodando ligeramente para darse apoyo. Hay veredas a esa casa que llevan a la misma estancia pero darán distintas luces y ánimos bien cambiantes. Lo importante es que esta casa no se puede vender ni perder.
Y esto lo digo en una situación y en un país en el que uno vive condenado a pensar en dinero. Todo el tiempo pensando en el dinero. En hacer más. Y cuando haces más, quieres hacer más. ¿Pero yo no era antimaterialista? No, por desgracia me veo obligado a creer en la existencia de la materia, pero me gusta tener poco que ver con ella. Si yo detesto poseer cosas. Hasta el punto de que la sola noción de tener un carnet de identidad me atonta y deja desalmado, hasta que me doblego y continúo el paso del borrego al frente. Entonces, ¿qué coño me pasa? Pues que, como me decía un estudiante el otro día, un muchacho que acabará yendo a Cornell y condenado a pensar aún más en dinero, “profesor, en este país para ser pobre hay que tener dinero”. Si ustedes me han leído antes, ya sabrán que este país es Estados Unidos. En caso contrario, seguro que lo dedujeron. Y es así, mi mente está tan capturada entre el duelo, el ciclo destructivo y el dinero, dinero, ero, ero, ero… que se me está cayendo mi casa de escritor independiente encima. De escritor que te dice que a él solo le gusta la literatura de mujeres, aunque lea cualquier cosa que le caiga en las manos, de escritor que desprecia la mayoría de lo que se publica últimamente simplemente porque piensa que con el papel se podrían hacer mejores cosas. Que no tienen por qué ser las mías, recuerden que borro libros sin saberlo, y sepan que nunca he compartido mis poemarios con nadie más que Antonio Gala, no por nada, sino porque la poesía me vacía por dentro, y aunque soy de esos chiflados que correrían sin vergüenza en pelota picá por la calle, como que no me llama el mostrarle a nadie lo único que escribo que considero mío de verdad.
A pesar de todo eso, mi mujer, que es, cómo no, escritora, me presiona para que publique mi poesía. ¿Y para qué? Si la poesía es un niño que nace ya crecido, no necesita ser leído, solo necesita que le den a luz. Pero… veremos. He aprendido que la serenidad y dulzura de mi mujer —ojo, que no se vuelva esto un estereotipo de esposa, ya que guarda la dulzura para cuatro gatos y dos de ellos son, en efecto, gatos— ejercen el mismo efecto calmante sobre mi fuego.
Como ven, hoy me uso a mí mismo para hablarles de escritoras. Y la última solo podía ser mi mujer, que escribió una obra que enamoró a Antonio Gala. Y no sé si lo saben, pero que Antonio leyera algo que le gustara sin objeciones era… bueno, como tenerme a mí tranquilo una hora entera. No me hablen de Cuba, antes de ser cercenada para su publicación —cosa que equiparo en mi mente con la castración de La mirada del ángel por Maxwell Perkins—, es posiblemente la novela más potente, hermosa y melancólica de cuantas haya leído. A mí ya me enamoró su poesía, su teatro, la forma ensimismada en que se pierde en los libros para dejarse atrás este mundo… vaya, por ser una escritora. Que es, con su venia, el motivo por el que es mi mujer, porque nadie crea como ella, aunque ustedes piensen, con justicia, que lo digo con amor de esposo, sepan que el amor viene de su escritura, y no nació de ninguna otra cosa.
Pero ¿cómo es esto que solo encuentras refugio en las voces de escritoras? ¿Y puedes contar la diferencia entre la escritura de una mujer y un hombre? Ni lo sé ni me importa. Son lujos que me he tomado toda mi vida, estos de decir que hay cosas que ni sé ni me importan el por qué son así. Un mal vicio siendo científico, pero es lo que hay. It is what it is. Una vez, una compañera de casa fundacional, que no se creía esto porque era filóloca de roca y martillo, me probó durante más de una hora con cuanto libro encontró en la amplia biblioteca de la Fundación Antonio Gala. Me leía un párrafo o dos y le decía si hombre o mujer —también le decía si entre estos estaba Antonio Gala—.
En resumidas cuentas, yo debo aprender a mantener con amor nacionalista de creador mi casa de escritor para que, por una buena chimenea, quizás encalada, quizás no, salgan los humos estos del luto y el duelo, y ustedes deben leer No me hablen de Cuba, Lo que hay y La casa de una escritora en Gales. Los dos primeros cuentan con la señalita sobre el corazón de Antonio Gala. Y el tercero, sin duda, contaría con su aquiescencia.
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