Es ciertamente maravilloso, y también sorprendente, que el cerebro humano sea capaz de descubrir regularidades en el comportamiento de los fenómenos de la naturaleza; esto es, las leyes a que obedecen. Y que de esta manera seamos capaces de reconstruir el pasado y en cierta medida de predecir el futuro. Pero por muy poderosas que sean las facultades del cerebro —entre ellas el pensamiento simbólico— no podríamos lograr lo antedicho si algunos de los órganos de nuestro cuerpo no permitieran a los humanos emitir los sonidos tan variados y articulados que caracterizan el habla (el aparato fonador humano, boca, lengua, laringe es muy adecuado para ello).
No es exagerado decir que el lenguaje, expresado oralmente y codificado en forma de escritura, constituye la piedra angular sobre la que se asienta la historia humana. Como tantas otras especies, la nuestra podría haber tenido una historia, haberse mantenido, pero sin un lenguaje tan sofisticado como el nuestro no sé en qué medida habríamos prosperado y ciertamente no habríamos sido capaces de producir obras como la Ilíada, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, La Divina Comedia o los Ensayos de Montaigne, ni construir catedrales o crear teorías científicas.
Entre las innumerables cuestiones que los humanos nos hemos planteado hay algunas especialmente importantes. La existencia del Universo y el por qué las leyes de la naturaleza tienen la forma que tienen son, en mi opinión, las más fundamentales; y aunque no creo que podamos dar jamás respuesta a la primera, para la segunda hay propuestas, una —que en el fondo es como una pescadilla que se muerde la cola— es la del “Principio Antrópico”, que sostiene que si esas leyes tuvieran otra forma no podría haber surgido la vida y, por consiguiente, no se plantearía ningún “por qué” o “cómo”.
Más “parroquial” es la cuestión del origen del lenguaje, a la que está dedicada un libro reciente: En busca del origen del lenguaje (Ariel 2021), de Sverker Johansson. Reconstruir, desde sus raíces, “el árbol genealógico” de los lenguajes es muy complicado y ello por diversas razones. Una de ellas se debe a que la capacidad lingüística está relacionada con el cerebro, pero no es posible disponer de restos fósiles de cerebros porque la materia blanda se descompone pronto, aunque es cierto que la superficie interior de los cráneos fósiles da pistas sobre su estructura.
Además, el origen y evolución del lenguaje humano corren paralelos a la historia de la evolución de otras especies, y no solo de aquellas con las que el Homo sapiens está emparentado. Parece que hay un gen, el denominado FOXP2 que tiene que ver con el lenguaje —hace tiempo que se descubrió que algunas mutaciones que se producen en él originan trastornos en la capacidad lingüística—, pero se trata de un gen que está presente en todos los vertebrados y que en los mamíferos posee prácticamente la misma estructura. Pero no hay que olvidar que hace ya tiempo que perdió mucho predicamento la idea reduccionista de que genes individuales, aislados, son responsables de características biológicas específicas. Se ha comprobado que algunos genes interaccionan entre ellos; así, el FOXP2 controla y bloquea la actividad de otros genes y muestra su actividad en varias partes del cuerpo, algunas de las cuales carecen de relación con el lenguaje, al menos que se sepa.
Si se acepta que la existencia de vestigios de una cultura y un arte simbólico, como pueden ser las pinturas rupestres, denota grupos de individuos capaces de comunicarse entre ellos con alguna forma de lenguaje, entonces hay que suponer que otras especies con las que estamos emparentados poseyeron un lenguaje. Evidencias arqueológicas parecen indicar que el Homo erectus, los homínidos que vivieron entre hace 1,9 millones de años y 117.000 años, empleaban lenguajes (los restos más antiguos conocidos de Homo sapiens datan de hace poco más de 300.000 años, aunque erectus y sapiens no convivieron en la misma zona). En How Language Began (Cómo comenzó el lenguaje; Profile Books, 2017), el lingüista Daniel Everett, conocido entre nosotros por su libro No duermas, hay serpientes (Turner, 2014), se ha referido a las habilidades de los erectus en los siguientes términos: “El habla y lenguaje de erectus puede haber sido significativamente diferente del de los humanos modernos, pero aun así habría sido un lenguaje completo; no hay necesidad de suponer que hablaban un protolenguaje”.
La cultura, que no puede existir sin relaciones sociales entre individuos, es fundamental para los lenguajes. En palabras de Johansson: “Un niño que se vea obligado a criarse sin contacto social y comunicación humana no aprenderá a utilizar el lenguaje”. Es posible, aunque no seguro, que sea cierta la teoría de que existe en nuestra especie algo biológico innato que nos dota de una capacidad lingüística (Noam Chomsky sostiene que ese “algo innato” es la gramática, una gramática en cierto sentido rigurosa y no contaminada por todas esas excepciones que tanto sorprenden a los niños cuando empiezan a balbucear), pero de todas maneras necesitamos de otros elementos para entender la existencia del lenguaje. Como escribió el poeta metafísico inglés John Donne (1572-1631): “Ningún hombre es una isla completa en sí misma; cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo […] Y por lo tanto, nunca mandes a nadie preguntar por quién doblan las campanas, doblan por ti”.
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Artículo publicado en El Cultural.
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