Ubicada en La Mudarra, en el corazón milenario de Tierra de Campos, la Fundación Godofredo Garabito y Gregorio es un perfecto resumen del trabajo realizado durante una década en pro de la cultura, en ofrecer eventos de calidad en el mundo rural, y en potenciar el talento joven. Hace unas semanas, la Fundación organizó un encuentro, en mitad de un otoño dorado, para nombrar a sus dos patronos de honor: los veteranos periodistas Raúl del Pozo y José María García.
—¿Qué es La Mudarra?
—Es el centro del universo literario. (Risas). La Mudarra es el nombre de un pueblo de Valladolid, pero cuando yo era pequeño y jugaba con mi abuelo en el jardín del caserío, siempre que quería volver adentro, al calor de la chimenea o de sus historias le decía, “Abuelo, ¿podemos volver a La Mudarra?”. Para mí ese nombre designa el hogar y también un estilo de vida o una manera de entender el mundo. Conozco a gente de Levante que habla de su “Mediterráneo moral” como una referencia histórica. Pues La Mudarra tiene cinco siglos de historia; es mi referencia. Yo tengo una “Mudarra moral”.
—¿Cómo nace la Fundación Godofredo Garabito y Gregorio en La Mudarra?
—Pues nace por hacer justicia a la figura de mi abuelo, Godofredo Garabito, un señor que había sido capaz de dinamizar la cultura de Castilla y León durante casi 50 años siéndolo literalmente todo: Académico de la Real Academia de Bellas Artes, articulista del diario El Norte de Castilla, poeta, anticuario… un impulsor de proyectos. Me daba una pena profundísima que cuando este hombre muriese su memoria quedase en nada. Yo le preguntaba a mi abuelo: “Oye, Godo, ¿por qué no montas una Fundación?”. Y él, sabiamente, siempre me respondía lo mismo: “Porque hay que darle muchas explicaciones a Hacienda. Cuando me muera haces lo que te dé la gana”. Y ya ves, me lo tomé al pie de la letra (Risas). Mira, yo creo que el deber más importante de los nietos es conseguir que la memoria de los abuelos sobreviva.
—Sin embargo, la Fundación es mucho más que la memoria de tu abuelo.
—Por supuesto. En ningún momento quisimos que la fundación girara únicamente en torno a la figura de Godofredo Garabito, pero decidimos coger uno de sus lemas vitales como eje para vertebrarla: “aunar voluntades”. A mí esa frase me ha parecido siempre el mejor resumen de la trayectoria vital de mi abuelo. Eso implica, por un lado, crear equipos; por otro, conseguir hacer un proyecto público-privado, cosa que en este país es complicadísimo. Cuando nosotros decidimos no incluir a ninguna institución pública en el Patronato, eso nos complicó durante años la existencia, pero ahora está comenzado a darnos, por fin, un respiro y hasta satisfacciones. Somos, hoy por hoy, muy libres de trabajar con cualquier institución de cualquier signo político, pudiéndonos centrar exclusivamente en los intereses culturales de la propia Fundación.
—¿Quiénes integran la Fundación?
—Pues el Patronato lo integramos cuatro personas. Y parece mentira que, después de diez años y todo lo que hemos luchado y conseguido, lo hayamos hecho un grupo tan reducido de miembros. Somos un presidente, este servidor; una vicepresidenta, la hija de Godofredo Garabito, claro; el director de comunicación, que es Jorge Francés; y Alfredo Fernández, nuestro abogado, el encargado de los asuntos legales y, lo más importante, de que las cuentas cuadren.
—La Fundación gira en torno al caserío de La Mudarra. ¿Cuál es el origen de esa casa magnífica?
—Es verdad que este proyecto no se puede sostener sin dos ejes. Uno es mi abuelo Godo, el otro el sitio donde él nace, La Mudarra, un caserío que pertenece a la familia desde el siglo XVII. Sin embargo, el origen es anterior. Esta casa fue construida por los almirantes de Castilla en el siglo XV, los cuales tenían también un palacio en Valladolid, destruido en el siglo XIX para levantar el Teatro Calderón, y por supuesto tierras y propiedades en Medina de Rioseco, un pueblo que en el siglo XV era, sin lugar a dudas, el centro del mundo. No podemos olvidar que todo el comercio de Indias pasaba por Medina; su mercado era uno de los mercados modernos más potentes que existían. La gente se queda maravillada cuando visita este pueblo en mitad del páramo de Tierra de Campos y se topa con las cuatro imponentes iglesias de dimensiones catedralicias. La Mudarra era pedanía de Medina de Rioseco en el siglo XV, y un hijo segundo de los almirantes de Castilla manda construir casa allí porque le debía de caer a medio camino entre Valladolid y Medina, claro.
—Una casa familiar conservada de generación en generación durante cuatro siglos. Hoy en día eso parece ficción.
—Estamos muy orgullosos de esas raíces. Mi familia desciende de labriegos gallegos que bajaban en el medievo todos los estíos a segar, y en un momento determinado, andando el siglo XVII, se quedan a vivir en La Mudarra gracias a que hicieron, no sé muy bien cómo, una pequeña fortuna. Compraron esta casa, y desde entonces están vinculados a ella y a su jardín de cipreses. Mi abuelo me solía contar, emocionado, que él vio morir a su abuelo en la habitación superior. Puedes imaginar que para nosotros La Mudarra es la historia de una saga, el resumen de una vida y un lugar singular construido a base de obras de arte: pinturas, esculturas, objetos hermosos y libros, entre los que conservamos dos pequeñas joyas: las cartas fundacionales de Santa Teresa, y la segunda edición de la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz.
—Pero tú, Guillermo, eres muy joven. ¿Cómo decides abandonar la bulliciosa vida de Madrid, donde además trabajas, e irte allí, a Tierra de Campos, en Valladolid?
—Pues porque en realidad no vale de nada tener un discurso y no predicar con el ejemplo. Nosotros, hasta que empezó la pandemia, teníamos la oficina de la Fundación en el centro de Valladolid, al lado de la catedral, pero aquello no casaba con nuestro discurso, pues lo que queríamos era potenciar el medio rural de Castilla y León, que falta le hace, y hacerlo a través de la puesta en valor de la noble herencia cultural. Y mira, siempre terminábamos las reuniones con la frase: “A ver si venís a La Mudarra y así la conocéis”. Entonces, cuando la pandemia nos obligó a encerrarnos y pensar con calma, nos dimos cuenta de lo equivocados que estábamos. Decidimos que las reuniones se harían en La Mudarra, y allí nos llevamos las oficinas y mi lugar de residencia. Desde entonces hemos logrado que pase por La Mudarra muchísima gente del mundo del periodismo, las artes y la cultura que se han hecho eco y han propagado las noticias sobre ese lugar, la Fundación y sus proyectos. La visibilidad ahora es muchísimo mayor. No podemos estar más satisfechos con esa decisión. Al final, estar en el medio rural y actuar desde allí es la única fórmula para lograr dinamizarlo.
—¿Cuáles son los objetivos de la Fundación?
—Por un lado promocionar la cultura, y por otro guardar la memoria de mi abuelo, pero de una manera especial, como te decía antes, es decir, seguir haciendo lo que él hizo toda la vida: dar oportunidades al talento joven. Por eso, unos de los eventos de referencia de la Fundación, el Ciclo de Verano de Música Clásica, siempre pivota en torno a estudiantes de conservatorio con unas trayectorias brillantes, como el último, integrado por músicos internacionales que no superaban los 35 años y que habían tocado en Nueva York, Sídney o Japón, pero nunca aquí, en su ciudad. Eso es terrible. Como yo eso lo sé bien, desde la Fundación se trata de brindar oportunidades a la gente joven que merece, por talento y esfuerzo, todo el impulso posible. Como en su momento hizo mi abuelo.
—Hablas de Godofredo como nieto. ¿Cómo hablarías de él como periodista?
—Pues comenzaría la crónica diciendo que era un hombre “todoterreno”, que en un momento determinado de la vida decide que lo que realmente le interesa es la Historia y se sumerge en ella, concretamente en el periodo de los Trastámara. Absorbían sus estudios y su pasión intelectual todo lo relacionado con los Reyes Católicos, el descubrimiento de América y Carlos V. Pero a la vez era un poeta con una sensibilidad tremenda, capaz de componer un soneto de cabeza (yo le he visto hacerlo) acentuando sin dudar y a la perfección. Y al mismo tiempo era un romántico esteta que se movía por el mundo con espíritu de coleccionista, un tipo interesado en las antigüedades y las obras de arte, pero sobre todo en las personas tras los objetos, y en sus vidas.
—Fue amigo, además, del gran artista e ilustrador Eduardo García Benito.
—Y gran desconocido, me temo. Efectivamente, Eduardo García Benito fue uno de los más prestigiosos portadistas en los años 30, 40 y 50 de Vogue y Vanity Fair. El artista, que como todos estos personajes singulares tiene una biografía para recuperar, alcanzó el éxito internacional, fue multimillonario y se arruinó dos veces. Solía decir que con lo que cobraba con una portada al mes (y hacía dos), vivía desahogadamente seis meses a caballo entre París y Nueva York. Ese era el tipo. Se arruinó en el crack del 29, y en vez de tirarse por una ventana se puso a trabajar y se volvió a forrar, hasta que lo estafó su marchante. Llegó sin nada a Valladolid, casado con una parisina bellísima y ambos se instalaron a las afueras, en una casa sin apenas comodidades. Ya viudo, con los hijos en Estados Unidos y tan impedido que ni siquiera podía subir a su casa, un cuarto sin ascensor, su fama, su talento y su obra no le sirvieron para nada pues, como siempre, la administración se desentendió. Entonces mi abuelo se convirtió en su valedor y en su amigo. De hecho, la Diputación de Valladolid tiene hoy gran parte de la colección de García Benito gracias a las gestiones de mi abuelo como asesor cultural. O sea, como te decía, Godofredo Garabito era un todoterreno de las buenas causas. Un filántropo. Y de eso ya no queda. Realmente reivindicamos la figura de mi abuelo porque hoy en día es un perfil en peligro de extinción. Él siempre decía que lo que hubiera deseado ser en la vida, realmente, era paje en la corte de los Médici. Con eso te resumo bien la filosofía vital de mi abuelo.
—Vamos, que además de la filantropía le gustaba la acción, porque esa corte era de todo menos tranquila.
—Sí, lo mismo podías acabar de paje que de papa, cosa que tampoco le habría disgustado…(Risas).
—¿Cuáles son las actividades culturales que han surgido o se han desarrollado en la Fundación?
—Pues se dice pronto, pero llevamos diez años dándonos cabezazos contra administraciones públicas y empresas privadas para hacerles entender las posibilidades de la cultura y las capacidades reales de esta Fundación. Empezamos con una actividad que es nuestra seña de identidad. Quizás es la más pequeña que organizamos, pero sin duda es la que más simbolismo tiene para nosotros: una velada de música clásica con la que abrimos todos los años la temporada de verano en el jardín de La Mudarra. Nunca olvidaré aquel primer concierto de música clásica interpretado por un jovencísimo guitarrista neoyorkino brillante y un chelista vallisoletano, profesor en el conservatorio de Berna. Este año hemos celebrado el décimo aniversario de la Fundación cumpliendo un viejo sueño: traer un ballet al jardín de La Mudarra, pues era casi un reto, ya que todo eran dificultades técnicas y escollos de todo tipo. Al final pudimos superarlas, y ha sido como conquistar un territorio espiritual. Derribadas las murallas de todas aquellas negativas, yo ya puedo decir que, a mis 29 años, he cumplido. Puedo morir tranquilo.
—El último acto de la Fundación, el pasado mes de octubre, no fue musical sino periodístico.
—Nosotros teníamos muchas ganas de traer a los compañeros y amigos a La Mudarra, porque les habíamos hablado muchísimo de ese lugar. Alguno, al buscar la geolocalización, nos llamaba para decirnos: “¿Pero adonde pretendes que vayamos, Guillermo? Eso está en mitad de la nada”. Por eso decidí traerlos hasta aquí poniendo nosotros, la Fundación, los medios, y que así pudieran entenderlo por fin. Para mí, como periodista y amigo, pero también como patrono de la Fundación Godofredo Garabito, poder tener aquí unos días a los colegas e invitarlos a comer y conversar a la sombra de los cipreses, era un sueño. Y para la Fundación, esas dos jornadas han sido de lo más rentables, pues una semana o dos después mis amigos, estos grandes periodistas, siguen hablando en sus periódicos de La Mudarra. Hemos conseguido que un pueblo en el que apenas viven 35 personas en invierno haya estado en todos los periódicos nacionales durante una semana. Eso es un logro impagable.
—Y ahora en Zenda.
—Bueno, y ahora este regalo vuestro en Zenda, efectivamente. Impagable, ya te digo. Es que mira, a raíz de la pandemia han desaparecido casi todos los encuentros de los premios, que era donde nos reuníamos precisamente los colegas del gremio, y todo es mucho más complicado. Se nos olvida que en España, y yo eso lo digo mucho quizás porque soy de Valladolid, se escribe desde las esquinas del mapa. Hay mucho periodismo fuera de Madrid, y gran parte lo hacen periodistas que además son amigos míos. Poder juntarlos una vez al año como mínimo justifica y compensa cualquier evento.
—La pandemia ha modificado muchas cosas. ¿También se ha visto afectada la manera en que se hace periodismo?
—Sobre todo la manera en que los periodistas nos relacionamos. La buena salud del periodismo depende de las lecturas, claro, pero sobre todo de la calle, de los encuentros, los chivatazos, las filtraciones, las fuentes, las charlas de barra o de café. El cuerpo a cuerpo, digamos. Y ahora eso no se da, y no solo por las prisas, sino por lo polarizada que está la sociedad; a nadie le interesa sentarse ya en una mesa con alguien para que te lleve la contraria. Y es de lo único de lo que en realidad se aprende. En La Mudarra, el otro día, estábamos sentados hijos de nuestros padres completamente dispares, con opiniones políticas diametralmente opuestas, y sin embargo nos entendimos perfectamente bien.
—¿Y eso a qué se debe?
—Pues creo que fundamentalmente al sosiego, a que no teníamos prisa y no había cámaras. Eso es definitivo para el éxito de este proyecto. Fíjate que los veinte o veinticinco periodistas que estábamos allí reunidos en el jardín de La Mudarra en ningún momento sacamos el móvil para hacer fotos ni la libreta para apuntar, aunque solo fuera por deformación profesional. Estábamos tranquilos y a gusto, y al final es eso lo que invita a la reflexión: tener tiempo para escuchar opiniones distintas. Creo que, extrapolando la teoría a algo más general, eso es lo que nos hace falta como sociedad: volver a ponernos frente a la gente que es mucho más brillante que uno y aprender a escuchar.
—Pero el motivo de ese encuentro entre periodistas en La Mudarra no era solo la tertulia; había una razón de peso.
—Absolutamente. Homenajear a Raúl del Pozo y a José María García rodeándolos de amigos periodistas para acompañarlos. Contar con la presencia de los mejores periodistas del panorama en el jardín de La Mudarra (y tú estabas allí, no lo olvides) era el verdadero homenaje. Si todos los años nos permitiesen los medios y la oportunidad juntar todo el talento que logramos reunir aquella tarde, pues ya merecería la pena seguir luchando para conservar la Fundación.
—Hablando de talento, ¿cómo ves el panorama periodístico actual?
—Yo creo que hay tres generaciones en activo. Están los tótems, por encima del bien y del mal, como Raúl del Pozo, por ejemplo, que hace que uno abra El Mundo cada mañana por la contraportada, porque Raúl no defrauda nunca. Por otro lado está la gente que ahora anda entre los cuarenta y los cincuenta años, en pleno brillo periodístico, capaces de mezclar las lecturas, la experiencia y los destellos de la madurez reflexiva. Y luego hay una generación de jóvenes periodistas que irrumpe con fuerza en el panorama, pero exactamente igual que hace sesenta años, cuando Raúl del Pozo y tantos otros llegaron a Madrid dispuestos a comerse el mundo y lo que hiciese falta. Estos grupos hacen hoy un periodismo excepcional.
—¿No ha bajado la calidad de los periódicos?
—Se dice mucho, pero es que eso es mentira. Quizás lo que hay son menos páginas, hay menos recursos, menos oportunidades, la competencia es mayor y, por lo tanto, destacar es mucho más complejo. Pero vamos, a poco que te fijes ves que se hace un periodismo con una garra y una pulsión que ya quisieran otros países.
—A lo mejor te ciega la pasión por tu trabajo.
—No, no, en absoluto. Mira, nuestro encuentro en La Mudarra giraba en torno a la columna periodística, que en España yo diría que es casi un género literario, un fenómeno exclusivo del periodismo de nuestro país, muy difícil de explicar en otro lugar del mundo. Tú propones a cualquier periodista extranjero que mezcle el humor ácido con una memoria histórica y literaria milenaria y a eso le añada la actualidad más rampante, y te puedo asegurar que el periodista de turno enfrentando a ese reto te dirá “¿pero qué coño estás haciendo?”. Pues eso es nuestro columnismo: un cocido de caldo sabrosísimo y milenario cocinado diariamente en las páginas de los periódicos con los restos (los tropezones) de la actualidad.
—¿Por qué decides dedicarte al periodismo, Guillermo?
—Yo tenía 14 años cuando mi abuelo, que se negaba a usar máquina de escribir y mucho menos ordenador, me pidió que le ayudara a transcribir sus columnas. Aquello determinó mis gustos y mi futuro. Era inevitable que yo terminara, años después, tratando de ganarme la vida con una profesión que amo y que aprendí de un hombre admirable.
—¿Qué prefieres hacer dentro del periodismo?
—Sin duda la columna tiene para mí un vicio y una ventaja incomparables, que son los aplausos y los abucheos del día después. Cuando te acostumbras al pulso de escribir cada día 500 palabras y la adrenalina del veredicto no tarda ni 24 horas, ¿para qué necesitas escribir otra cosa?
—¿No has pensado en escribir la biografía de tu abuelo?
—No. Me perdería demasiado en los detalles. Probablemente sería entretenida, pero no una biografía. Sería más bien una sucesión de anécdotas. Pero bueno, tengo cinco hermanos pequeños. Todavía hay esperanza.
—¿Cuáles son tus ambiciones personales, Guillermo Garabito?
—Pues las he ido perdiendo, porque Ruano ganó el Cavia a los 29 años, y yo el año que viene cumplo 30; se me han jodido todas mis expectativas laborales (Risas). Mira, en serio, ya me doy con un canto en los dientes si puedo seguir viviendo de los periódicos. Es que siempre lo digo: no he encontrado un trabajo mejor. Por eso sigo esforzándome e ilusionándome cada día, en cada columna, en cada artículo. Además, descartados en un primer momento el Nobel y el Cervantes, vivo con la saludable incertidumbre de que el Premio Mariano Cavia de periodismo me terminará llegando.
—Eso era lo que yo quería que admitieras públicamente, Guillermo.
—Pues ya lo he dicho. Ya tienes el titular (Más risas).
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