Escribí hace poco a Aloma Rodríguez, y le dije: “Todas seréis autoras injustamente olvidadas”. Aloma acababa de publicar un artículo sobre un artículo de Carmen G. de la Cueva sobre un artículo de Ignacio Martínez de Pisón sobre la obra María de la O Lejárraga. Tengo mucho que decir sobre esta escalofriante cadena de acontecimientos.
Yo le tengo mucho cariño a Lejárraga por una sola frase, que cité en mi podcast Todo está en los libros (Sonora). Dice: “Aunque mi madre me lleve de la mano, puede atropellarme un coche”. Es una única frase sí, que leí en un ensayo de Carmen Martín Gaite, pero de muchos autores no me queda nada después de recorrer cientos de sus páginas, ni una sola idea. Con esa frase de Lejárraga, se define la epifanía fatal de un niño que comprende que sus padres no son todopoderosos.
Además, justo estos días ando leyendo Cartas a las mujeres de España (Renacimiento), una suerte de columna periodística monotemática que firmó Gregorio Martínez Sierra y escribieron ambos, marido y mujer. Como es sabido, Lejárraga era la autora verdadera de muchas de las cosas que publicaba su esposo, algo sin duda interesante (incluso más interesante de lo que parece: quién sabe si a veces el amor consiste en ocultarse) y que ha dado para muchos artículos y tramos de ensayo.
Mientras leía las cartas, un tanto grotescas, pero sin duda curiosas, me preguntaba quién habría escrito cada una, y si le convenía a Lejárraga ser autora de todas, pues en algunas se incurre en adoctrinamientos pre-franquistas, muy Falange, con las mujeres. (“Niñas: deben ustedes a su cuerpo reverencia máxima (…). ¡No prueben ustedes el vino ni siquiera en chanza! En la antigua Roma (…) se consideraba deshonra para la mujer haber bebido vino una vez en la vida.”)
El encadenamiento de artículos sobre la valía de Lejárraga me hizo pensar en la suerte que tiene Gregorio Martínez Sierra. Yo no he leído ni una coma de Gregorio Martínez Sierra. No sé ni en qué década escribió. Tuve mis momentos de interés por la literatura más profundamente española (Eduardo Zamacois, Carranque de Ríos, Silverio Lanza…), pero nunca había visto (y, si lo vi, memorizado) el nombre de Gregorio Martínez Sierra. Ahora mismo sería incapaz de citar un solo libro suyo, o el título de una de sus obras de teatro.
Lo que quiero decir es que, porque Lejárraga le escribió en la sombra muchas de sus páginas, Gregorio se ha vuelto inolvidable, un nombre fundamental de la literatura española. Diríamos incluso que lo de Martínez Sierra es como lo del que mata al presidente para pasar a la historia, o quemar la biblioteca de Alejandría. Gregorio Martínez Sierra, en su felonía, ganó la fama, bien que postrera. Es tremendo.
Se suma a este absurdo (recordar a un autor olvidado que debería estar aún más olvidado porque ni siquiera escribió aquello por lo que en su día alguien supo quién era), se suma, digo, al absurdo parentético este otro ya tan recurrente de considerar a una autora del montón como “injustamente olvidada”. El proceso es el siguiente: cuando un autor muere, su libros pierden promoción, pues estar vivo, para un artista, es estar vendiéndose, así sea solo porque se publican libros nuevos que agitan los anteriores o simplemente porque le dan algún premio; pasan diez años, pasan veinte, pasará medio siglo y de ningún autor muerto hace cincuenta años se recuerda nada, salvo en el caso contado de tres o cuatro, como muchísimo. Ahora mismo pareciera que en los años 60 sólo se publicó Tiempo de silencio (1962), de Luis Martín Santos. En los años sesenta se publicaron miles de libros, había cientos de autores, quizá más de mil, y no ha quedado ninguno, como no quedará ninguno (tres o cuatro) de entre los que publicamos hoy.
Entonces, entre esos cientos y cientos de autores olvidados, cuyos libros no se reeditan, y que no figuran en los manuales escolares, hay, claro, algunas mujeres. A lo mejor “se olvidan”, de aquellos años, 100 escritores por cada escritora a su vez “olvidada”. Pero esta escritora olvidadísima se re-publica al calor de la histérica refacción de nuestros días, y se dice: era buenísima, y por ser mujer, nadie la lee ya. Normalmente ese ser buenísima quiere decir que la autora sabía poner el sujeto, el verbo y el predicado uno detrás del otro. Con eso vale, con que sea mínimamente legible en nuestro tiempo.
La práctica es similar a esa que dice «miren cómo eran atacadas las mujeres escritoras», y entonces se citan cuatro denuestos de varios hombres hacia una escritora concreta. Lo que no se dice es que hay miles de denuestos de miles de hombres contra escritores concretos, y no pocos de escritoras contra otras escritoras. Poner a parir a otro escritor no es heteropatriarcado; es normal.
Pisón pone a parir, elegantemente, a María Lejárraga. No le gusta. Carmen G. de la Cueva considera eso misoginia. Hoy la misoginia es sectorial, regional, metonímica. O sea, si entendemos como misoginia la aversión a las mujeres, y como misoginia literaria la aversión a la obra escrita por mujeres, la misoginia de nuestro tiempo es criticar a una sola mujer, a una sola escritora, da igual que te gusten decenas de mujeres escritoras, fuera de la que afirmas detestar, da igual que muy de tarde en tarde oses decir que una mujer escribe mal y que muy de seguido digas que una mujer escribe bien. Ya eres misógino porque no te gusta la obra de una sola escritora en todo el mundo.
Cuando un hombre (porque si es otra mujer, como apunta Aloma, la que critica a una autora entonces la jurisdicción cambia, entendemos), cuando un hombre, digo, publica un artículo donde critica la obra literaria de una mujer, lo primero que habría que decirle es esto: gracias. La gente, y no digamos la gente del mundillo literario, no acaba de entender el milagro que es que alguien te lea, entre todo lo que hay que leer y todos los ocios alternativos que compiten con la lectura. El hecho de que Pisón se haya molestado en leer a María Lejárraga sólo habla bien de él, como habla bien de mí que me esté leyendo una cosa tan pequeña como Cartas a las mujeres de España y no los ensayos de Vargas Llosa sobre cultura francesa. Es esa curiosidad, ese honor que, como lectores, le hacemos a un libro el que nos da un derecho fundamental (no recuerdo si Pennac lo incluía): el derecho a decir lo que nos dé la gana sobre lo que hemos leído.
Ese derecho, amigas, incluye los libros de Lejárragas y Ernauxs. Los libros de cualquiera.
Lo extraordinario del caso Lejárraga es que sus libros ya eran malos antes de que pudieran ser buenos porque los ha escrito una mujer. Es decir, Gregorio Martínez Sierra, secretamente no autor de sus libros, ¡no le gustaba a nadie!, ¡nadie lo leía ni por error! ¿Cómo cojones van a ser sus libros buenos de pronto, sólo porque los escribió en realidad María?
Este caso, como digo, es fascinante. Hay quien cree que hay que leer a Gregorio Martínez Sierra justo ahora que no ha escrito sus libros.
Carmen G. de la Cueva, a la que traté brevemente hace años, coloca (o le han colocado) una entradilla espeluznante en su artículo contra Pisón. Dice: “Hay una corriente misógina que suele usar sus espacios de privilegio —sobre todo, las columnas de opinión en grandes medios— para decir que cuanto las mujeres hacemos o hicimos es irrelevante, por decreto”. La cantidad de barbaridades y molinos de viento que comparecen en esta frase me admira.
Carmen señala, como ven, “una corriente misógina”, así en general, que, muy muy por lo general, trabaja para reducir a la irrelevancia la obra (entiendo que tanto artística como de otro tipo) de las mujeres. Que la hay ahora, en abril de 2023. Spoiler: no la hay.
Lo que hay son cuatro tipos honrados que, muy de vez en cuando, se atreven a romper el cerco moral impuesto por la presión ambiente y dicen algo tan sencillo como: no me gusta esta escritora, o no me gusta la película de esta directora, del mismo modo que hace cuatro días dijeron algo similar de un autor o de la película de un director. Lo que hay es un negocio del victimismo del que Carmen G. de la Cueva vive muy precisamente, por lo que necesita que haya corrientes misóginas, espacios de privilegio y dragones en los campanarios.
Llamar “espacio de privilegio” a “las columnas de opinión en los grandes medios” es a su vez interesante. Desde luego, el uso público de la palabra es —lo he dicho mil veces— un privilegio, pero no te va a durar mucho si lo “usas para”. Para alabar novelas de tus amigos, para contar que estás triste, para desear feliz cumpleaños a tu mamá… En rigor, la columna es un espacio de trabajo, y tu trabajo es decir algo de algún interés. No todos podemos vivir de hacer siempre exactamente la misma columna de denuncia del heteropatriarcado y la misoginia mundial con exactamente las mismas palabras, anacoluto más, anacoluto menos.
De hecho, si hay alguien que me hace pensar en la columna como espacio de privilegio son algunas firmas femeninas. Hace poco leí una pieza donde su autora nos contaba que, si bien antes cenaba en el hotel, ahora le gusta más ir al restaurante. Eso era la columna: que antes cenaba en los hoteles de sus viajes y ahora prefiere explorar la restauración local. Eso sí es un privilegio: publicar cosas que no le interesan a nadie.
Como todo esto es ridículo, y lo entiende un niño de doce años (que porque no te guste una escritora (¡JK Rowling, por ejemplo!) no significa que odies a todas las mujeres escritoras), apuntemos el nuevo horizonte que se abre ante nosotros. Hay, hoy en día, cientos de escritoras españolas, una cantidad increíble (me parece muy bien: me da igual). Tantas (a lo mejor hay dos mil escritoras vivas ahora mismo en España, amigos), tantas, que dentro de un siglo habrán sido injustamente olvidadas mil novecientas noventa y cinco mujeres que vivieron y publicaron en el primer cuarto del siglo XXI.
Vaya jaleo va a ser recuperarlas a todas.
Y mientras, Rosa Chacel y Mercè Rodoreda, las buenas de verdad, sin abrir.
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