El sujeto no puede distinguir entre una lechuga y un puerro, pero así y todo ha conseguido ser ministro de Agricultura, Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. Lo conocemos en ese cargo, donde ya demuestra su inclinación por la torpeza, la hipocresía, el cinismo, la codicia y una cierta fatuidad; también una pericia sobrenatural para dejarse humillar todo lo que sea necesario con tal de que los peces gordos de su partido sigan usándolo de títere y no le cancelen los beneficios. Su relación con la prensa siempre está mediada por un blindaje contra el ridículo: una cara extremadamente dura. Tampoco le importa demasiado lo que sucede, sino principalmente el burdo relato que junto con su portavoz trama, escribe o tergiversa cada día. Cuando la opinión pública descubre a Juan Carrasco, ebrio como un cosaco y atiborrándose de caviar a cincuenta euros la cucharada durante una festichola clandestina en la embajada rusa, el sujeto manda difundir que estaba realizando una “degustación” de productos típicos en su carácter de sacrificado ministro del área. Le piden luego que se presente como mero sparring en una elección interna y que pierda con el presidente del gobierno de España, y más adelante, piensa seriamente si no debería crear una fuerza política propia, por cierto sin metas ni ideologías, pero con dudosas formas de financiamiento. Se nos informa que su carrera comenzó en Logroño, donde ha sido alcalde y donde se destapan ahora antiguos escándalos de gruesa venalidad; concretamente, un fuerte empresario de la obra pública —acorralado por las pruebas— le confiesa a una jueza cómo se generaban sobreprecios para que el funcionario adjudicara a su favor y se quedara con las coimas. La situación es apremiante, y Carrasco debe conseguir 150.000 euros de fianza para no ir a parar a la cárcel. Es entonces cuando, ya abandonado por todos, el sujeto piensa en la Argentina. Y le anuncia a su atribulado asistente: “Soy un preso político”. El muchacho intenta explicarle lo obvio: “No, Juan, eres preso y político. No te persiguen por tus ideas”. Haciendo caso omiso a ese detalle sin importancia, a ese excesivo celo semántico, Carrasco irrumpe a las cuatro de la mañana en nuestra embajada en Madrid y le explica a nuestro embajador que desea pedir asilo en esa sede, bajo el argumento de que él es un perseguido: “Me quieren callar —murmura—. Pero no lo van a conseguir”. El embajador lo recibe en robe de chambre, le ofrece un whisky y le explica que debe esperar a que despierte el canciller en Buenos Aires para consultarlo sobre su intempestiva solicitud. Mientras tanto, quiere saber algo en la confianza de esa madrugada a solas: “¿Vos robaste?” Carrasco se revuelve en su silla: “¿Qué quiere decir robar?”. El argentino asiente y sonríe: “Sí, es una pregunta filosófica”. Y a continuación le narra una vieja desventura: hace mucho tiempo él militaba en la ciudad de Rosario y un día aceptó un soborno de otro empresario de la construcción; estuvo siete años preso, y después por esas cosas de la calesita de la política logró que un amigo de un amigo lo nombrara en aquel privilegiado puesto diplomático. El embajador parece toda una autoridad en la materia, y el español le agradece su afecto y sus consejos, sobre todo el último: “Vos acá sos el imbécil del momento, Juan. Pero tenés que involucrar a algún imbécil más arriba”. Con esa consigna argenta el sujeto sale a la calle y enfrenta su destino.
La historia pertenece a una de las más refinadas e hilarantes sátiras políticas que se filmaron en España: Vota Juan, que distribuyen actualmente TNT y HBO, y que interpreta y dirige el eximio Javier Cámara; el embajador argentino lo encarna, en esta ocasión, el gran actor Eduardo Blanco. Durante décadas y gracias a la histórica hospitalidad de otro Juan —el general Perón—, la Argentina era para la ficción global aquel refugio remoto de los criminales nazis; hoy es un alto magisterio de corruptos, es decir: de “presos políticos perseguidos por sus ideas”. Un doble aporte del peronismo a la cinematografía y al imaginario universal.
También ha exportado, principalmente a España, enconados e influyentes enemigos de la democracia, adoradores ilustrados del “socialismo nacional”, que como Ernesto Laclau tomaban la precaución de insuflar permanente rebelión contra las “instituciones burguesas” y a favor de caudillos y regímenes de partido único en toda América Latina, pero quedándose a vivir y a degustar en la retaguardia europea: chavistas pero no gilipollas. Es el caso también del poeta y psicoanalista lacaniano Jorge Alemán, quien esta semana en Página/12 ha tenido la amabilidad de comunicarnos que concurrirá en breve a unas jornadas madrileñas de pensamiento adonde llevará sus dudas existenciales, que consisten en dilucidar si la democracia es una defensa frente el avance de la ultraderecha o un freno contra experimentos más revolucionarios. Como ejemplo, recuerda cariñosamente a Kant y a Hegel, quienes “sin desconocer el terror de la revolución francesa” apoyaron la igualdad; luego reivindica otras virtuosas consecuencias de “revoluciones disruptivas inspiradas en el marxismo y sus distintas variantes”. Por fin, este ideólogo kirchnerista afirma que “actualmente se denomina democracia a un proyecto para que el pueblo no gobierne o no exista”. Y se hace una serie de preguntas: “¿Hasta dónde la derecha se ha apropiado de la democracia? ¿Quedan resquicios donde nuevas experiencias políticas puedan reinventar o radicalizar la democracia? ¿Hay todavía espacio para separar la democracia del poder neoliberal a través de medios pacíficos y democráticos?”. La palabra “pacíficos”, así escrita y de un modo amenazante o condicional, no suena muy poética ni auspiciosa que digamos. Esperemos que las respuestas que encuentre el poeta en Madrid sean satisfactorias, de lo contrario habrá que seguir con el exitoso socialismo del siglo XXI o desempolvar el ideario montonero.
Como contracara de estos “revolucionarios” a buen resguardo, ha girado intensamente durante estos días en las redes sociales una entrevista que José Mujica dio hace un tiempo también a un programa televisivo de la madre patria. Allí el ex presidente de Uruguay les explicaba a los españoles por qué mantiene en la pared de su casa, junto con imágenes de estadistas de todos los palos, la foto de un empresario local: “Este viejito se murió, era un burgués poderoso —decía—. Con 96 años fundó una fábrica de ochenta millones de dólares, y cuando vio que se iba a morir les dijo a sus hijos: no vayan a parar la fábrica por duelo”. La risa cavernosa de Mujica obliga a su interlocutor a acotar: “Veo que usted no criminaliza a los empresarios, como a veces hacen desde sectores de la izquierda”. Pepe Mujica mueve la cabeza: “No, gente como esta a veces resuelve problemas que yo no tengo capacidad ni fuerza para resolver…Yo seré socialista, pero no quiero ser bobo”.
Los bobos, sin embargo, son legión en la Argentina, país generoso con sus fracasos seriales. Por el momento, han surgido algunos datos que quizá resulten alentadores para los setentistas y para los guionistas de la cuarta temporada de Vota Juan. Ya el 45% de la población latinoamericana no reside en una democracia, según acaba de revelar The Economist; la Argentina mantuvo el año pasado su pésima performance en el ranking mundial de la corrupción, según el índice elaborado por Transparencia Internacional; la Oficina Anticorrupción lleva un mes sin jefe y la Casa Rosada no tiene apuro ni candidato para llenar ese sillón decorativo; con una nueva adulteración kirchnerista, La Matanza —su gran aguantadero— recibe anualmente 6200 millones de pesos más de lo que le corresponde, e Irán, país aliado de estos muchachos tan progres, acaba de condenar a diez años de cárcel a dos jóvenes por bailar en Instagram. Después de este modesto “noticiero neoliberal”, podríamos aportar desde este traste del mundo algunas otras ideas para Javier Cámara. Podría su personaje superar el escepticismo de su portavoz, y proponer que se denuncie con aspavientos y chats ilegales a la jueza que lo juzga. Una verdadera genialidad para ese cínico incurable, para ese gran caradura en estado de desesperación.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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