Yo abatí bisontes a lomos de un apaloosa, decapité monstruos con mi espada, combatí a Drake frente a la muralla de Cádiz, llegué a las costas de Terranova a bordo de un drakar, los cinco de Enid Blyton en realidad éramos seis y sí, hice fortuna con el guano mientras unos fieros malayos trataban de hacerse con mi preciada carga.
Ramón, siempre comprensivo, entendió que un día después de combatir al turco en las costas griegas me acercara, con el acné desbocado y la pelusilla asomando tímida en la comisura, y cambiara el ejemplar de Grandes Joyas Literarias por uno de Historia y Vida con la imponente silueta del Machu Picchu en la portada y otro del National Geographic que invitaba a explorar las profundidades de las fosas marianas. Es verdad, era inevitable: con la paga de los abuelos me hice con una nueva entrega de Las aventuras del teniente Blueberry y otra de Astérix en Córcega. De vuelta a casa, ¿o era la fortaleza de Acre?, me atrincheraba en mi habitación para devorar aquellas ambrosías de tinta. Y volvía a soñar, tanto que sin darme cuenta me fumaba la hora de estudiar, convencido de que jamás encontraría en el diagrama de Venn algo más apasionante que arribar a las costas de Thule y abrazar a mi amada después de librar mil batallas contra los sarracenos.
Aprendí no todo lo que sé pero sí todo lo que recuerdo en esos años en los que mi Shangri-lá era el quiosco de Ramón. Incluso que los caramelos mentolados son los mejores para ocultar que eres un chavalín que más que fumar recorrías el saloon como Lucky Luke en busca de los hermanos Dalton. Lo malo, que sobre eso también me advirtió el sabio Ramón, es que a tu madre le va a mosquear que huelas tanto a eucalipto y tan poco a fresa.
Cuando lograba conducir a la reserva a los últimos guerreros de Cochise o defender mi hacienda a golpe de espada como el Zorro empezaba a merodear tímidamente por los periódicos que acababa de traer bajo el brazo junto a dos barras de pan.
Mi padre esperaba paciente los domingos los ejemplares para cabecear con algunas noticias, relamerse con sus cronistas preferidos y zambullirse en los crucigramas escoltado por su copa de fino y unos cacahuetes salados con los que dejaba todo perdido. No sé si hubo más felicidad que esa, pero no recuerdo momentos más placenteros que los de un quinceañero que hacía cierto el axioma de que uno conoce más por lo que lee que por lo que ve.
Suena mi móvil, es mi madre, que musita con un hilo de voz: “Ramón se ha caído, está en el hospital, tiene mala pinta, dice su mujer que tendrá que cerrar el kiosko, ya no da para vivir y no le quedan fuerzas”.
Tecleo en el periódico pensando que con Ramón envaina la espada mi último guerrero. Un Conan capaz de acabar con la hidra del aburrimiento y sus mil cabezas de un sólo espadazo.
Gracias por tanto, por todo, por hacerme vivir mil aventuras, la última la del periodismo. Semper fidelis, mi último mohicano.
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