Otro tres de mayo, el de 1808, hace hoy 215 años, fue martes. Francisco de Goya, por aquel entonces vecino de la madrileña Puerta del Sol, donde a las diez y media de la mañana del lunes Madrid se alzó contra sus invasores, se debate en una de las grandes dudas de su existencia. Afrancesado, como buen ilustrado que es, todas esas esperanzas, que el aún reciente Siglo de las Luces fue a depositar en la nueva Francia, se han ido viniendo abajo con el duelo que Napoleón mantiene contra toda Europa.
En la tarde de ayer los que han huido de Madrid, buscando refugio en Móstoles, han puesto al corriente de la brutalidad con que los invasores y sus mercenarios reprimen a los madrileños. Los alcaldes de Móstoles —Andrés Torrejón y Simón Hernández— ya han firmado el Bando de la Independencia, por el que se llama a todos los españoles a coger las armas para acudir en defensa de Madrid y a luchar por la patria. Como lo hicieron quienes levantaron la primera barricada en la calle de Toledo, cuando los mamelucos, y los mercenarios polacos, acabaron con la mayor parte de los madrileños que, al grito de José Blas de Molina —un cerrajero que unos meses antes se había hecho notar en el motín de Aranjuez— hicieron frente a los invasores.
Casi puede decirse que aquellas luces de la razón de antaño se han tornado sombras: las crueldades y los sueños venideros de la razón —diríase delirios—, esa razón que produce monstruos. Todo es visceralidad en el amor a la patria de los madrileños. Ese Goya, que en el número 33 de Los desastres de la guerra (1810-1815) dibujará a dos invasores descuartizando a un cautivo, se gesta en las gloriosas jornadas madrileñas del dos y el tres de mayo. Como comprendió Beethoven, quien pensó dedicar su «Sinfonía nº 3», La Heroica, a Bonaparte, y cuando éste se autoproclamó emperador, acabó dedicándosela a la memoria de “un gran hombre” —el melómano Joseph Franz von Lobkowit—, Francisco de Goya descubre hoy, de un modo fehaciente, la forma que tiene Napoleón de expandir por Europa las ideas de la Revolución Francesa.
El republicanismo español, que cuando habla de España la llama “este país”, 215 años después aún duda de la gloria madrileña. Dicen que la libertad, como formulación política, es un invento francés y que las tropas francesas la traían. Dicen que fueron los curas quienes alentaron a los chisperos del barrio de Maravillas, a las manolas de Lavapiés y a las majas de La Latina a enfrentarse, con poco más que algún trabuco y las ya ennoblecidas tijeras y navajas, a los mamelucos, una de las tropas más aguerridas que han combatido en Europa.
Pobres madrileños, no les llegan ni al caballo a sus invasores. Pero el artista les sabe enaltecidos por el amor a España. Ya en 1814, cuando pinte uno de sus más célebres óleos, El dos de mayo de 1808 en Madrid (vulgo La carga de los mamelucos), en el primer término presentará a un madrileño, uno de esos valientes que no llegaban ni al caballo de los invasores de España, aguijoneando a la montura. Así es como aguijonea al propio Goya el amor a la patria. Ya no hay afrancesamiento; ya no hay dudas, ni razón que valga. No hay más dialéctica que la de las tijeras y las navajas.
Ante los invasores, que marcan las casas desde donde las manolas les tiran los tiestos, para volver por la noche a quemar la vivienda y llevarse a los hombres para pasarlos por las armas, Goya —madrileño de adopción, aunque aragonés de origen—, no tiene duda. Son tan vívidas las imágenes que le inspiran los dos óleos capitalinos —El tres de mayo de 1808 en Madrid (1814), también conocido como Los fusilamientos de la montaña del Príncipe Pío, será el segundo— que todo parece indicar que Goya es testigo directo del heroísmo de los madrileños.
Desde las cuatro de la mañana se escuchan en Madrid las descargas que evidencian los fusilamientos de los patriotas en La Moncloa, en los paseos del Prado y Recoletos. Y en la Puerta del Sol, por supuesto. En aquel tiempo aún se encontraba ahí la iglesia del Buen Suceso —actualmente reconstruida en la calle de la Princesa—. Algunos de los primeros alzados buscaron refugio en aquel templo. Los franceses tardaron en darles muerte lo que tardaron en sacarles. Goya sabe que mueren vitoreando a España. Eso es lo que nos da a entender el chispero que destaca en la escena de El tres de mayo enfrentando al pelotón exaltado, alzando los brazos frente a los fusiles.
Cuando se escriba la historia, Isidoro Trucha, jardinero del artista, dará fe a los primeros cronistas de que acompañó a don Francisco, la misma noche de las matanzas, a estudiar los cuerpos de los fusilados. “En medio de un charco de sangre vimos varios cadáveres, unos boca abajo, otros boca arriba en la postura del que, estando arrodillado, besa la tierra”. Ése debió de caer mordiendo el polvo, lo que le honra doblemente. Expiró como los guerreros de antaño, que sabiendo que iban a morir lejos de casa llevaban un puñado de tierra de su solar natal para llevárselo a la boca antes de exhalar el último aliento.
Goya también sabe de Manuela Malasaña, que acabará dando nombre al barrio de Maravillas. Al igual que Clara del Rey y tantas otras madrileñas que se enfrentaron con las tijeras de sus labores a los dragones franceses y a los mercenarios polacos, se dice que cayó en el cuartel de Monteleón, cuya entrada aún se honra en la plaza del Dos de Mayo. El ejército tenía órdenes de no defender a la patria, siempre gobernada por felones, y en Monteleón predominaban las madrileñas, las famosas majas. Los valientes defensores de aquel parque de artillería —el único que los españoles pudieron sustraer a los invasores, que ocupaban Madrid con el beneplácito de la corona española desde el 23 de marzo— se batieron a las órdenes de los capitanes Daoiz y Velarde, los únicos que comprendieron que había que armar a los madrileños y decidieron hacerlo contraviniendo las órdenes de sus superiores. Murieron al pie del cañón. El teniente Ruiz, de infantería, que estaba convaleciente, se levantó de la cama al escuchar las primeras descargas de fusilería y corrió a unírseles. Salió mal herido de aquel trance.
Goya sabe que los 400 madrileños que han caído en el motín, que no ha durado ni 24 horas, han levantado a España entera. Lo que ha visto va a cambiar radicalmente su obra. El tenebrismo de La romería de San Isidro (1819-1823), una de las más sobrecogedoras de las Pinturas negras, es radicalmente opuesto a la jovialidad de La pradera de San Isidro, el cartón para tapiz que el mismo paraje madrileño le inspiró en 1788. El Goya que, para pintar a las grandes damas de la corte, las disfrazaba de majas y manolas, ya es espurio. El gran Goya, el de los monstruos que produce la razón, nace ante la gloria madrileña.
Ha sido un momento estelar de la humanidad porque todo ese tenebrismo que gravitará en su pintura a partir de ahora, influirá a buena parte del arte posterior. Sin ir más lejos, tanto en Manet —La ejecución del emperador Maximiliano (1868-1869)—, como en Picasso —Masacre en Corea (1951)— se registrarán influencias de ese óleo que da noticia de que unos días como ayer y hoy cuatrocientos madrileños y madrileñas, cayeron por alzarse contra los invasores y la felonía que tiranizaba a España. ¡Honor y gloria a todos ellos! Así se escribe la historia.
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