Uno definió al otro como un hombre a una nariz pegado, y el otro acusó al uno de pretender realizar traducciones del griego sin tener siquiera unos conocimientos básicos de dicho idioma. De entre todas las rivalidades que han venido jalonando la historia de las letras españolas —y ha habido unas cuantas, cada cual puede buscar sus propios nombres—, la que enfrentó a Francisco de Quevedo con Luis de Góngora suele aparecer como la enemistad por antonomasia, ejemplificada en versos que recorren las antologías de nuestro Siglo de Oro y amenizan las clases del bachillerato cada vez que en los temarios toca abordar el asunto del barroco. La tradición dice que ambos se odiaron con encono, que no podían verse delante y que sin la aversión que se profesaban difícilmente puede entenderse la dialéctica entre dos concepciones estéticas, la conceptista y la culterana, que recorrerían apasionadamente el devenir literario del siglo XVII. Tan arraigada está esa teoría, tan incorporada a nuestro imaginario, que pocas veces tomamos distancia para observar la cuestión con perspectiva y comprobar si, en efecto, Góngora y Quevedo llegaron a odiarse tanto como nosotros mismos repetimos sin cesar.
Hay razones que permiten manifestar serias dudas al respecto, empezando porque el tópico que asocia los textos quevedescos con la claridad y reserva para los gongorinos el abigarramiento no siempre se cumple, en tanto que hay textos de Quevedo extremadamente complejos, así como escritos de Góngora cuyo contenido queda meridianamente claro. Tampoco es que sus corrientes respectivas estuvieran tan alejadas como se ha venido contando siempre. Por más que hubiera estudiosos que contemplasen el conceptismo como una suerte de repliegue al interior mientras interpretaban el culteranismo como una llamarada hacia lo externo, por mucho que el primero vaya ligado a la moral estoica y a la escasa querencia por las cosas mundanas y el segundo se vincule al apego por lo terrenal, basta con afrontar textos de ambas escuelas para concluir que sus derroteros no siempre discurren de ese modo, y que tanta carnalidad y concreción se pueden dar en la una como espiritualidad y abstracción en otra y viceversa.
Si en el aspecto general, y analizándola con calma, la disputa pierde fuerza, en el plano puramente personal se torna aún más difusa. La propia cronología ya permite inferir que lo más probable es que los cuchillos no estuvieran tan afilados como se quiere hacer creer. Para empezar, porque el hecho de que Góngora y Quevedo fuesen contemporáneos y sus figuras pasasen equiparadas a la posteridad no significa que sus pasos anduvieran a la par, ni que la importancia que uno y otro tuvieron en su momento fuese idéntica. El primero había nacido en Córdoba en 1561, mientras que el otro vino al mundo en Madrid en 1580; es decir, entre los dos mediaban casi veinte años, una diferencia que, si ya es notoria de por sí, lo era mucho más en aquella época. Sus vidas, por otra parte, no confluyeron hasta que en los primeros compases del siglo XVII circunstancias bien distintas los condujeron a Valladolid. Góngora llegó a la capital castellana en 1603, y lo hizo atraído por el aroma del poder: la corte se había trasladado allí y pretendía obtener, gracias a su amistad con el duque de Lerma, el título de capellán real. Quevedo, entonces veinteañero, llevaba avecindado en esas mismas calles desde 1601, cuando inició sus estudios en la universidad. En su nuevo destino, y sin duda con la intención de llamar la atención de aquellos de quienes esperaba obtener amplios favores, Góngora se esforzó en manifestar aquí y allá sus galones como poeta, lo que hizo que su figura en absoluto pasara inadvertida. A los poemas que el cordobés empezó a difundir se opusieron pronto otros que, firmados por un tal Miguel de Musa, imitaban su estilo hasta incurrir en la parodia más descarnada. Que hoy en día se acepte que tales textos pertenecían a Quevedo no deja de ser una convención en absoluto verificable, mucho menos si se piensa que en aquellos tiempos era hasta cierto punto normal que las pullas volasen en hojas volanderas de autoría incierta —el mismo Lope de Vega era un maestro en esas lides— y que los hechos posteriores, pese a lo que se diga, no avalan del todo esa teoría. Hay que tener en cuenta un hecho fundamental: Góngora fue en vida un poeta consagrado, mientras que Quevedo sólo alcanzó verdaderamente ese estatus de manera póstuma. Cuando exhaló su último suspiro, apenas había publicado una décima parte de la obra que hoy le conocemos. Si se repara en que, durante aquel periodo vallisoletano, Góngora era un autor conocido y reconocido y Quevedo un mero aspirante que se entretenía con sus primeros versos, es difícil imaginar que el primero se sintiera seriamente aludido por sus sátiras. Lo más plausible es que viese en Quevedo no un adversario hostil, sino un moscardón molesto que revoloteaba por sus alrededores y al que no acababa de ahuyentar.
La otra gran cuestión, como apuntaba hace unos años Juan Manuel Díaz Ayuga en un artículo publicado en Témpora Magazine, tiene que ver con la autoría de esos textos entre burlescos y satíricos con los que presuntamente se bombardeaban sin que hubiera que lamentar mayores daños que los relacionados con el socavamiento de sus respectivas autoestimas. Entre los cuatrocientos dieciocho poemas que sin ninguna duda cabe atribuir a Góngora y los cincuenta que se le adjudican con bastante base, pero sin una seguridad total, no hay más de tres que se dirijan a Quevedo, y uno de ellos lo hace de forma indirecta, al abarcar a todos los poetas que pusieron objeciones a sus Soledades. En el caso de Quevedo, la cuestión es aún más espinosa. El profesor José Manuel Blecua se encargó de compendiar las sátiras que el escritor había dirigido directamente a Góngora y el conjunto terminó sumando diecisiete composiciones: un romance, dos décimas, tres silvas y once sonetos. El problema es que, de ellas, la mayoría llegaron hasta nosotros en un único manuscrito en el que no aparece por ningún lado la firma de Quevedo. Aunque la profesora Amelia de Paz cree que se le pueden adjudicar sin dudar apenas cinco, sólo en una —la que empieza con el verso «Quién quisiera ser culto en sólo un día»— tenemos la absoluta certeza. ¿Se olvidó Quevedo de identificar esos textos con su rúbrica? No es una opción muy verosímil; y no está de más recordar que los enemigos de Góngora eran abundantes, y que como ya se ha visto, en estas tesituras el anonimato era una costumbre muy barroca.
Para colmo, y como también señaló el citado Díaz Ayuga, ninguna mención a Góngora hay en textos de Quevedo en los que habría sido lógico que arremetiera contra su supuesta némesis, como el Discurso de todos los diablos o el prólogo a las Obras de Fray Luis de León, en el que cargó contra la poesía derivada de las influencias gongorinas. Ni siquiera el abad Pablo Antonio de Tarsia, cuando en 1663 publicó la primera biografía conocida de Quevedo —el autor había muerto en 1645— se refiere a la dichosa rivalidad con Góngora, cuando sí lo hace a las polémicas que mantuvo con Francisco Morovelli. ¿Iba a omitir ese extremo de haberse dado entre ambos una disputa verdaderamente encarnizada y hasta oscilante entre el terreno literario y el puramente personal? Es más verosímil pensar que lo que no fue más que un desencuentro estético —apoyado o acentuado por esos contados intercambios de pareceres de los que sí hay certeza— se aprovechara a posteriori por la crítica para reafirmar su adhesión o su condena a cualquiera de las dos escuelas que ambos representaban. España, tan dada a escindirse en bandos irreconciliables, suele ser proclive a estas cosas. Y si casi nunca conviene tomar partido a ciegas, sin detenerse a valorar las posibles virtudes del presunto contrario, mucho menos recomendable es esa opción en el campo artístico, donde la riqueza, más que en el blanco o en el negro, se halla por lo general en los variados y abundantes matices del gris.
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