“A los ciudadanos comunes y corrientes
sólo nos queda esa opción:
pensar con el deseo”
—Juan Carlos Botero, escritor.
«James Bond, con dos bourbon dobles en su interior, se sentó en la última sala de salidas del aeropuerto de Miami y pensó en la vida y la muerte».
A medida que el avión se acerca a tierra, el perfil se desdibuja en recortes profundos e islotes de diverso tamaño frente a la costa sur como si una flota de buques Liberty continuara esperando el ataque de los submarinos alemanes que infestaron, durante la Segunda Guerra Mundial, las aguas negras del otro lado de la barrera de coral, nadando como tiburones silenciosos entre arrecifes y cayos.
Hoy, delfines y manatíes saludan a la mañana con cuidado de no enredarse en la selva peligrosa de los Everglades, reino absoluto de caimanes y de sus invitados de honor, los icónicos flamencos rosados.
El taxi de cristales tintados conduce despacio por Brickel Bridge en dirección al hotel situado en Brickel Key, una pequeña isla artificial con forma triangular que sustenta el peso de un impresionante skyline de rascacielos en los que se refleja el mar. Volando sobre la bahía azul, la terraza de la habitación ubicada en el piso 19 del impresionante Mandarin Oriental Hotel se abre como una atalaya posmoderna de acero, cristal y olvido. Es costoso hacer un ejercicio de pasado, porque el presente aquí, en su excesivo cosmopolitismo de exilio adinerado, es tremendamente persuasivo.
La viajera cambia las ropas del invierno neoyorkino que ha dejado atrás por otras más ligeras para que el calor pueda tocarle la piel y baja al solárium del restaurante La Mar, famoso por sus especialidades peruanas y sus mojitos de lima.
No hay un alma, porque todos los clientes están, a esta hora, en la piscina. Solo un tipo con gafas de sol y chaqueta oscura toma un cóctel mirando el mar. Levanta su copa de lejos y sonríe a esta viajera a modo de saludo cuando el camarero trae por fin el vaso helado en una bandeja estriada que imita el carey. Ella también le sonríe y mira el agua azul marino decidiendo que, a pesar de todo este cemento, la arena de las playas de los conquistadores sigue intacta. Ese pensamiento le ayuda a no soltar aún los cabos de la memoria; otea el horizonte por encima de los elegantes veleros y recuerda a Ponce de León arribando a estas orillas en busca de la Fuente de la Eterna Juventud, porque en el siglo XVI la rudeza y la valentía se sostenían, en parte, con leyendas y con fe. Nunca la encontró, claro, pero a cambio, la Naturaleza le ofreció la oportunidad de ser el primero en contemplar el mayor estuario de la costa atlántica de Florida, hoy parque nacional de una rica biodiversidad.
Aquel aguerrido conquistador vallisoletano abrió el camino a los trescientos años de presencia española en estas tierras que terminaron inevitablemente en las poderosas manos norteamericanas. Los nuevos dueños tuvieron que vérselas con la población india autóctona, los semínolas, en sucesivas y cruentas batallas, pero tres mil indios frente a doscientos mil soldados poco pudieron hacer. Los supervivientes regresaron a sus reservas y los magnates del petróleo, que acababan de localizar el anhelado hidrocarburo, iniciaron una etapa de desarrollo industrial, por lo que a finales del siglo XIX quedaba oficialmente inaugurada Miami, nuevo estado unido americano, aunque, eso sí, asentado sobre la española bahía Vizcaína. Los nombres y la memoria que éstos concitan, afortunadamente, son difíciles de derrotar.
Las nubes han cubierto el cielo, y los camareros, expertos en chaparrones tropicales recogen, profesionales, los manteles y servicios. El desconocido de las gafas de sol pide permiso y se sienta en la mesa junto a la viajera, bajo las sombrillas, con su copa en la mano y sin dejar de sonreír.
—En siete minutos empezará a llover —le dice, mirándola a los ojos— pero si se mueve un poco más a la derecha, apartada del punto de intersección de las sombrillas, no se mojará.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —pregunta ella, sin moverse.
—Lo ingleses tenemos cierto instinto para predecir la lluvia.
—¿Y los minutos?
—Bueno, en eso me he arriesgado. Pero el siete siempre me ha traído suerte.
La lluvia cae, torrencial, a los seis minutos y medio con afán vengativo, como si el Dr. No hubiese abierto una espita gigantesca y letal. El inglés no se inmuta, y la viajera, con el hombro izquierdo empapado, apurando su mojito, desearía poder trabarse en una pelea cuerpo a cuerpo con ese hombre guapo e impasible sobre el heno húmedo de un hangar.
—Debería usted probar los Martinis del Fontainebleau, el hotel donde me alojo —dice él, tratando de adivinar sus pensamientos. Mirando al cielo, insiste—. La operación trueno acaba de empezar.
El desconocido no conduce un Aston Martin, pero realmente no lo necesita; una Chevrolet Suburban negra con chófer los lleva hasta Miami Beach mientras la tormenta arrecia.
—Es usted agente secreto? —le pregunta la viajera amenazante, como si lo encañonara con un revolver de oro.
—No, soy buzo profesional. Trabajo allá abajo, en las profundidades de la bahía.
Ella recuerda aquella batalla submarina ideada por Ian Flemming en Biscayne Bay entre los chicos de buceo de Spectre, Bond, y un grupo de Navy Seals; toneladas de hombres rana, disparos y golpes lentos bajo el agua mientras todos tratan de evitar el fatal corte del suministro de aire. Una scubatrooper sin precedentes.
—¿Tiene hambre? —pregunta el desconocido, y sin esperar respuesta, la coge de la mano—. ¿Sabe? —le dice—. Bajo este mar hay algo mucho más interesante que unas bombas atómicas de la OTAN robadas: el Cangrejo Real Rojo.
El mítico restaurante Smith & Wollensky, en el número 1 de Washington Ave, no está lejos de allí. Su fama resiste el paso del tiempo, los huracanes y las crisis, pues sirve los mejores cangrejos de la península de Florida en temporada. El King Crab es el rey en todos los idiomas, y no solo por su tamaño. Su carne blanca, prieta, y de intenso sabor a mar, de color borgoña cuando está vivo y de un denso rojo coralino cuando lo sirven en bandejas plateadas repletas de hielo picado, lo han convertido en un producto culinario único.
Cualquier mujer encaprichada de un buzo inglés buscador de bombas atómicas robadas sentiría unos celos casi insoportables si le viese comer aquellas patas jumbo con tanto placer como este lo hacía. Al terminar, y con la misma indiferencia con la que soportaría una bala del calibre 25 apuntando a su pecho, el inglés pagaba los quinientos dólares de aquel almuerzo inolvidable sin inmutarse. Las deliciosas coconut cakes de la carta eran irresistibles, pero ellos prefirieron tomar el postre en el hotel.
La noche se abatió casi por sorpresa sobre la ciudad, y la viajera salió a la terraza para comprobar que no soñaba. Aquel espectáculo de rascacielos iluminados con millones de diminutas luces como una bóveda estrellada de neón no le ayudaba gran cosa a volver a la realidad. Él le hizo una foto así, apoyada en la barandilla, como flotando sobre la bahía negra, con la piel clara desnuda y cubierta de sudor.
Se besaron sin prisas frente a aquel anfiteatro posmoderno. En algún lugar lejano sonaba una música dulce. Para prolongar momentos como ese hay un lugar perfecto en Miami: Little Havana. Se vistieron —él con chaqueta oscura, ella con poca ropa— y salieron a bailar.
—Los tipos duros no bailan, pero a veces, en el Caribe, hacen excepciones.
Seguían el ritmo cálido muy pegados, él con sus manos fuertes sobre las caderas de la mujer, mientras la voz de Celia Cruz, espesa dulce y oscura como melaza, se derramaba desde los locales abiertos hasta la concurrida Calle Ocho. Algunos de los míticos lugares, como el Versailles, anunciaban las delicias isleñas que, en la voz del mesero, adquirían son de guaracha: Yuca con mojo, Arroz congrí, Chatinos, Tostones, Picadillo, Rabo encendido.
La mezcla panlatina de Miami hace que su diversidad étnica sea mayor que la de cualquier ciudad latinoamericana. Atractiva, entre otras cosas, por su estratégica ubicación geográfica, ha acogido, y sigue haciéndolo, a muchos latinos llegados a sus orillas como refugiados políticos: cubanos huyendo de Castro desde la década de 1960, venezolanos escapando de Hugo Chávez, brasileños y argentinos huyendo de las crisis económicas, y mexicanos y guatemaltecos anhelando un trabajo.
Los inmigrantes cubanos de Little Havana se fueron asentando en la ciudad en varias oleadas: anticastristas de los años 60 y, luego, los que buscaban una vida mejor a partir de finales de los 70, sumados al éxodo del Mariel en los 80.
“Cuando Sali de cuba / dejé mi vida, / dejé mi amor. / Dejé enterrado / mi corazón”
Celia Cruz seguía desgranado su melancolía patria cuando, al volver a la mesa, por entre las luces de neón, creyeron distinguir un rostro conocido que los observaba de lejos; un tipo duro con una cicatriz en la cara y camisa llamativa abierta sobre una gruesa cadena de oro, como salido de una película de Brian de Palma y Oliver Stone. La mujer recuerda entonces que aquella obra maestra, Scarface (El precio del dinero, en español) se rodó aquí, en Miami, con un joven Al Pacino interpretando al inmigrante cubano Toni Montana en un brillante remake de una primera versión (El terror del hampa), dirigida en 1932 nada menos que por Howard Hawks, basada en la novela homónima escrita por Armitage Trail, en la que se retrataba la vida de Al Capone. A propósito de este escritor, ni de lejos alcanzó la fama de Ian Fleming, tal vez porque murió demasiado joven, pero esta viajera no puede dejar de rendirle un merecido homenaje, pues vivió para escribir, y ambas cosas las hizo intensamente.
Nacido a principios del siglo XX como Maurice R. Coons, dejó la escuela a los 16 para dedicarse a la escritura. Su hermano decía de él que «estaba interesado en los gánsters como a otros hombres les interesan los sellos postales, las monedas antiguas o las mariposas Monarca». Maurice Coons usó una variedad de seudónimos con los que firmó historias de crímenes y detectives, alzándose en los años 20 como uno de los más prolíficos escritores de pulp fiction. Obsesionado con el personaje de Al Capone, se trasladó a vivir a Chicago, asociándose con pandilleros sicilianos y escribiendo en las madrugadas de cigarrillos y alcohol su mejor novela, Scarface. Por ella, el todopoderoso productor Howard Hughes pagó 25.000 dólares de los de entonces, y como si de una película del propio Hugues se tratara, Trail se trasladó a Los Ángeles, contrató sirvientes, chófer y mujeres y se perdió, poco a poco, en las noches de fama y alcohol. Con 28 años lo encontraron en su lujosa casa del 3811 de Delman Torrace St, muerto de un infarto al corazón. Dicen las malas lenguas que Al Capone había leído la novela, y que no le había gustado nada…
—Siempre he pensado que Miami es un escenario perfecto para historias de detectives y gansters, ¿no te parece?
El inglés la miraba sonriente por detrás de su mojito helado de 30 dólares.
—Si te interesa el tema, hay un lugar de esta ciudad “solo para tus ojos”, la Colección Dezer en North Miami. En realidad, una de las colecciones de James Bond más completas del mundo. Hasta tienen el tanque T-55 de Goldeneye a tamaño natural.
El frescor del mar entraba por la ventana de la habitación acariciando a la viajera que despertaba, sonriente y satisfecha, con la única compañía de una rosa recién cortada sobre la almohada. El inglés se había esfumado, pero el paraíso seguía intacto. “Vive y deja morir”, pensó. Se puso un escueto bikini blanco, una falda ligera y unas sandalias Versace de tacón color rojo oscuro como la sangre de los escalones de la Villa Casuarina, donde el diseñador calabrés fue asesinado a golpe de pistola, en 1997. Salió a la calle caminando en paralelo a las coloridas casetas de South Beach, levantadas por Lane sobre la arena de estas bulliciosas playas tras el paso del huracán Andrew, que arrasó Florida.
Si uno se adentra por Collins Avenue y llega hasta Ocean Drive, estará dando el mejor de los paseos para poder disfrutar del Art Déco District, un seductor viaje de vuelta al glamour de los años 30 y su característico Déco Tropical (fachadas simétricas, esquinas redondeadas, ojos de buey, colores pastel y ventanales abiertos a la luz y a la brisa del océano) desplegado en el lujoso muestrario de los míticos hoteles de las calles 5th y 23th: The Beacon Hotel, Park Central Hotel, Breakwater Hotel, Shore Club, Edison Hotel y, uno de los favoritos de esta viajera, The Raleigh Hotel y su déco pool, semejante a un broche acuático de ópalo y turquesa diseñado por Coco Chanel.
Se hace tarde, pero esta última noche la viajera solo bailará con fantasmas. Para ello, nada mejor que un refrescante Porch Swing con papaya fresca y unas gotas de bourbon y, claro, un buen libro. Ambas cosas a la vez solo se encuentran en un sitio de Miami, la librería Books & Books, de Coral Gables, un elegante barrio de temática mediterránea planificado por George Merrick en los terrenos de la plantación de toronjas de su familia. La librería, ubicada en una casa de estilo colonial, ofrece refrescantes bebidas en el pequeño bar del patio central y miles de posibles lecturas en las salas interiores.
Es un placer singular despedirse de Miami leyendo a la sombra de una palmera de Coral Gables una de las aventuras de Tony Rome, el maduro detective privado salido de la imaginación de otro de los grandes del género, el escritor estadounidense Marvin H. Albert, también conocido en el mundo editorial como Albert Conroy, Ian McAlister, Nick Quarry o Anthony Rome.
Esta viajera nunca volverá a ser tan feliz como lo ha sido en Miami, piensa para sí. Luego cierra el libro usando como marcapáginas la rosa del inglés, que aún no ha perdido su aroma, y apura su cóctel.
¿Quién sabe? Reflexiona, sonriendo. Nunca digas nunca jamás.
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