Parece que sobre Goethe no solo se ha dicho todo, sino que se tiene la impresión de que él mismo lo ha dicho todo en su polifacética obra creativa, biográfica y científica, así como en las anotaciones de pie de página de sus notarios de la cotidianidad —si se me permite llamarlos así—, entre los que destaca la dedicada figura de Eckermann. De Goethe no se desechaba nada, cualquier ocurrencia o reflexión proveniente de sus labios adquiría inmediatamente connotaciones oraculares, lo que las convertía en proverbiales y memorables.
La germanista Helena Cortés Gabaudan ha ultimado una singular biografía del escritor de Las penas del joven Werther y de Fausto, publicada por Arpa, en la que demuestra con solvencia que de Goethe no se ha dicho todo, así como que su ejemplo vital y creativo todavía sigue siendo inspirador. La autora de esta indagación goethiana redimensiona las proporciones humanas de la mitificada figura del escritor alemán, desde una perspectiva «desprejuiciada» que busca establecer «una evocación íntima del hombre». El genio de Weimar —como nos indica la autora en el título de su trabajo, Goethe, vivir para ser inmortal— no roba el fuego a los dioses, sino que como un laborioso y obstinado herrero transforma en poesía y literatura los acontecimientos y avatares de su vida, que, aunque aparentemente exitosa, no deja en ningún momento de tener sus quiebras. Para Cortés Gabaudan el autor de Las afinidades electivas es más un Sísifo obstinado en su ingente tarea intelectual y creativa que un astuto y audaz Prometeo (por muy memorable y fundamental que su Prometeo sea para los lectores y estudiosos del Sturm und Drang).
Por eso la autora de esta biografía nos presenta al genio alemán, ya anciano y con mucha dificultad, subiendo a «la cumbre del monte cercano a la ciudad minera de Ilmenau», para despedirse de otros días acaso más felices, a pesar de su estrepitoso fracaso por reactivar las viejas minas de plata y cobre de la localidad, en las que tanto trabajo y empeño había puesto. El egregio anciano, un tanto doblegado bajo el peso de sus ascensiones por las empinadas aristas del arte, dirige con emoción sus pasos hacia la cabaña de «Waldhaus o Jagdhaus» para buscar a tientas «en la pared que tiene una ventana que abre al sur» los versos grabados de una de sus más famosas elegías: «Sobre las cumbres todas/ la calma;/ entre las copas todas/ no sientes nada:/ apenas un soplo que pasa./ Los pajarillos del bosque callan/ ¡Paciencia! ¡Aguarda!/ Pronto estarás tú también en calma». Los versos, fundidos con la contemplación del frondoso paisaje y con sus lágrimas, adquieren en su quebrada voz la entonación y los destellos crepusculares de una despedida. Este poema se exhibe hoy en una fotografía junto a la ventana de la réplica de la cabaña, que con el tiempo se ha transformado en un museo único en el mundo, que solo atesora los ocho versos de La canción nocturna del caminante: «prueba de su inmortalidad».
Capítulo inicial que establece un paralelismo con «Al abismo me arrojaron. El último amor de Goethe» que culmina su recorrido biográfico. Un Goethe caído por su fracaso sentimental con Ulrike von Levetzow, de la que el perpetuo ministro de Weimar se había profundamente enamorado a pesar de distanciarles 53 años (Ulrike tenía 19 años y Goethe 74). Su atribulada huida del balneario de Marienbad la señala Stefan Zweig como uno de los Momentos estelares de la humanidad (lo que ha contribuido a difundir la fama de su elegía), ya que Goethe, como señala su lúcida biógrafa, «supera y sublima sus disgustos más íntimos y personales como solo lo hacen los artistas y los poetas. Creando para la posteridad». En este caso escribiendo una obra maestra —la Elegía de Marienbad— «que expresa como ninguna el sufrimiento de los que son arrojados fuera del paraíso del amor».
Dos momentos cifrados en su ancianidad, que tras la lectura se invierten configurando las columnas tutelares de este recorrido biográfico trenzado a través de las obras y peripecias vitales del escritor alemán. Dos poemas jalonan esta biografía, aunque, curiosamente, a pesar de la fama que el autor de Egmont siempre gozó como poeta —se lo llegó a considerar el mejor poeta alemán de todos los tiempos—, hoy se recuerdan más sus novelas y dramas. Como lúcidamente señala Cortés Gabaudan se «puede ser un gran escritor[], pero no por ello ser un poeta». El mayor problema que presenta su poesía es el mal que aqueja a numerosos poetas contemporáneos, la proliferación de la obra con poemas ocasionales y, por lo tanto, innecesarios, donde abundan «los bellos versos que se leen con agrado y que, sin embargo, muy pocas veces encierran un poema». Quizá Goethe hubiera acertado luchando contra su facilidad, aplicando un sistema más restrictivo de decantación en sus composiciones líricas. No obstante, en Goethe, vivir para ser inmortal se encuentran unas complementarias «Guías de lectura de diez obras seleccionadas», donde el lector interesado tiene a su disposición una solvente relación de sus composiciones poéticas más relevantes.
El destino de Goethe tal vez no hubiera sido el mismo sin su Werther, o, dicho de otra manera, a Goethe no se le puede entender o explicar si no se parte de su Werther, la novela que revela por primera vez la subjetividad humana y que lo encumbra como escritor en Alemania y en Europa. Se cuenta que Napoleón la llevaba como lectura en sus desplazamientos por los campos de batalla. Su éxito y las consecuencias desencadenadas en los lectores más apasionados, la werthermanía, ocasionó que su autor tratase de distanciarse posteriormente de ella, de establecer algunos matices a su interpretación. Pero gracias a esta novela Goethe no solo alcanzó la madurez creativa, logrando distanciarse del joven apasionado que puso en riesgo su doctorado por defender sus ideas contra los encorsetados postulados religiosos —herida que nunca le dejaría de sangrar—, sino que también consiguió la valiosa admiración y amistad del duque de Sajonia-Weimar, el príncipe Carl August, quien resultará absolutamente determinante tanto en su vida como en su obra.
La figura del príncipe Carl August adquiere un gran interés por la lealtad y el apoyo que en todo momento brindó al autor de Ifigenia de Táuride. Goethe transformó el humilde principado de Weimar en un centro cultural de primer orden, junto a la Universidad de Jena, convirtiéndolo en un faro para Europa; pero Weimar también transformó a Goethe, convirtiéndolo en un polímata. Quizá el nombre más adecuado para su cuestionada actividad científica, en la que volcó tantas ilusiones como a veces baldíos esfuerzos. Pero en esta actividad también tuvo geniales intuiciones como su búsqueda de la planta primordial, que tanto recuerda en sus pretensiones a las seguidas por los lingüistas del XIX y del XX en su búsqueda de un idioma primordial, o a los escritores en busca de la metáfora esencial que contuviese todas las metáforas (como en el alegórico Aleph borgiano). Pero Goethe no se detuvo solo en sus intereses botánicos, conocidos son igualmente sus estudios geológicos y anatómicos, así como como también es célebre su teoría sobre los colores, tan encomiada por los pintores, aunque en ella se evidencien sus carencias matemáticas.
Weimar, a través de la Universidad de Jena, también le aportó otro personaje fundamental en su vida, el poeta y dramaturgo Friedrich Schiller. Los dos colosos literatos supieron atemperar sus egos en beneficio de sus desarrollos creativos, desencadenando con su fértil colaboración el que sería conocido como clasicismo de Weimar.
Son muchos los aspectos que sobre el insondable Goethe ilumina esta solvente indagación de la germanista Helena Cortés. Su erudita lectura dilucida con acierto y amenidad la luz goethiana.
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Autor: Helena Cortés Gabaudan. Título: Goethe. Vivir para ser inmortal. Editorial: Arpa. Venta: Todostuslibros
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