Enterrar a la madre es una de las experiencias más duras que la mayor parte de la gente debe padecer. Y para entonces ya no importa el pasado, ni el tipo de relación que existió, ni el tamaño de sus defectos o virtudes, ni qué tan maternal, amorosa, indiferente, cariñosa o severa haya sido la madre. Sepultar a la persona que nos trajo al mundo se hace una sola vez, y es una vivencia para la cual nadie está realmente preparado.
En mi caso personal, ahora que falleció mi madre, Gloria Zea, pude presenciar, junto con mi hermana y mi hermano, algo que pocos han tenido la suerte de ver en toda su vida: uno de los homenajes más hermosos y conmovedores que se han rendido en honor a un ciudadano colombiano. Y, en mi opinión, fue uno de los más merecidos.
Porque Gloria Zea era una verdadera fuerza de la naturaleza. Una mujer incansable que faltando apenas horas para morir, y luego de sufrir graves crisis de salud a lo largo de los años, seguía al teléfono, dando instrucciones para el estreno de la ópera de la noche siguiente.
Es fácil olvidar que esta dama trabajó toda la vida en un campo sin recursos. Que su lucha principal y constante, en cualquiera de los muchos proyectos de gran alcance que emprendió, era conseguir primero los fondos para convertirlo en realidad. Que trabajó en un medio que carecía de respeto y de apoyo estatal, que era menospreciado y sin falta aplazado, porque siempre había otras prioridades en la agenda nacional, otros frentes más imperiosos e importantes. Pero eso no impidió que ella, a fuerza de tacto, tenacidad, persuasión y elegancia, transformara el ámbito de la cultura en Colombia. Y lo transformó para siempre.
Porque Gloria Zea jamás aceptó la tesis de que la cultura tenía que esperar mientras se resolvían los demás problemas de la nación, así éstos parecieran más urgentes. De ser así, decía a menudo, la cultura, y más en un país pobre como el nuestro, jamás tendría el valor o el lugar que se merecen. Por eso dedicó su vida a nadar contra la corriente, a empujar montañas y a luchar sin descanso por alentar y promover las artes en todas sus expresiones. Porque si la sociedad rancia y machista de la época pretendía que la cultura fuera la niña fea del baile, era justo que una mujer hermosa saliera en su defensa.
Y lo hizo. Y de qué manera. Porque lo que esta mujer logró durante una larga carrera de altos y bajos es nada menos que asombroso. Gracias a Gloria Zea, en mayor o menor medida, se publicaron miles de títulos en Colcultura, cuando publicar uno solo era un sueño quijotesco. Se reformó la Biblioteca Nacional. Se rescató Ciudad Perdida en la Sierra Nevada de Santa Marta. Se recogieron fondos para la Universidad de los Andes que, debido al tamaño de la institución en ese tiempo, tuvieron un impacto enorme. Se reescribió la historia del país, mediante los textos de los nuevos historiadores que estaban dispuestos a rechazar nuestra insulsa historia oficial para contar la verdad de nuestro pasado, así nos gustara o no. Resucitó la Orquesta Sinfónica y nació el Coro Nacional. Se restauraron edificios y monumentos. Se convirtió el Museo de Arte Moderno, que recibió de Marta Traba con menos de un centenar de cuadros que cabían en la sala de una casa, en un edificio magnífico con incontables exposiciones de talla mundial, más una colección de miles de obras esenciales. Se estrenó la ópera y se reanimó el teatro Camarín del Carmen. Y en cada uno de estos proyectos, y en muchos más, Gloria Zea combatió a quienes le aseguraban que eran imposibles, o superfluos, o demasiado costosos, o perfectos para Suiza pero no para nuestro terruño, y se enfrentó a una oposición feroz. Y, valga la ironía, a menudo ésta provenía del seno mismo de la cultura. Pero eso nunca le importó. Lo asumía como parte del desafío, apenas un obstáculo más que había que superar. Y al superarlo enriqueció a toda Colombia.
Porque su admirable e indomable esfuerzo se tradujo en la promoción de la cultura, y ésta nos beneficia a todos. Si un político o un empresario hacen bien su trabajo, quizás le ayudan a un gremio o sector específico de la nación. Y eso es, sin duda, válido y bienvenido. Pero la cultura es un bien común que favorece a cada colombiano; una riqueza compartida que fomenta la tolerancia, abre las mentes, siembra inquietudes, eleva el espíritu y cuestiona los prejuicios. La cultura dignifica y ennoblece a todo el país, con un alimento tan valioso para su gente como la agricultura, la economía y la industria, y los pueblos que la descuidan eventualmente sufren las consecuencias, notorias en la soberbia de sus líderes, en la pobreza de su civismo, en la ausencia de su compasión, en la aridez de sus ideas y en la pequeñez de su destino nacional.
Sin duda, Gloria Zea tuvo sus críticos. Se le acusó de ser elitista y sectarista, que sólo protegía a los suyos. En verdad, nunca le encontré validez a la primera objeción, que surgió principalmente en torno a la ópera. Y la razón es porque mi madre había viajado lo suficiente para saber algo evidente pero que en Colombia parecía un secreto subversivo: la ópera en el resto del mundo goza de verdadero apoyo popular. Y en cuanto a la segunda objeción, siempre pensé que había algo de válido a esa crítica. Gloria, en efecto, apoyó a los suyos, y quienes no gozaron de su favor o simpatía no gozaron siempre de su ayuda o servicios. Sin embargo, esta mujer, como lo somos todos, no era perfecta, sino una persona falible con pasiones, odios y amores, y si alguien en algún momento se sintió molesto o excluido, lo cierto es que al final millones de compatriotas se enriquecieron con su trabajo, tenacidad y perseverancia. Y a lo último su vida fue un camino pleno y fecundo, lleno de realizaciones.
Aun así, me gustaría que la trayectoria de mi madre sirviera, ante todo, como ejemplo para todas las mujeres. Porque ella siempre desafió a su medio y no se dejó vencer por sus circunstancias, y siempre hizo lo que creyó que tenía que hacer, así chocara con las costumbres o la moral de su tiempo. Estudió una carrera cuando pocas lo hacían, se divorció cuando era escandaloso, se volvió a casar cuando lo era todavía más, y tuvo maridos, novios y grandes amistades. En pocas palabras: era dueña de su destino. Una mujer que lidió a los hombres más poderosos del país; que se codeó con los jefes de la política y con los dueños de la finanzas, y los hechizó a todos con sus ojos de esmeralda, y los cautivó con sus pestañas de colegiala, y los conmovió con sus lágrimas de cocodrilo, y los puso a trabajar con la finura de su tacto y la gracia de su sonrisa, y a lo último dejó su marca indeleble en la cultura nacional. Por eso opino que mi madre trazó un sendero ejemplar para todas las mujeres, y más en este país dominado por el machismo y la misoginia abierta o soterrada.
Sin embargo, lo más conmovedor que vi en estos días fue comprobar el número de vidas que Gloria Zea tocó, ayudó, animó y transformó. La cantidad abrumadora de personas que en sus exequias me dijeron que gracias a tu madre obtuve tal beca, o realicé mi sueño de cantar en la ópera o en el coro nacional, o pude aspirar a tal cargo o llegué a tocar tal instrumento musical, o me gané tal premio o finalmente alcancé tal horizonte. Y es que ella era una experta en abrirle puertas a los demás; maestra en avivar esperanzas y especialista en derribar obstáculos, y tenía un olfato infalible para descubrir el talento en crudo, y lo sabía alentar y dirigir por los cauces de mayor prosperidad. Por ello, cuando su féretro salió de su adorado y restaurado Teatro Colón, en donde ella dejó buena parte de su alma, cubierto con la bandera de la patria y llevado en manos de la distinguida Guardia Presidencial, la gente en la calle empezó a aplaudir y a darle las gracias en voz alta. Y creo que a mi madre le habría gustado escuchar aquello.
Puedo concluir estas palabras contando una infidencia. En una de sus peores crisis de salud, Gloria Zea estaba agonizando en el hospital cuando de pronto vislumbró a sus padres que le hacían gestos con las manos, llamándola para que no siguiera sufriendo y los acompañara en el otro mundo. Ella, sin embargo, sacó de nuevo su fuerza legendaria y volvió a la vida y siguió luchando y trabajando, durante cuatro años más. Pero ahora ella está con ellos, y seguramente ambos se sienten orgullosos de ver todo lo que hizo su hija con el tiempo que tuvo sobre la tierra. Y creo que ese orgullo de los padres, en última instancia, es lo máximo a lo que puede aspirar cualquier ser humano.
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Artículo publicado en El Espectador.
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