Posiblemente sea El Quijote el clásico con la peor suerte, o al menos con la suerte más irregular en sus adaptaciones audiovisuales, aunque sea el que más imágenes icónicas haya generado, desde aquellas ilustraciones de Gustav Doré a los estilizados trazos de Dalí.
Bajo la mera alusión a Don Quijote cabe casi todo, pero, a diferencia de la obra original, ese casi todo envejece a una gran velocidad; las primeras versiones mudas, como la de 1898, francesa, se hacían eco de la visión aún cómica, caricaturesca, que había triunfado hasta esos años. Las interpretaciones más hondas y trágicas que las siguientes generaciones de autores destacaron cambiarían la visión de la novela, y sobre todo, de sus protagonistas, y las posibilidades del color y el sonido transformaron por completo las versiones franco-británica de 1933, de Georg W. Pabst, o la de Rafael Gil de 1947. Más solemnes, fieles, en lo posible, al extenso texto, la última incluía a unos jovencísimos Fernando Rey y Sara Montiel como Sansón Carrasco y la sobrina. El salto al musical El hombre de La Mancha gozaría de mejor éxito en los escenarios, donde aún está presente, que en la adaptación de 1972 que Arthur Hiller rodó: pese a contar con Peter O’Toole y Sofía Loren resultó un rotundo fracaso, percibida como una traición al espíritu del libro y un error completo de casting.
Quizás de todas ellas, las más interesantes sean aquellas que se construyeron a trompicones y quedaron incompletas por muchos años. Una de las más célebre es la de Orson Welles, una de sus múltiples obsesiones titánicas e inacabadas, la más recurrente. Welles comenzó este proyecto en 1955 y le alcanzó la muerte sin finalizarlo: por el camino murió el actor principal, Francisco Reiguera, exiliado en México. Sancho, el armenio Akim Temiroff, también falleció. Existen dos montajes diferentes de esta extraña, renovada y fraccionada obra: la provisional de Welles, que se pudo ver en 1986 en Cannes, y la que se estrenó en 1992 durante la Exposición Universal de Sevilla, rematada por Jesus Franco, un “Don Quijote de Orson Welles” que no es de Welles, y que resulta, entre nosotros, un auténtico pastiche, una mezcolanza con escaso sentido.
La fascinación de Terry Gilliam por Don Quijote ha producido no uno, sino tres proyectos, dos de ellos derivados precisamente de la dificultad de la obra y la ambición del director por abarcarla de una manera amplia: Terry Gilliam partió en 2000 de un guiño a Twain y su Un yanqui en la corte del rey Arturo para encontrarse con escollos similares a los de Welles, cambios de protagonistas, de presupuesto y enfoque, hasta que la película vio por fin la luz en 2018, con el título de El hombre que mató a Don Quijote.
Con el arranque del rodaje en 2000 se inició un making-of en paralelo, con la intención de que ilustrara el proceso de rodaje que acabó por poseer entidad propia como documental y que se presentó en 2022 bajo el nombre Perdidos en La Mancha. Firmado por Keith Fulton y Louis Pepe, y narrado por Jeff Bridges, da fe de cómo Gilliam se pierde cada vez más entre su visión de la obra, que fluctúa sin un destino fijo y de los obstáculos de un rodaje que jamás acaba. De hecho, cuando se estrenó Perdidos en La Mancha presentaba la paradoja de ser un cómo se hizo de una película que no se había hecho. También resulta curioso que las críticas del documental fueran mucho mejores que la propia obra que lo inspiró.
Pero la cosa no acabó allí: ni Gilliam, ni Fulton, ni Pepe parecían aún saciados tras 20 años dedicados al Quijote y anunciaron la aparición de otro documental, Soñaba con gigantes, que completaría la historia de lo que el primero dejó sin contar. El documental aún no ha visto la luz, pero promete centrarse en la relación del director con la maraña en la que se había transformado su visión, ya muy alejada de la novela.
Quizás desde la tumba Cervantes maldiga quienes se atrevan a tocar su obra, como hizo con Avellaneda: pero, supersticiones aparte, una vez que ya se rodaron las interpretaciones literales de su trama será complicado que nadie pueda reflejar la complejidad de los distintos planos de El Quijote. La novela adquiere a cada generación mayor hondura, significados más amplios: quizás haya que esperar a otros formatos afloren y se extiendan, que otros recursos visuales nazcan para hacerle justicia.
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