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'Generation Kill': La civilización era esto - Zenda
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‘Generation Kill’: La civilización era esto

Generation Kill es una miniserie de la HBO, de siete episodios, hecha en 2008 y situada en Iraq en 2003. Está basada en una premiada serie de tres reportajes, luego convertidos en libro, escritos por Evan Wright, un periodista de la revista Rolling Stone que estuvo dos meses embedded (incrustado) en un pelotón de marines estadounidenses durante...

Generation Kill es una miniserie de la HBO, de siete episodios, hecha en 2008 y situada en Iraq en 2003. Está basada en una premiada serie de tres reportajes, luego convertidos en libro, escritos por Evan Wright, un periodista de la revista Rolling Stone que estuvo dos meses embedded (incrustado) en un pelotón de marines estadounidenses durante los primeros meses de la invasión contra Saddam Hussein y sus (ejem) armas de destrucción masiva. Al parecer, algunas de las cosas que contó en el libro gustaron tan poco a varios de los soldados que cuando estos volvieron a casa, algunos de ellos lo amenazaron con más que palabras.

Si alguna vez hubo una época donde el cine y la televisión estadounidenses estaban siempre al servicio ciego de las necesidades militares y del imperialismo del país, tal época pasó a la Historia. Así, esta serie es asombrosa de principio a fin, dadas las cosas que cuenta, revelando un grado de incompetencia, incultura, falta de escrúpulos e incapacidad de adaptación extremas (aparte de lo puramente militar) entre los jarheads norteamericanos, capaces de pagar pizzas a cuarenta dólares la porción el día antes de entrar en combate (ya se sabe, «soldado al que le dan de beber», etcétera). Eso por no hablar de racistas, sexistas, xenófobos y votantes del partido republicano, que es casi lo peor. Al propio periodista, cuando se le ocurre preguntar por las famosas armas de destrucción masiva, se le tacha de gay-ass liberal para arriba. También hay una escena en el primer episodio, sobre las cartas que reciben los soldados, que deja a uno con la boca abierta.

Al principio lo único que desean es matar a alguien, cuanto antes y cuantos más mejor. Es más, temen que la invasión dure tan poco que no les dé tiempo. Siendo parte de una unidad de recon (reconocimiento), a menudo son los primeros en entrar en muchos sitios, pero luego son los tanques y la aviación quienes se llevan la gloria, y los protagonistas a los que seguimos no acaban de encontrar lo que desean, al menos de la forma en que lo desean. La cámara se queda con ellos todo el tiempo, y vemos siempre lo que ellos ven. Lo más alto que llegamos a asomarnos en el escalafón es al teniente coronel Ferrando, a quien por su peculiar voz apodan «El Padrino», que todo lo interpreta de la forma más positiva posible para su expediente (ocupar una pista de aviación desierta de donde los iraquíes ya se habían ido es «una acción exitosa con cero bajas») y que habla de sí mismo en tercera persona. Por lo tanto, tampoco sabemos de dónde vienen las órdenes, o cuál es el objetivo del grupo. Un día los mandan de acá para allá y otro de allá para acá, siempre Oscar Mike (O.M. en el alfabeto militar, siglas de «on the move«), y siempre sin saber exactamente para qué están haciendo lo que hacen.

Pero bueno, siempre obedecen, ¿no? Pues depende. Como los objetivos generales están ocultos a su vista, estos hombres a menudo se encuentran con decisiones que tomar sobre la marcha y sin elementos de juicio suficientes para llevarlas a cabo, o con órdenes encontradas o directamente contradictorias. Las ROE («rules of engagement«, o reglas de ataque) cambian todo el tiempo. Hoy no se puede disparar contra civiles, mañana sí porque se considera que hay tropas enemigas escondidas entre ellos, y pasado a lo mejor sí o a lo mejor no, depende de si te atacan primero o no. Se encuentran con una columna de refugiados que ha huido a pie de las mismas barbas de Saddam, y ¿qué hay que hacer, acogerlos o pasar de ellos? Los machacas no saben qué hacer, porque no están entrenados para tomar decisiones de ese tipo, y los que lo están no están allí viendo sus caras y la situación concreta. Cuando alguno con un dedo de frente más que el resto intenta tomar la iniciativa y corregir errores de arriba, se arriesga a que lo expulsen del cuerpo.

La incompetencia y la falta de previsión reinan, a pesar de todo su golpe de superpotencia armamentística. Equipos y radares ultramodernos que se quedan sin baterías. Baterías que no llegan, o llegan a quien no las necesita. Camuflaje de montaña verde para una misión en mitad del desierto. Pierdes tu casco, no hay repuestos y tienes que pintar tú mismo uno de motorista civil. Contrabando de drogas y revistas porno. Hongos en los pies porque está prohibido quitarse las botas para dormir. Recurrir a pañales de anciano porque hay días enteros en que no se puede salir del vehículo a defecar. Torcer a la derecha en vez de a la izquierda y retrasar un plan conjunto ocho horas. Capitanes que sólo entienden la maniobra si se les explica como si fuera fútbol americano. Una locura, vaya. Claro que, por otro lado, tienen un armamento cientos de veces superior al enemigo, y por eso salvan la piel la mayor parte de las veces en que casi la pierden. Por eso y porque tras tanto entrenar, sí que es cierto que donde ponen el ojo ponen la bala. Pero ¿qué pasa cuando pones la bala donde sólo hay civiles? ¿Crees que así te van a aceptar como salvadores del país?

Los responsables de la miniserie son David Simon y Ed Burns, los mismos que los de la mejor serie de todos los tiempos, o sea, The Wire. De ella hereda una forma de contar las cosas que no se lo pone fácil al televidente: a este se lo deja caer en mitad de la situación sin explicarle nada, y sin conversaciones expositivas del tipo: «¿Has visto a Johnny? ¿Johnny, te refieres al cabo primero de madre mexicana que lleva un tatuaje tras la oreja y que perdió el fusil en el asalto a Faluya? Sí, ese. Pues no, no lo he visto.» Le lleva a uno un tiempo hacerse una composición de quién es quién, y además, el uniforme y el rapado militar de todos complica las cosas para distinguir a uno de otro. Ves que alguien saluda a alguien o lo llama «sir» y deduces que es un superior. Ves a otro de un grupo de más o menos iguales que manda subir al humvee y deduces que es el jefe de vehículo. O algo así. Hay hasta 28 personajes de cierta importancia, y varios secundarios más. Luego se va aclarando todo, y además el periodista de vez en cuando pregunta, lo cual ayuda. Aparte, que la jerga es endiablada, llena de siglas, palabras recortadas, apodos, alias y referencias a otras cosas, y debe de haber sido dificilísimo traducirla.

El grupo al que seguimos es al vehículo 1 del equipo 1 del pelotón 2 de la compañía 2 (o sea, Bravo), del batallón de reconocimiento 1. Es un humvee (High Mobility Multipurpose Wheeled Vehicle, HMMWV) de cinco ocupantes, en el que van el propio periodista, al mando del sargento «Iceman» Colbert (interpretado por Alexander Skarsgård), sólido e inteligente, con los cabos Hasser, Person (un bocazas hasta las cejas de bebidas de efedrina y cafeína, pero muy eficiente como conductor y navegador) y Trombley, un chaval de 19 años criado a los pechos de los videojuegos y que solo tiene ganas de que le dejen disparar a algo, aunque sea a un perro vagabundo. Entre los más sobresalientes de los demás, están el capitán Patterson y el teniente Fick, representantes del tipo de oficial juicioso, humano y reflexivo del que harían falta más, y por lo tanto destinados a algún día comerse un consejo de guerra (Fick ha publicado libros él también despues en la vida real). También está el capitán Schwetje, alias «Encino Man» (algo así como «Cromañón»), un cabeza de chorlito que no sabe calcular las distancias de seguridad para sus propios hombres cuando pide cobertura aérea; el sargento Espera, latino a ratos, cuando conviene, y que luego dijo en la vida real que se vio obligado a abandonar el batallón cuando salió el libro, debido a las cosas que se dicen que dijo en él; el capitán McGraw, apodado «Capitán América» solo de manera irónica, dada su tendencia a entrar en modo «vamos a morir todos», lleno de nervioso pánico; y por último, el sargento Reyes, tan dado al cuidado corporal y al culto al cuerpo y a la mente, cual perfecto guerrero zen, que en la serie sale él mismo haciendo su propio personaje.

Todos ellos van avanzando por los terrenos entre el Tigris y el Éufrates (o sea, como recuerda Fick, la cuna de la civilización humana), intentando matar sin ser muertos (a veces por el mismo aburrimiento), en ocasiones con demasiado tiempo para pensar y en otras sin el suficiente. Lo mismo se encuentran como punta de lanza de todas las unidades de su ejército que a la cola de la caravana, rodeados de refugiados y desplazados. Mantienen sus armas, buscan el momento idóneo para salir a plantar un pino fuera del vehículo, intercambian chanzas a veces bastante crueles (y el que no sepa aguantar una broma, que se vaya del pueblo) y un día de repente se ven obligados a cruzar un puente o un pueblo por un camino que debería ser abierto más bien por un tanque acorazado, no por lo que es mayormente un todoterreno extra-ancho. Disparas, te disparan, te alegras de estar vivo, reflexionas sobre ello, o no, y al día siguiente otra vez.

Al fin, queda una sensación hiperrealista y puramente reporteril similar a la que intentaban dar The Wire y su antecesora The Corner, y que también estaba presente en otra gran obra sobre la guerra, Senderos de gloria: todo intento humano de organizar cualquier cosa, sobre todo cuestiones vitales, acaba embarrancando a menudo por culpa de los intereses creados, de una burocracia interna que acaba recompensando cierta clase de incompetencia y de la propia tendencia humana a sacar la cabeza propia a base de pisar la ajena. Todo esto acaba provocando unas veces situaciones auténticamente hilarantes, de las de reír por no llorar, como el quemarse la cara con una máquina portátil de hacer café, los líos con el equipo antigás o las versiones de éxitos pop que se dedican a cantar en el vehículo, y otras grotescas e inhumanas de las de no llorar por que no te vean, como el chaval de los camellos o la gente de Bagdad sin agua. Asombrosa y educativa a partes iguales, sin juzgar lo que pasa pero sin dejar de presentarlo en toda su estulticia para que el espectador vea en qué manos está el destino de medio mundo, lo bueno es que al final del todo no hay moralina, a pesar de ese montaje final con música de Johnny Cash. Sí, los soberbios marines aprenden cosas sobre sí mismos, sobre sus mandos y sobre su forma de actuar que hubiesen preferido no saber, quizá. Pero cuando todo acaba no se van a hacer hippies y a darse besitos en la boca. Simplemente buscarán un sitio mejor para pegar tiros e insultar a todo Dios, incluyendo entre sí.

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