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Gaviotas en Oriente - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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Gaviotas en Oriente

Estaba aturdido. El golpe había sido bastante fuerte. Sus manos me sujetaban por las muñecas y, con toda su energía, trataban de levantarme. Pero no estaba seguro, ella, de que fuera capaz de mantener el equilibrio, yo, una vez de pie. Veía perfectamente, y sólo una leve sensación de mareo persistía en mi cabeza. Si...

Estaba aturdido. El golpe había sido bastante fuerte. Sus manos me sujetaban por las muñecas y, con toda su energía, trataban de levantarme. Pero no estaba seguro, ella, de que fuera capaz de mantener el equilibrio, yo, una vez de pie.

Veía perfectamente, y sólo una leve sensación de mareo persistía en mi cabeza. Si había estado dormido —“la inconsciencia…”, me pareció oír a mi lado—, ya no lo estaba. Pero tenía la sensación de que algo nuevo se movía a mi alrededor, o de que todo era nuevo. Ella estaba muy guapa. Eso fue lo primero que vi, cuando desperté: su cara, sus manos, que me tocaban las mejillas y la frente. Siento decir esto, pero quizá la angustia la ponía más guapa. Un hombre mayor, de pelo y bigote blanco, con bastón, un jubilado de paseo, seguro, me miraba.

—Ya está mejor, ¿no lo ve? Está despertando. No ha sido nada. Sólo un tropiezo, un golpe. Ocurre todos los días. De verdad, no se preocupe. Ya está mejor. Tiene los ojos completamente abiertos.

Volvía a sentir el calor de julio, el sudor debajo de mi camisa. Sin embargo, me estaba enfriando. Tendrían que ponerme a cubierto, con algo encima. El sol caía fuerte. Vi un reloj, de esos grandes, digitales, que marcan la hora y la temperatura, intermitentemente: las cinco y treinta y cinco, 38 grados. El reloj estaba al sol, pero yo también. Qué tropiezo más tonto. ¿Pero con qué?

—Tiene los ojos abiertos. Quizá tarde un poco más en oírnos. Le digo que no se preocupe, joven. Su amigo se pondrá bien. No es la primera vez que veo esto.

Hay mucha gente en la plaza, mucha gente paseando. Niños con globos y helados, allí, en el parque, parejas de la mano, ancianos como este señor que es tan amable con Beatriz.

Miró a los lados. El palacio a la izquierda, el parque con los reyes, a la derecha, y al fondo, el Teatro, con una escolta de edificios. Los árboles eran tan bonitos como los recordaba, y la animación de la plaza tampoco había cambiado. Aún no le llegaban los sonidos que todo eso generaba. Tenía los oídos tapados. La boca de Beatriz se movía, pero sus palabras no le alcanzaban. Los ojos de Beatriz transmitían preocupación. Le miraban a él, durante largos segundos, y luego se volvían al señor del bigote blanco. La cara de éste se mostraba tranquila. Era un buen hombre: quería tranquilizar a Beatriz.

Levanté las manos, por fin, y las apoyé sobre las suyas. Esto pareció surtir efecto, porque sus ojos se relajaron, sonrió. Vi una lágrima, pequeña pero pesada, cayendo por una de sus mejillas. Supe que se alegraba de sentir la presión de mis dedos en su piel. Ya estaba menos preocupada.

Lo primero que oí me resultó extraño. Pero lo oí con nitidez. Unos graznidos que llenaban toda la plaza. No asociaba ese sonido a la plaza, ni a Beatriz, ni por supuesto al hombre del bigote blanco. Los graznidos eran como un efecto especial no deseado en una película que no los necesitaba.

Eran persistentes, unos gritos que se superponían unos a otros hasta casi formar un continuo y prolongado graznido.

Entonces las vi. Estaban por todas partes. Encima del palacio, sobre los árboles del parque, posados o volando, haciendo acrobacias o descansando en una rama, observando sobre los tejados, andando con sus patas cortas por el paseo. Algunos niños les daban de comer. Sacaban de sus bolsas palomitas, migas de pan… Dejaban sus globos de colores a los padres y las alimentaban. También desde los bancos les tiraban migas.

El palacio era una sombra luminosa. La luz de oriente creaba una penumbra fresca lejos de donde ellos estaban. Los tres estaban expuestos al sol, pero el hombre del bigote, el que se suponía que más debía acusar el calor, permanecía indiferente. Los dos jóvenes tenían la cara llena de sudor, en cambio el viejo parecía moverse dentro de esa penumbra fresca del palacio.

Ella hablaba, le decía algo, pero él no oía nada de lo que le decía. Estaba angustiada; las palabras del hombre del bigote no la habían calmado.

Era hermoso, muy hermoso. Siempre había deseado contemplar algo así. Lo había soñado sin saberlo, pero ahora descubría que el sueño le había acompañado durante muchos años. La plaza de Oriente invadida por las gaviotas. La plaza de Oriente, con su palacio real, su teatro real, su parque de reyes godos, los niños con sus padres, las parejas de novios, su lugar favorito de Madrid tomado por las gaviotas. Gaviotas como palomas, porque hacían lo mismo que acostumbraban hacer las palomas: dejarse alimentar, corretear entre las piernas de los transeúntes, espantarse, o simular que eran espantadas. El vuelo no era el mismo, porque el espíritu de las gaviotas nunca podía ser el de las palomas, y el vuelo era el espíritu de un ave. “Por eso dicen que las aves que no vuelan son desgraciadas”, recordó, “a lo mejor es que no tienen espíritu, o algún dios se lo robó.”

A su novia también la rodeaban las gaviotas. Y al hombre del bigote blanco, tan elegante con su bastón de caoba y su aire de jubilado ilustre. Oía sus graznidos, incluso el sonido que producían sus alas al volar. Era extremadamente sensible al mundo de las gaviotas, pero no al de las personas. Veía, sí, pero no oía nada. La boca de ella le hacía gestos que él podía interpretar, pero sus palabras no salían de ahí. Parecía que le hablaba desde el fondo del mar.

Siempre había soñado con esto, y ahora lo sé. La plaza de Oriente como un pueblo marinero, las gaviotas presagiando el mar, el sol declinando, todavía muy alto, en el oeste, y allí, tras las balaustradas de los jardines del Campo del Moro, lo que no puedo ver desde aquí, el mar, una inmensidad infinita e invisible que sólo la presencia de las gaviotas me empuja a aceptar. Quizá me parezca que ella me habla desde el fondo del mar porque está contagiada por ese mar invisible que está ahí, un poco más allá de lo que vemos.

—No despierta. Nos mira, pero no dice nada. Vaya a avisar a un médico, por favor. Dígaselo a alguno de los guardias del palacio.

—No, ¡mire!, abre la boca, está intentando hablar —dijo el hombre del bigote blanco.

Efectivamente, él se esforzaba por hablar. Le costó mucho decir la primera palabra, pero una vez que pronunció ésta las demás salieron de su boca con facilidad.

—¿Dónde… adónde se han ido las gaviotas?

Ella se alegró mucho al principio, porque parecía que su novio volvía completamente en sí. La frase no le había gustado mucho, era incoherente, pero había leído que después de salir de un shock eran muy normales las frases incoherentes.

—¿Qué gaviotas? —dijo ella, todavía angustiada.

—Las gaviotas que estaban aquí hace un instante —dijo él, restregándose los ojos.

—¿Cómo que gaviotas? Has estado fuera de este mundo un buen rato y ahora sales con gaviotas. Me tenías muy preocupada.

Entonces hablé yo, primero para ella y luego para él, atusándome el bigote.

—Ya le dije que no se preocupara, señorita, que no era nada. Ha debido de estar soñando. Y en algo bueno, sin duda. No ve la cara de felicidad con la que se ha despertado.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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