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'Gattaca': A lo que nos puede llevar la ciencia - Zenda
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‘Gattaca’: A lo que nos puede llevar la ciencia

El 5 de julio de 1996 nació Dolly, la oveja escocesa que era el primer mamífero clonado de la historia. Un año después se estrenaba esta película, Gattaca, que es una mezcla de distopía y ciencia ficción ambientada «in the not too-distant future», donde la eugenesia tiene un papel central a la hora de organizar...

El 5 de julio de 1996 nació Dolly, la oveja escocesa que era el primer mamífero clonado de la historia. Un año después se estrenaba esta película, Gattaca, que es una mezcla de distopía y ciencia ficción ambientada «in the not too-distant future», donde la eugenesia tiene un papel central a la hora de organizar la sociedad. La eugenesia es la creencia de que, en cuanto sea posible, el ser humano debe ser mejorado genéticamente. Según sus variantes, se deja expreso o no lo que como consecuencia debe ocurrir con aquellos individuos considerados inferiores. Y esto es lo que ocurre en la trama de esta película, centrada no en el superhumano que se supone que se está creando, sino en los que se van a quedar atrás: el protagonista, nacido de forma tradicional, sin modificaciones de laboratorio, intenta superar los datos genéticos que ha arrojado su analítica, viviendo una vida más larga de la que se le suponía e intentando llegar a ser astronauta, una de las profesiones más elitistas de su sociedad. Por el camino también aparecen un componente romántico y otro de investigación policial.

Al principio la película se iba a titular The Eighth Day (el octavo día), pero justo unos meses antes de estrenarse, salió al mercado una película belga con el mismo título, así que se cambió por el de Gattaca, que es el nombre de la empresa que aparece en la historia. Ese nombre está compuesto únicamente de una combinación de las letras G, A, T y C, que representan a la guanina, adenina, timina y citosina, o sea los cuatro nucleótidos que componen el ADN, y que por lo tanto son los cuatro ladrillos con los que se construye cualquier edificio biológico. Durante los créditos iniciales, se ve cómo estas letras aparecen resaltadas en los nombres que salen en pantalla. Este título original, en referencia a la historia bíblica de que Dios creó el mundo en siete días (y ahora, por tanto, es el turno del hombre de transformarse en creador él mismo en el octavo), junto a las citas que abren la película, dejan bien claro por dónde va la trama. Una es: «Considera la obra de Dios: porque ¿quién puede enderezar lo que Él ha torcido?», sacada de la propia Biblia, y la otra es: «No solo creo que podamos alterar la Madre Naturaleza, sino que creo que Madre quiere que lo hagamos», del psiquiatra, cirujano e investigador sobre bioética Willard Gaylin.

[aviso de destripes con doble hélice en todo el texto]

Según la película, en este futuro «no-muy-distante» el tener un bebé de manera «natural» o «tradicional» se considerará algo tan despreciable como hoy en día pueda serlo el negarse a recibir una transfusión de sangre o, especialmente en los días en que se publica esto, una vacuna. No se llega al punto de considerarlo maltrato infantil, pero casi. ¿Qué padres serían tan desalmados (o ignorantes, o retrógrados fundamentalistas) como para arriesgarse a que sus hijos nazcan con una enfermedad heredada o con una predisposición genética a sufrir un problema de salud serio, cuando es tan fácil evitarlo retocando unas cuantas células en el laboratorio? Esto parece bastante razonable, pero por lo que parece al hilo de los diálogos, también puede pedirse evitar cosas como la miopía, la calvicie y, a no ser que el biólogo de Gattaca esté bromeando, también se puede pedir un pene de gran tamaño para el retoño varón (aunque curiosamente, quien lo tiene en este caso no es un individuo «alterado», sino uno nacido de forma natural). Eso ya va más allá de un mero suprimir riesgos para la existencia física del futuro individuo. Incluso eliminar la tendencia al alcoholismo, las adicciones, la obesidad o la violencia están en el borde ético de lo que se debería hacer.

Cuando la familia Freeman (nótese el apellido, «Hombrelibre») tiene a su primer hijo, la concepción ocurre tan al viejo estilo americano que sucede dentro de un coche, y nada más nacer al bebé se le adjudica un 42% de posibilidades de ser maniaco depresivo, un 60% de tener una enfermedad neurológica, un 89% de tener trastorno de falta de atención y un 99% de tener problemas de corazón. Esperanza de vida: 30,2 años. Al oír esto, el padre, que iba a ponerle a su primer hijo su mismo nombre, Anton, lo cambia por Vincent. Será el segundo hijo, el que sí nacerá tras ser retocado ma non troppo por el geneticista, empezando por el sexo del bebé, por supuesto, quien se llamará como su padre. Vincent, al relatarnos esto desde el futuro, dice con irónica amargura: «Solían decir que un hijo concebido por amor tenía una mayor probabilidad de felicidad. Eso ya no lo dicen».

La madre es quien, quizá más en su papel que en el de adivina, dice «serás algo en la vida, lo sé», pero al ver crecer a Vincent vamos viendo la ratonera en que se ha convertido esta sociedad a dos velocidades: Anton es más alto a los 8 que Vincent a los 10, siempre le gana al juego de a ver quién se cansa antes nadando y vuelve antes a la orilla, hay un colegio que no quiere aceptar a Vincent «porque no lo cubre el seguro», y cualquier empresa, so capa de pedir una prueba legal antidrogas para evitar el «genoísmo», que es un problema real en esta sociedad, puede usar la muestra que le des para hacerte bajo cuerda el análisis genético que será lo que de verdad decida tus perspectivas laborales. «Hemos convertido la discriminación en una ciencia». A los «naturales» se los llama directamente «in-válidos», o «úteros», o «nacidos de la fe». Pero quizá lo peor es que son los propios padres de Vincent quienes al intentar tomar medidas para protegerlo, conociendo los datos científicos que se les ha dado, le acaban queriendo cortar las alas. Quizá porque el mundo en el que vive lo está tratando así, Vincent quiere salir de él y ser astronauta (se nos dice que en este mundo un día con doce lanzamientos al espacio es algo rutinario), y en casa le dicen que sea realista, que ese 99% del corazón, etc… O sea, que «solo verás el interior de una nave espacial si eres el que va a limpiarla por dentro». Y en efecto, Vincent acaba siendo limpiador en Gattaca, desde donde puede ver los despegues diarios de las naves espaciales, mientras el gran veterano Ernest Borgnine, un tanto desaprovechado, le dice que si tanto le interesa el espacio, que empiece por limpiarle este espacio de la esquina.

Y entonces un día «ocurrió lo imposible»: Vincent gana a Anton en su juego de natación, las probabilidades matemáticas quedan derrotadas y Vincent decide jugársela a tope: si no le dejan entrar por la puerta principal con su propio nombre e identidad, lo hará a base de mentiras, convirtiéndose en un «escalón prestado» o «de-gen-erado». Comienza entonces la parte de thriller de suspense de la historia, durante la cual Vincent toma la identidad de Jerome Morrow, un elegido sin tacha («una fecha de expiración increíble, un cociente intelectual que se sale del gráfico, una vista superior a 20/20 y el corazón de un buey») cuyos altos designios se han visto segados por un accidente de tráfico que lo ha dejado paralítico de la cintura para abajo. Su vida como triunfador social ha terminado, pero su expediente genético sigue siendo brillante, y esto es lo que le vende a Vincent, con la colaboración de un enigmático «hombre que no se anuncia precisamente en las Páginas Amarillas» (y bueno, es una película del siglo XX, recordemos). Sin embargo, ni aun así las cosas son fáciles para Vincent: siendo zurdo y Jerome diestro, tiene que aprender a usar la derecha. Sus ojos son de diferente color, así que tiene que llevar lentillas, porque además Vincent ha llevado gafas desde pequeño, indicativo de su menor valía. Cada día tiene que someterse a un riguroso proceso de limpieza corporal para evitar dejar su ADN en Gattaca, y a cambio llevarse al trabajo granitos de la piel, las uñas y el cabello de Jerome para esparcirlos por su mesa de trabajo y engañar así a los periódicos controles de la empresa. También ha de hacerse una yema de los dedos falsa con una diminuta bolsilla de sangre bajo ella para pasar el detector de entrada, que ya no usa arcos ni fotos ni nada, sino directamente un análisis instantáneo de sangre. Y lo más gordo: Vincent es más bajo de estatura que Jerome, así que ha de someterse a una operación casera para alargarle las piernas por los huesos de la pantorrilla. «Aguanté el dolor a base de recordarme a mí mismo que cuando me pudiera levantar estaría dos pulgadas más cerca de las estrellas».

Vincent prospera en Gattaca. Venciendo también sus supuestas propensiones al déficit de atención, se ha machacado los gruesos volúmenes de estudio (y bueno, es una película del siglo XX), y su trabajo parece consistir en teclear sin descanso en un minúsculo cubículo, y sin haberse equivocado una sola vez en millones de tecleos (y bueno, es… etc). Llega entonces la parte de investigación policial, ya que uno de sus superiores, «el único que casi me descubre», aparece muerto. De hecho, es así como empieza la película, dejando ahí colgando la posibilidad de que Vincent se haya metido tan a fondo en la madriguera que haya sido capaz de matar a quien le pueda arruinar el sueño.

También comienza la parte romántica, con Irene, una de las empleadas de Gattaca, pasando a encargarse de tratar con la policía si lo necesita. Es este el momento de comentar que Ethan Hawke (Vincent) y Uma Thurman (Irene) se conocieron y se hicieron pareja en la vida real en este rodaje, y que al principio recibieron muchas críticas sobre sus interpretaciones en general y su química en particular. Dice la teoría que quienes son pareja en la vida real no suelen dar bien en pantalla en este tipo de historias románticas, quizá porque los actores estén demasiado pendientes del resultado o porque teman mostrar demasiado de su intimidad a través de lo que se filma. Sea como sea, las críticas del momento pintaban mayormente a ambos como dos veinteañeros guapos pero vacíos, y a ella sobre todo como demasiado glacial, quizá intentando hacer una «rubia de hielo» hitchcockiana pero sin conseguirlo. Dada la buena carrera que han tenido ambos en las décadas siguientes, y debido a que el director de la película, Andrew Niccol, ha dicho que desconfía de las actuaciones demasiado emotivas, esta percepción ha cambiado, y ahora se lee más como una interpretación hecha aposta, no por falta de recursos, sobre lo que este tipo de sociedad puede hacerle a los sentimientos de las personas, convirtiéndolas en desconfiadas y excesivamente analíticas. Irene, por supuesto, investiga genéticamente a Vincent (aunque solo le sale el impecable Jerome en el análisis), mientras que en la ventanilla de al lado otra mujer, que acaba de besar a su ligue, deja una muestra de saliva (de ambos) para ver de tapadillo el pedigrí genético de la persona con quien acaba de estar, como quien hoy le investigaría el teléfono móvil. Hasta ese punto llega todo esto, y las interpretaciones lo reflejan, pero yo creo que se ve el suficiente fuego interior por debajo de esos ojos azules como para saber que hay algo humano y caliente latiendo en el interior.

Por su parte, Jude Law, con su acento inglés, está mucho más lucido como el dandy nihilista, bebedor, amargado y caído en desgracia Jerome, ya que puede actuar con mucha menos contención, dado que ya pasa de todo y solo busca poder vivir un rato más al modo en que tenía acostumbrado, y quizá también demostrando a la sociedad, cuando todo esto se sepa, que su cociente intelectual sí que valía para algo. Jerome, además, va revelando parte de sí mismo casi en cada escena. Empieza desdeñando su medalla de natación, porque es de plata, y luego acaba confesando que el accidente de tráfico no fue tal, que fue él quien se puso delante del coche que lo atropelló, completamente sobrio. Esto es lo que hace la presión de carecer de excusa alguna para fracasar. Porque una parte del debate genético es la siguiente: si todos estamos genéticamente modificados para ser mejores que el de al lado, entonces ninguno seremos mejores que el de al lado, porque a todos nos habrán mejorado. Por así decirlo, si antes para superar a un 8 tenías que ser un 9, entonces cuando todos seamos dieces, ¿quién será el que consiga la plaza de astronauta, o de presidente, o de premio Nobel? No cabemos todos en la cumbre. Los ochos ya esperan ser superados por los nueves desde el principio, pero ¿cómo se sentirán los dieces que fracasen en su intento, cuando no tienen excusa para ello? Jerome es un caso de estudio de lo que puede ocurrir.

Otro punto importante que puede pasar desapercibido es el que menciona de pasada el director de Gattaca. Cuando por fin se encuentra una pestaña real de Vincent en la oficina y el análisis dice que ya debería estar muerto (esperanza de vida 30,2 años, recordemos), el detective al cargo pregunta al director si es posible para sus empleados «exceder su potencial». «Nadie excede su potencial. Y si lo hace, simplemente significa que no se midió acertadamente al principio». Esto es algo que vemos a nuestro alrededor todo el tiempo: campeones olímpicos a los que de niños les dijeron que no podrían volver a andar bien, o gente a la que le dan unos pocos meses de esperanza de vida y luego no es así. Hay gente que a esto lo llama «milagro», pero en realidad es simplemente, como ha dicho el director, una mala medición, un fallo en los datos, no tanto en la ciencia. En este presente en el que estamos, lleno de plazos futuros, porcentajes de efectividad, tasas de incidencia y otra multitud de datos con que se nos bombardea, ¿cómo de seguros podemos estar de que nuestras decisiones, y las de nuestros gobiernos, son acertadas, aun basándose en lo científico? Vincent Freeman, etimológicamente «el hombre libre vencedor» es quien lo consigue. Y ya que estamos con el director de Gattaca, mencionar que está encarnado por Gore Vidal, un escritor e intelectual liberal y pionero en la inclusión de personajes bisexuales (como él) y homosexuales en la literatura de los años 50, y aquí usa su porte real, un tanto estirado y erudito, cual patricio romano con su toga senatorial, para interpretar a su contrario ideológico, un desdeñoso miembro del 0,001% que es quien es el autor del crimen de su subordinado, ya que sus recortes de presupuesto amenazaban con dar al traste con la misión a Titán, que solo es factible una vez cada 70 años.

El presupuesto de la película, sin ser escaso, no daba para grandes alardes, y el esfuerzo que se hace para mostrarnos cómo es el mundo fuera de las oficinas de Gattaca es breve pero eficaz. El diseño de producción, nominado al Oscar, tira por una estética mezcla de estilizado minimalismo y toques retro, con sombreros estilo años 40 y un gusto por la música de orquesta de jazz y swing (quizá no sea coincidencia que los 40 y los 90 fueran dos décadas donde se llevaba la ropa muy holgada). Incluso Uma Thurman, cuando se quita el moño y se viste para el club, se da un aire a Marlene Dietrich. Como ya se vio en Blade Runner, una forma de evitar que tu película futurista se pase de moda es hacerla anticuada desde el principio, y aquí se ve: la estética es retro a propósito, y sigue quedando así décadas más tarde, mientras que lo futurista (los monitores de los ordenadores, esa imagen borrosa de las pantallas de análisis) se ha quedado muy desfasado rápidamente.

También se le ha criticado a la trama que está llena de casualidades y explicaciones demasiado convenientes, a la vez que falta eficacia en Gattaca. ¿Toda esta tecnología y no hay una simple cámara dentro del edificio? ¿Los dos que descubren a Vincent (Irene y el técnico del laboratorio, «no te la agarres con la zurda») tienen convenientes motivos para no entregarlo? ¿El poli que va a casa de Jerome no nota nada extraño en que no se levante? ¿Por qué un incinerador tiene un botón DENTRO? Pero bueno, es lo que pasa con muchos thrillers, si te aficionas a buscarles agujeros. Hay varios momentos de suspense en los que a Vincent pueden pillarlo, pero se escurre cual anguila, adaptándose sobre el terreno. Pero desde luego, es una película que lleva los símbolos por fuera. Ya hemos visto lo de las citas iniciales, lo de la razón del nombre de Gattaca, lo que significa Vincent Freeman (y hasta Jerome de segundo se llama Eugene, para mayor aclaración), y la guinda final es que el detective encargado del caso es… Anton, el hermano menor de Vincent, que ya no se reconocen después de los años. Dadas las circunstancias del reencuentro (investigador contra delincuente, ya que Vincent no es culpable de asesinato, pero sí de estafa y engaño), los dos acaban de nuevo en el mar jugando al gallina que nada, y otra vez vuelve a ganar Vincent. Anton le pregunta que cómo lo hace, y este responde que «nunca me guardaba nada para el regreso». Y mientras que Anton opta por volver a donde salieron, Vincent sigue nadando hacia adelante, ya que está más cerca del otro lado que del punto de partida. No es difícil interpretarlo: cuando se habla de dar el 200%, eso es lo que significa: navegar hacia adelante incluso cuando ya no te quedan víveres, apostando todo por que se oiga pronto un «tierra a la vista». Como dice el lema de la película: «No hay gen para el espíritu humano». Bueno, seguramente sí que lo hay. Pero mese entiende. La versión definitiva de la película acaba con una lista de conocidos personajes que tuvieron problemas de salud o físicos y que habrían sido considerados «in-válidos» en esta sociedad (de hecho, la nuestra en parte a algunos así los consideró), o que directamente no habrían nacido, desechados en favor de un óvulo o de un espermatozoide mejor: Abraham Lincoln (síndrome de Marfan), Emily Dickinson (maniaca depresiva), Vincent van Gogh (epiléptico), Albert Einstein (disléxico), John Fitzgerald Kennedy (mal de Addison), Rita Hayworth (Alzheimer), Ray Charles (glaucoma), Stephen Hawking (esclerosis amiotrópica), Jackie Joyner (campeona de heptatlón, asma)… «y por supuesto, el otro nacimiento que podría no haber ocurrido nunca es el tuyo».

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