Considerada una de las novelas más importantes en lengua italiana, y la más vendida en ese idioma, El Gatopardo narra la historia de Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, un noble siciliano del siglo XIX, durante los años del Risorgimento, la revolución que convertiría a Italia en el estado políticamente unificado que hasta entonces aún no había sido. Para el príncipe, estos hechos se producen en 1860, justo cuando comienza a sentirse viejo, en especial cuando el jesuita de la casa, el padre Pirrone, le comunica que su hija, Concetta, se ha enamorado de su propio primo carnal, Tancredi. «Un hombre de cuarenta y cinco años puede creerse joven todavía hasta el momento en que se da cuenta de que tiene hijas en edad de amar. El príncipe se sintió súbitamente envejecido. Olvidó las millas que recorría cazando, los «Jesús, María» que sabía provocar, la propia lozanía actual al final de un largo y penoso viaje. De pronto se vio a sí mismo como una persona canosa que acompaña un cortejo de nietos a caballo en las cabras de Villa Giulia». A partir de ahí, don Fabrizio dedicará los próximos meses a meditar sobre la muerte, la continuidad de su estirpe en el nuevo marco político, la naturaleza de lo siciliano, la creciente importancia del vil metal y el hecho de que, como le dice su sobrino Tancredi, «si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie».
El autor de la novela es Giuseppe Tomasi di Lampedusa, último príncipe de la isla italiana del mismo nombre, y los personajes y situaciones de la trama están inspirados en sus propios antepasados, en concreto su bisabuelo Giulio Fabrizio. Sin embargo, a pesar de esto, el libro no es una hagiografía nobiliaria dedicada a toda una estirpe y escrita a modo de homenaje por el último descendiente de la saga: es una meditación melancólica y agudamente observada sobre un personaje concreto y fascinante, mezclada con la propia personalidad del autor, un hombre callado, solitario y lector, que decía de sí mismo que «era un chico al que le gustaba la soledad y que prefería la compañía de las cosas a la de la gente». Publicada póstumamente en 1958, fue adaptada a la pantalla en 1963 por Luchino Visconti, un director particularmente idóneo para la tarea, ya que provenía él mismo de una familia noble italiana (de hecho, era conde de Lonate Pozzolo), y se hizo miembro del Partido Comunista durante la Segunda Guerra Mundial. Con una larguísima duración, gran despliegue de medios, y un reparto de fama internacional (Alain Delon, Claudia Cardinale y el inicialmente criticado Burt Lancaster), la película ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes.
[Aviso de destripes de costumbres ancestrales en todo el texto]
Es difícil saber cómo podrá recibir un lector o espectador del siglo XXI esta historia de nobles decimonónicos a punto de perder sus privilegios. La verdad es que ni siquiera hay que llegar a ponerse demasiado marxista para ver a don Fabrizio como un terrateniente indolente que durante todo el día no hace más que afeitarse, vestirse, comer, cazar a veces, rezar el rosario, mirar al cielo por su telescopio, viajar de uno a otro de sus casoplones (la palabra condenatoria de esta generación), y de vez en cuando llegarse hasta Palermo capital para acostarse con alguna lugareña a cambio de «tres varas de seda roja». Cuando llega la revolución a Sicilia, se va a su residencia veraniega de Donnafugata, y todo el asunto lo deja completamente intacto: se aparta voluntariamente del ruido, los rebeldes aún lo respetan lo suficiente como para saludarlo sombrero en mano y dejarlo pasar por donde quiera, y cuando le proponen ser senador para ayudar a su patria desde el parlamento en «el continente», rehúsa con firmeza y convicción. Aunque la película nos muestra varias escenas de escaramuzas, lo único que el príncipe llega a ver de la guerra es a un soldado muerto en su jardín con las tripas fuera y a su querido Tancredi luciendo una venda en un ojo y al menos tres uniformes diferentes en menos de tres años. A pesar de que todavía no es tan mayor y de que aún vivirá otros veintitrés años, el príncipe ya anda pensando en la muerte, la inevitabilidad de la decadencia y la indignidad de los estragos del tiempo. Por si fuera poco, parece haber convertido su ética en estética, considerando un escándalo que alguien se presente en frac de noche a una recepción de tarde: «No se rió, en cambio, el príncipe, sobre quien, hay que decirlo, la noticia produjo un efecto mayor que el parte de desembarco en Marsala. Ahora, sensible como era a los presagios y los símbolos, contemplaba una revolución en aquella corbatita blanca y en aquellos dos faldones negros que subían las escaleras de su casa». Sobre temas políticos, limita su comentario a criticar la bandera rebelde: «¡La tricolor! ¡Bien por la tricolor! Se llenan la boca con estas palabras, los bribones. ¿Y qué diantre significa este símbolo geométrico, este remedo de los franceses, tan fea comparada con nuestra bandera blanca con la flor de lis de oro del blasón en el centro? ¿Y qué pueden esperar de este revoltijo de colores estridentes?». En cuanto a las mujeres, más bien parece clasificarlas de acuerdo a lo que le dicen en la cama: su esposa, a la que nunca ha visto el ombligo a pesar de haberle parido siete hijos, exclama «¡Jesús, María!». Mariannina la campesina de Palermo lo llama «principón», y «la putilla parisiense a quien frecuentó tres años atrás cuando durante el Congreso de Astronomía le impusieron en la Sorbona la medalla de oro» le dice «mon chat» (mi gato) o «mon singe blond» (mi simio rubio). Su gusto por la astronomía puede parecer más bien una manera de evitar mirar al árido y ardiente suelo que sus obreros trabajan, yéndose al extremo contrario, el del gélido espacio donde hay silencio y certidumbre matemática y todo el mundo lo deja en paz.
Es una manera de verlo, ciertamente, y en el libro esta imagen es mucho más pronunciada que en la película: el filme refleja principalmente los pensamientos más sólidos y mejor observados del príncipe, y Burt Lancaster lleva todas sus escenas con una patilluda gravitas muy digna que lo hace fácil de admirar incluso para cualquier espectador, pero en la novela don Fabrizio es un ser grandullón, criticón e irritable que rara vez está contento y cuya virtud más estimable sea quizá una amplia laxitud al exigir a sus campesinos el pago de lo que deben. Y esto es así por designio: como ya dijimos antes, quien venga al libro sabiendo que es obra de un noble que escribe sobre un bisabuelo suyo literaturizado quizá espere otra cosa, pero como se ve continuamente, el autor nunca convierte a su protagonista en un extraordinario dechado de virtudes. La «serenidad satisfecha, maculada de repugnancia» que siente después de acostarse con Mariannina es un sucinto y extremadamente bien descrito ejemplo, palabra por palabra, de esto. O, dicho menos elaboradamente más tarde: «Él mismo, ¿qué era? Un puerco y nada más. Soy un pecador, lo sé, doblemente pecador, ante la ley divina y ante el amor humano de Stella». Pero luego se justifica: «Peco, es verdad, pero peco para no pecar más, para no continuar excitándome, para arrancarme esta espina carnal, para no ser arrastrado por mayores desgracias. Y esto lo sabe el Señor. Nos casamos hace veinte años. Pero ella es ahora demasiado despótica y demasiado vieja también. Todavía soy un hombre vigoroso y ¿cómo puedo contentarme con una mujer que, en el lecho, se santigua antes de cada abrazo? He tenido con ella siete hijos y jamás le he visto el ombligo. ¿Esto es justo? ¡La pecadora es ella!».
Y sin embargo, a medida que pasa la historia, resulta difícil no acabar cogiendo afecto al príncipe, precisamente por cómo Tomasi de Lampedusa coloca claramente delante del lector todas sus personalísimas manías y convicciones, que acaban creando entre todas una personalidad bastante coherente, dentro incluso de algunas contradicciones internas. De hecho, uno de los mejores ejemplos de la sutileza observadora del autor está en este pasaje: «Al príncipe, que no había encontrado cambiada a Donnafugata, se le halló, en cambio, muy cambiado, a él que nunca antes hubiese empleado tan cordiales expresiones de saludo. Y en aquel momento, invisible, comenzó la declinación de su prestigio». Es decir, que a partir de la única vez en que don Fabrizio se muestra afable con los lugareños, empieza a considerárselo pasado. Los sicilianos, al parecer, prefieren a sus señores severos y ceñudos como siempre habían sido, con su cabello rubio y sus ojos azules de origen alemán contrastando con el negro, el moreno y el olivo de la gente local. Este no es mi príncipe, que me lo han cambiado.
Aparte, por todos los tenedores que llega a deformar en sus ataques de ira, don Fabrizio se demuestra muy perceptivo y hasta visionario en lo que le deparará el futuro a Italia y a su familia, y su sentido de la dignidad personal es encomiable. Puede que él, personalmente, sea de no mojarse y apartarse a un lado, pero de ninguna manera se opone a que Tancredi abandone la idea de hacer otro matrimonio consanguíneo más con su prima Concetta y en vez de eso se case con Angelica, la bella hija del trepa del alcalde de Donnafugata, que facilitará mucho la transición de los Salina de nobleza rural a burguesía acomodada en la península y seguramente más allá de Italia (don Fabrizio se pregunta al principio cómo se vería Angelica en Viena o San Petersburgo, y efectivamente, años más tarde, Tancredi, ya diputado en el parlamento que su tío un día rechazó, es destinado a la legación italiana en Lisboa).
El afecto del príncipe por Tancredi es uno de los motores de la historia. Decepcionado por sus propios hijos, uno de los cuales se preocupa más de por cómo defeca su caballo que de otras cosas, y otro de los cuales se le ha fugado a Londres (¡en medio de esos herejes!) para no volver más, su sobrino es la encarnación de la nueva y joven Italia, a cuya cumbre llegarán quizá algunos de los mismos de siempre, solo que por otro camino diferente. «Tancredi, según él, tenía ante sí un brillante porvenir. Podría ser el alfil de un contraataque que la nobleza, bajo uniformes cambiados, podía efectuar contra el nuevo estado social». También la figura de Tancredi puede leerse si se quiere de una forma bastante negativa, como un jovenzuelo guapo, vividor, sin padres que lo controlen, con un tío dadivoso que lo consiente, y que juega a ser rebelde de juguete más para correrse juergas y aventuras e impresionar a las mujeres que otra cosa, antes de cambiar de chaqueta cuando convenga. Véase, por ejemplo, el episodio del convento, que Tancredi usa para engatusar a Angelica: «Echamos la puerta abajo. Oímos chillidos desesperados: un grupo de hermanas se había refugiado en la capilla y estaban allí apelotonadas junto al altar. ¡Quién sabe lo que temían de aquella docena de jovencitos exasperados! Daban risa de ver, feas y viejas como eran, con sus tocas negras, los ojos desorbitados, preparadas y a punto para… el martirio. Gañían como perros. Tassoni les gritó: ‘No teman, hermanas. Hemos de pensar en otras cosas. Volveremos cuando podamos encontrar novicias’. Si hubiese usted estado allí, señorita, no habríamos tenido necesidad de esperar a las novicias». Lo cual, como piropo a lo bruto, la verdad es que para muchas sensibilidades se pasa mucho de la raya, entre otras para Concetta, que al oírle decir esto se desliga de Tancredi completamente, a pesar de que, como se sabrá años más tarde, la escena del convento es completamente falsa e inventada. Angelica, sin embargo, se parte de la risa al escucharla: «Angelica había oído en su casa muchas palabras groseras, pero ésta fue la primera vez —y no la última— que comprendió ser objeto de un doble sentido lascivo. La novedad le gustó, su risa subió de tono y se hizo estridente». Más adelante, se ve que Tancredi ha cambiado la camisa roja de los garibaldinos por el uniforme del «ejército de verdad», y tras su boda con Angelica y su dote en dinero y tierras, su carrera será meteórica. Pero, también como pasa con su tío, se pueden admirar en él virtudes como su claridad de juicio, su visión de la jugada y el indudable aprovechamiento de su talento y circunstancias a base de rápida adaptabilidad.
Al hilo de esto, la imagen que se da de la emergente clase burguesa italiana no es muy halagüeña en el libro: aparece resumida más bien en el personaje del alcalde Calogero Sedàra, un hombre vulgar, sin gusto y materialista, que antes incluso de que acabe la revolución ya casi tiene unos ingresos superiores a los de don Fabrizio, y a quien este soporta simplemente por los principescos modales heredados y por ser el padre de Angelica. Otras descripciones de trabajadores del campo («ojos estúpidos en rostros bien afeitados») tampoco son muy caritativas. Sicilia entera también acaba convertida, si no en un personaje más, como se dice a menudo abusando un tanto del tópico, sí en un lugar con características claras, poética y vigorosamente expresadas: un lento río pragmático, un inmemorial silencio, una tierra de jugos vigorosos e indolentes, quemadas por los julios apocalípticos, una luz frenética, un sol violento y desvergonzado, auténtico soberano del lugar, que lo castiga con una maldición anual, una aridez ondulante hasta el infinito, con campiñas fúnebres y pozos de agua agusanada, un sitio de maquiavelismo abstracto donde los mayores dilapidan una docena de grandes patrimonios… Es un lugar también donde hay señales de decadencia por doquier, y no solo entre los humildes. En la película todo es lujo y boato, con un diseño de producción de gran calibre, pero en el libro se ve que, por ejemplo, los platos de la vajilla de los Salina, «cada uno con un monograma ilustre, eran tan sólo supervivientes de los estragos llevados a cabo por las fregatrices, y procedían de juegos descabalados». Abundan los desconchones y el descuido en varios sitios, y las iglesias de Palermo muestran «descarnadas cúpulas de curvas inciertas, semejantes a senos vaciados de leche», mientras que «en el viejo puerto pesquero las barcas se balanceaban semipodridas, con el desolado aspecto de los perros tiñosos».
El cambio, la decadencia y la muerte son los temas principales de la historia. La cita más famosa, lo de que «para que todo siga como está es preciso que todo cambie», es una frase de Tancredi que impresiona tanto a don Fabrizio que la convierte en lema personal suyo durante los próximos meses y en motor de sus decisiones respecto al futuro de la familia, aunque es una de esas sentencias que unas veces puede parecer una profunda verdad absoluta y que otras veces no se sostiene mucho en cuanto se reflexiona un poco sobre ella. A un nivel general, sí que se puede decir que en la sociedad humana siempre habrá unos arriba y otros abajo, y que los poderosos serán siempre los mismos, aunque cambien los métodos de conseguirlo. El ascenso de Tancredi así parece confirmarlo. Pero ¿la Sicilia de 1860 siguió siendo la misma de 1958, cuando se publicó la novela, o la del siglo XXI? Incluso el mismo príncipe llega a darse cuenta de que la máxima no se aplica siempre: «No era verdad que nada hubiese cambiado. ¡Don Calogero rico como él! Pero estas cosas estaban, en el fondo, previstas. Eran el precio que había que pagar». Don Fabrizio también reflexiona que «la riqueza en los muchos siglos de existencia se había cambiado en ornamento, en lujo, en placeres». Uno de sus empleados, Pietro Russo, opina que «tendremos libertad, seguridad, impuestos más leves, facilidades, comercio. Todos estaremos mejor. Solamente los sacerdotes perderán». Chevalley, el enviado político desde la península que quiere convencerlo para que se haga senador, le dice: «Este estado de cosas no durará. Nuestra administración nueva, ágil y moderna lo cambiará todo». Pero el príncipe contesta con otra de las famosas citas del libro: «Todo esto no tendría que durar, pero durará siempre. El «siempre» de los hombres, naturalmente, un siglo, dos siglos… Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos, los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos, gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra». «El sueño, querido Chevalley, el sueño es lo que los sicilianos quieren: ellos odiarán siempre a quien los quiera despertar, aunque sea para ofrecerles los más hermosos regalos. Y, dicho sea entre nosotros, tengo mis dudas con respecto a que el nuevo reino tenga en la maleta muchos regalos para nosotros. Todas las manifestaciones sicilianas son manifestaciones oníricas, hasta las más violentas: nuestra sensualidad es deseo de olvido, los tiros y las cuchilladas deseo de muerte, deseo de inmovilidad voluptuosa, es decir, también la muerte, nuestra pereza, nuestros sorbetes de escorzonera y de canela».
La muerte es precisamente otro de los temas que ocupan la mente del príncipe. De camino a Donnafugata, tras una noche en una posada infecta, «despertándose al filo del alba, inmerso en el sudor y el hedor, no había podido evitar comparar este viaje asqueroso a su propia vida, que se desarrolló primero en llanuras sonrientes, habíase encaramado luego por abruptas montañas y deslizado a través de amenazadoras gargantas, para desembocar después en interminables ondulaciones de un solo color, desiertas como la desesperación. Estas fantasías de las primeras horas de la mañana eran lo peor que podía sucederle a un hombre de mediana edad, y aunque el príncipe supiera que estaban destinadas a desvanecerse con la actividad del día, sufría intensamente, porque ya tenía la suficiente experiencia para comprender que le dejaban en el fondo del alma un sedimento de pena que, acumulándose día tras día, acabaría por ser la verdadera causa de la muerte». La juventud de Tancredi le recuerda continuamente a la muerte («aquel petimetre, con el esbelto talle bajo el traje azul oscuro había sido la causa de que hubiese pensado tanto en la muerte dos horas antes»). El alcalde Sedàra también («de pronto don Fabrizio se dio cuenta de que lo odiaba. A su ascenso, al de centenares como él, a sus oscuras intrigas, a su tenaz avaricia y avidez debíase esa sensación de muerte que ahora, claramente, ensombrecía estos palacios»). Sin embargo, hay veces en que incluso él mismo ve un tanto exagerados sus continuos pensamientos sobre este tema. «Mientras hay muerte hay esperanza, pensó. Luego se encontró ridículo por haber llegado a tal estado de depresión por el hecho de que su hija quería casarse». Y dicho más filosóficamente: «El problema auténtico consiste en poder vivir esta vida del espíritu en sus momentos más sublimes, más semejantes a la muerte».
Llegamos así a la fiesta de fin de temporada en la Palermo de 1862, punto en el que que acaba la película, y que es una de las escenas más celebradas posiblemente de la historia del cine, que dura 45 minutos por sí misma, y en la que se condensan los temas, conexiones y personajes de la historia anterior. Don Fabrizio pasea por los salones, aún más cansado y melancólico que de costumbre; Tancredi y Angelica disfrutan la velada en medio de su amor; Calogero Sedàra está henchido de orgullo y de inoportunos cálculos económicos, resumiendo satisfecho hasta dónde ha llegado en tan poco tiempo; los militares se adueñan de gran número de las mesas y la pista de baile; las numerosas mocosas jóvenes, producto de varias generaciones de bodas entre primos, montan gran ruido en sus enormes vestidos… El príncipe se retira a la biblioteca y se pone a contemplar una copia del cuadro La muerte de Justo de Greuze, concediéndose un nuevo pensamiento fúnebre: «De pronto se preguntó si su propia muerte sería semejante a aquélla. Probablemente sí, pero sus ropas serían menos impecables —él lo sabía: las sábanas de los agonizantes están siempre sucias porque están llenas de babas, deyecciones y manchas de medicinas… — y era de esperar que Concetta, Carolina y las demás estuvieran más decentemente vestidas»… Angelica y Tancredi lo encuentran… Ella le pide un baile, quizá una mazurca… Él prefiere un más clásico y fluido vals… Y por un último instante mágico, el príncipe don Fabrizio Salina vuelve a sentirse joven, vigoroso, deseado y digno de atención. El símbolo de la vieja y la nueva Sicilia se resume en ese momento que realmente suena a relevo definitivo. Al final del baile Angelica vuelve a ser de Tancredi, y don Fabrizio se pierde por las callejuelas de Palermo pidiendo a esas estrellas que tanto ama que se lo lleven con ellas pronto.
Ahí acaba la película, en un instante poético difícil de superar. Pero el libro continúa dos décadas después con los últimos días del príncipe y finalmente su tan anticipada muerte a los 73 años de edad. En la prosa del autor uno realmente siente esas «oleadas apremiantes, con un fragor espiritual comparable al de la cascada del Rin» con el que la vida se le escapa hasta que finalmente «el fragor del mar se acalló del todo», entre la preocupación sobre si debe afeitarse o dejarlo post mortem para el barbero (la ética como estética hasta el final), y el recuerdo dedicado a la gente de su vida, además de a los varios perros que ha tenido. La novela aún continúa un capítulo más, veintisiete años más tarde, en 1910, cuando quienes son ya muy mayores y están a la puerta de la muerte son las hijas de don Fabrizio, cuya principal preocupación es no perder los últimos privilegios de su estirpe, en concreto la posibilidad de tener altar privado en casa donde les puedan decir misa a domicilio, rodeadas de reliquias. Cuando el cardenal de Palermo les manda cambiar el cuadro de la virgen y deshacerse de una cesta entera de huesos falsos, también acaba yéndose por la ventana el pellejo de Bendicò, el perro favorito del príncipe, que tristemente no aparece en la película, a pesar de que Tomasi de Lampedusa llegó a escribir que era «un personaje vitalmente importante y prácticamente la clave de la novela». Suya es, de hecho, la última imagen del libro: «Pocos minutos después lo que quedaba de Bendicò fue arrojado en un rincón del patio que el basurero visitaba a diario. Durante su vuelo desde la ventana su forma se recompuso un instante. Habríase podido ver danzar en el aire a un cuadrúpedo de largos bigotes que con la pata anterior derecha levantada parecía imprecar. Después todo halló la paz en un montoncillo de polvo lívido».
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