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Gato y Mancha, un cuento de Ana Lía de Urán - Zenda
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Gato y Mancha, un cuento de Ana Lía de Urán

Hoy estamos de celebración. Inauguramos una sección dedicada al relato corto, con la que la Escuela de Imaginadores pretende brindar un espacio a la creación, a los textos inéditos y a las nuevas voces dentro del panorama literario en español. Queremos compartir nuestros descubrimientos y defender cada cuento publicado desde el solo criterio de la...

Hoy estamos de celebración. Inauguramos una sección dedicada al relato corto, con la que la Escuela de Imaginadores pretende brindar un espacio a la creación, a los textos inéditos y a las nuevas voces dentro del panorama literario en español. Queremos compartir nuestros descubrimientos y defender cada cuento publicado desde el solo criterio de la calidad.

Nuestra primera apuesta, Ana Lía de Urán (Córdoba, Argentina, 1972), es autora del libro de relatos Caballos de papel (Libros a Cuentagotas) y en estos momentos se encuentra trabajando en su segunda colección de narrativa breve, una obra que estamos seguros pronto dará mucho que hablar. Su cuento titulado «Gato y Mancha» está lleno de imágenes fabulosas, de fuerza en el lenguaje y de conflictos familiares con los que muchos nos podremos identificar. Y pertenece a ese futuro libro.

***

Gato y Mancha

En la sombra de un hombre que anda bajo el sol hay más enigmas que en todas las religiones pasadas, presentes y futuras.

GIORGIO DE CHIRICO

Giorgio de Chirico nunca llegó a saber que la plaza de su cuadro Misterio y melancolía de una calle fue el escenario del único sueño de un hombre que vivió en otro tiempo y en otro hemisferio.

L.S.

Parece que la niña corriera detrás del aro, pero su zancada ha quedado suspendida en el aire. Como el parpadeo de las ventanas y el temblor del carromato. De la tierra de la plaza se levanta una espera seca. Bajo el cielo verde no late nada vivo. Tanta inmovilidad asfixia. Retiene el aire en los pulmones. Lo petrifica. Entonces, unos ladridos ponen fin a la apnea. Leonardo reconoce a sus perros, excitados como si vieran a un desconocido.

Abre los ojos. Siguen ladrando. Se despierta. No hay ninguna plaza, solo su dormitorio, el ladrido de sus perros y el ruido de un motor. Se levanta y se asoma por la ventana. Apenas clarea el día, pero la luz le alcanza para reconocer a su hermano bajándose del coche.

—¡Gato!, ¡Mancha!, ¡quietos! —grita con medio cuerpo fuera.

Los perros dejan de ladrar de inmediato, pero siguen apostados en la puerta de la casa, tan juntos, que ni el silbido de un ánima pasaría entre ellos.

—¿Por qué diablos no los tenés atados? —pregunta Alejo y espera del otro lado de la verja, hasta que su hermano los sujeta por los collares.

—¿Vos?, ¿ha pasado algo? —pregunta Leonardo.

—Nada, hombre. ¡Vaya recibimiento!

Leonardo y Alejo se abrazan y los perros se ponen a olfatear el bolso que el recién llegado ha dejado en el suelo.

—Como nunca te dejás caer. ¿Qué tal Luisa y las chicas?

—Tu cuñada muy contenta de perderme de vista unos días. Las chicas te mandan muchos besos y preguntan qué clase de tío tienen, que nunca va a visitarlas.

Con una especie de chiflido, Leonardo aleja a los perros y levanta el bolso de su hermano, lo sopesa.

—Poco pensás quedarte.

—Unos cuantos días; acá necesito poca cosa —dice Alejo.

—¿Por qué no han venido los cuatro? Sabés que hay lugar para todos.

—Luisa tiene que trabajar y las niñas, colegio, ¿cómo van a venir? Yo he pedido una semana a cuenta de las vacaciones.

—Estarás en ayunas —afirma Leonardo.

—Y con un hambre que me comería una vaca.

Los dos hombres entran en la casa. Alejo se queda dando vueltas por las habitaciones, mientras Leonardo va a la cocina, pone leche a calentar, saca un pan redondo, un queso grande y dos tazas. Respira hondo. Le sorprende tanto aire y vuelve a llenar los pulmones, hasta el fondo. Por primera vez en su vida, el sueño de la plaza no ha desencadenado la crisis asmática de siempre. Quizás porque los perros lo despertaron justo cuando empezaba a faltarle el aire. O por la llegada de su hermano. Quién sabe.

—Tenés todo impecable. Has pintado, ¿no?

De pie bajo el dintel de la puerta de la cocina, Alejo es una especie de retrato enmarcado de su padre. A Leonardo le sigue estremeciendo el parecido.

—Unos días después del sepelio del viejo. Pinté todo, paredes, techos, rejas. Todo. Ah, y te he hecho caso con lo del teléfono. Me lo ponen la semana que viene.

—¡Eso sí que es un milagro!

— Por si pasa algo, para no tener que salir a buscar uno prestado.

— ¡Qué bueno está el queso! No me digás que al pan también lo has hecho vos.

—Qué va, hace años que me lo trae la chica de Vázquez. Desde que el padre quedó paralítico, andan jodidos, así que se pusieron a amasar pan y a hacer empanadas. De eso viven. Yo le encargo para una semana, así le ahorro paseos.

—El queso te sale igual que a la vieja, parece mentira.

—Cuando te vayás, llevate dos o tres, así lo prueban las chicas.

—Ellas estarán encantadas, pero a Luisa no la sacás del pollo a la plancha y la lechuga; está obsesionada con esas pavadas del colesterol y el ácido úrico.

—Hace muy bien en cuidarse, tiene que criar a dos hijas.

—Si vieras cómo han crecido. Inés el año que viene empieza la universidad. Va a estudiar medicina. ¿Qué te parece? Tu sobrina doctora, para que te cure el asma, el estómago y todas las goteras que te aparezcan.

—Mis cosas no son para el médico, ¡cómo si no supieras!

—¿Y qué tal seguís?, que no te he preguntado.

—¡Inesita a la universidad! Me acuerdo cuando era así —Leonardo señala una altura como de un metro desde el suelo— y corría detrás de las gallinas. Y cuando la monté en el potrillo ruano, ¿te acordás? Parecía mentira que aquella criatura tan bonita fuera nuestra sangre. No entiendo por qué no las traés nunca, ni siquiera cuando se han muerto sus abuelos.

—Mirá que sos pesado. ¿Cuántas veces te dije que su madre y yo preferimos que las chicas los recuerden vivos y sanos? Pero, después de seis meses de la muerte del viejo, seguís con lo mismo. Pensá en otra cosa. Imaginate lo orgullosos que estarían los padres de ver a su nieta mayor en la universidad. El viejo siempre decía que vendería animales o tierras o lo que hiciera falta para que Inés estudiara.

—Yo no me quiero meter en cómo educás a tus hijas, pero hubiera estado bien que vieran a sus abuelos aquí, en su mundo real, no solo en la ciudad, cuando iban de visita. Allá eran sapo de otro pozo.

—El mundo real, dice. El tuyo, sobre todo, ¿no? Y ya que hablamos de eso, no me has contestado qué tal vas de tus cosas.

—No he estado mal. Pero anoche ya he vuelto a soñar, después de varios meses. Me sacaron los perros cuando llegaste y te ladraron. Por eso me extrañó más verte aparecer. Nunca pasa nada bueno después del sueño de la plaza. Pero hoy me encuentro bien. A ver cuánto dura.

Mientras Leonardo habla, Alejo lava las tazas del desayuno.

—Tanta soledad no es buena, hermano. ¿Por qué no te venís conmigo cuando me vaya? Te pasás una temporadita en la ciudad y después te traigo. ¿Qué me decís?

—Que la charla está muy linda, pero yo tengo tarea.

 

Gato y Mancha corren varios metros por delante de Leonardo. En un minuto los pierde de vista, los oye ladrar en el corral de las vacas, dando la contraseña de que todo está en orden, y los ve volver a la carrera para repetir el camino a su lado.

—Esto es muy solitario —dice Alejo—; seguro que te pasás un montón de días sin hablar con nadie. No sé cómo no estás harto.

—Muy solitario —repite Leonardo—. Estaríamos buenos sí se llenara de autos y de gente y de colillas en el suelo, como en la ciudad. ¿A que sí, Gato?

El perro se le cruza por delante, da pequeños botes y mueve el rabo.

—¡No te digo! Si hasta al cuzco le da risa —remata.

—Vos seguí hablando con los perros, que así te va. No me extraña que tengás esas pesadillas y te pasen cosas raras. Y, haceme caso, atalos si no querés tener un problema. Cualquier día muerden a la chica que te trae el pan. Mirá cómo se pusieron conmigo.

—A vos no te conocen. Y mala cosa es que tus perros no conozcan a tu hermano. —Leonardo lo dice sin mirar a Alejo, casi como si estuviera solo.

Casi. Por que lo cierto es que allí está su hermano. Sin que haya pasado nada para que venga a verlo. Esta vez no ha hecho falta que él pida prestado un teléfono y le avise que a la madre le quedan horas o que el padre acaba de morirse. Ni Alejo ha tenido que lamentarse de su trabajo. «Ya sabés, no puedo desaparecer sin más; estamos en pleno balance. Pero te juro que mañana salgo del banco y voy corriendo. Ojalá llegue a tiempo para darle un beso. Suerte que está acompañada por el viejo y por vos». O «no te importa si llego a la noche, ¿no? Luisa ha ido de excursión con sus alumnos y vuelve a la tarde. No puedo dejar a las chicas solas. Total, qué más da un rato antes o después, si papá ya no sabe nada».

Alejo camina entre las vacas, les da palmadas en el lomo, les toca el cogote.

—Son idénticas a las que criaba el viejo. No me digás que son hijas.

—Más bien nietas y bisnietas. Antes de la noche, aquella está parida. Habrá que venir.

—¿Por qué no te renovás un poco? Tenés las mismas vacas que tenía papá. Un caballo que es hijo del otro. Hasta los perros se llaman igual. Gato y Mancha, ¡a quién se le ocurre! Que, cuando éramos chicos, el viejo les pusiera esos nombres, pase. Pero que los sigás usando vos, después de cincuenta años, es de chiste.

—No; si te parece les pongo nombres de cristiano. Los perros con nombres de persona y los hijos con nombres que no se le pondrían ni a los perros. Esa es la moda.

—Hablando en serio. No podés seguir viviendo en el pasado. ¿Por qué no te vas al pueblo? Te comprás una casita chica, con un pedacito de patio y te llevás un perro, si querés. Que los años pasan, hermano, y no podés seguir solo.

Los hombres se sientan en dos piedras a la sombra de un sauce.

—¿De verdad no ha pasado nada? —pregunta Leonardo—. Has venido así nomás, porque sí. Perdoname que insista, pero como hace apenas seis meses de la última vez.

—Entonces fue otra cosa; vine por la muerte del viejo y ahora vengo a ver a mi hermano, a saber cómo le va la vida.

Con un palito, Leonardo dibuja una media luna en el suelo. La borra con el pie y hace una luna completa. Un círculo perfecto de un solo trazo.

Alejo le pone una mano en el hombro.

—Se me acaba de ocurrir una cosa. ¿Por qué te vas a ir al pueblo cuando te podés ir a la ciudad, conmigo? Seguro que en mi barrio encontramos una casita a buen precio. Las chicas estarían encantadas de tenerte cerca. Y vos te acostumbrarías rápido. Hagamos una cosa: te venís conmigo unos días y allá, entre todos, lo pensamos tranquilamente.

Dentro del círculo, Leonardo garabatea unas figuritas indescifrables. Cuando era niño, su madre aseguraba que las manchas de la luna eran San José, la Virgen, el Niño y la mula, durante la huida a Egipto.

—Además, verías cómo ha quedado la casa. Tuvimos que cambiar la instalación eléctrica y, aprovechando la obra, hemos hecho otra habitación, así cada chica tiene la suya, y, ya de paso, hemos ampliado el garaje. Ah, es que no sabés. Luisa se ha comprado un cochecito para ir a trabajar. Los ómnibus funcionan cada vez peor y perdía mucho tiempo. Ahora hay que pagar la obra y el auto, pero ese es otro cantar.

Cuando era chico, Leonardo no sabía qué pueblo era Egipto. A él le dolía la idea de huir. Su padre a pie y su madre con ellos en la yegua, Alejo recién nacido como el Niño Dios. San José y la Virgen iban con lo puesto, sin perros ni nada. Así que Gato y Mancha se quedarían, a morirse de hambre y de pena, como las vacas, las cabras y las gallinas, como las reinamoras que había entrampado su padre y las hortensias y los geranios de su madre, convertidos en pasto de las hormigas.

Alejo sigue hablando.

—Es la solución ideal. Vas a ver que cambiando de escenario se te acaban esos sueños raros. Y te voy a llevar al médico, como gente civilizada, para que te trate el asma.

—Mejor nos vamos a casa, que ya es hora de empezar a hacer la comida.

—¿Y si después de comer podamos los árboles? —pregunta Alejo—. Entre los dos, en un par de horas los tenemos listos.

Leonardo camina sin contestar. A él su sueño no le parece raro. Como no son raros el tunal del monte ni la bajada al río ni la sauceda. La plaza de sombras y cielo verde es un paraje más, otro de tantos, solo que queda párpados adentro. Cerrar los ojos es abrir la puerta. Ni la ciudad que le ofrece su hermano, con sus tiendas de ropa para perro y su pobre cielo sin estrellas, ni ningún otro rincón del mundo de fuera, puede ser un Egipto al que huir, porque la plaza va con él a todas partes. Como sus recuerdos o su respiración.

—¿Me estás escuchando? —insiste Alejo.

—¿Y cómo te ha dado por podar?

—No sé. Es un trabajo pesado. Se me ha ocurrido que, ya que estoy acá, aprovechamos y te ayudo.

—Bueno. Pero lo dejamos para mañana. Esta tarde, me llevás al pueblo a comprar algunas cosas y después tengo que estar pendiente del parto de la colorada.

 

Leonardo ha vuelto a soñar con la plaza. Y es raro. El sueño jamás se repite dos noches seguidas. Pero, en cuanto ha cerrado los ojos, se ha encontrado bajo el cielo verde, cercado por el blanco rectísimo de los edificios, aterido por el frío del carromato vacío. Y la sombra de la niña, a punto de recuperar el movimiento y seguir jugando, sin enterarse de nada.

Su padre había visto un circo. Se lo contó un día mientas iban al monte con las cabras. «Sí, hombre, no pongás esa cara; cuando hice el servicio militar en una ciudad que vos no conocés, fui al circo. Era una carpa enorme en medio de una plaza. Tenían cabras amaestradas, que se paraban unas encima de otras: cinco abajo, cuatro encima, después tres y dos y, arriba del todo, una chica, más o menos de tu edad, subía y bajaba colgándose de los cuernos. Los caballos llevaban plumas rojas en la cabeza y sillas de montar hechas de espejitos. Un hombre hacía piruetas subido en un elefante. Y a un viejo lo atravesaban como con veinte cuchillos y no le pasaba nada».

Leonardo tenía diez años, nunca había visto un circo ni un elefante ni caballos con espejos, pero esa noche, por primera vez, soñó con la plaza.

El cielo, de un verde desvaído por los soles y los vientos, era de la misma lona que la carpa del circo. Solo que el circo ya no estaba. Había huido. La huida aún podía olerse en la prisa del vacío y en el carromato abandonado. En su sueño, Leonardo sabía que donde antes cabían dos personas, se habían apretujado cinco; en el lomo de los caballos habían puesto la ropa de las actuaciones y encima del elefante acomodaron las sillas de espejitos, los cuchillos y las cabras. Gente, trastos y animales iban tan juntos que ni una sombra podría haberse colado entre ellos.

Por eso sobró un carromato y allí lo dejaron, con la boca abierta. Gritando. Muerto de hambre, como Gato y Mancha, si él y su familia hubieran tenido que irse a Egipto.

—Ya estaban pidiendo una buena poda —Alejo habla mientras baja de una escalera.

Los dos se sientan en un banco de madera, junto a la casa.

—Desde que estoy solo me entra una pereza de ponerme a podar.

Decenas de hormigas se arremolinan cerca de sus pies. Se lanzan al abordaje de una rama recién cortada. Trepan por las hojas, moviéndose rápido, como si cobraran a destajo.

—No me explico de dónde han salido tantas —continúa Leonardo—; si las tengo bastante a raya.

—Te comunico que vivís en el campo, hermano. Esto es el reino de las hormigas. Pero olvidate de esos bichos y sacá unas cervezas.

Leonardo quiere quitarse las imágenes del sueño, pensar en otra cosa, centrarse en las hormigas. Pensar en otra cosa.

Como si lo entendieran, los insectos se ponen a trabajar. Cortan las hojas en redondo, mantienen el equilibrio encima de la porción casi seccionada y, en un visto y no visto, pasan a tierra firme —a hoja firme— y cargan sobre la cabeza un trozo diez veces mayor que su cuerpo.

—Han quedado bien, ¿eh? —dice Alejo—. Con los árboles arreglados, la casa parece otra cosa.

—Y los rosales; que yo he trabajado menos, pero todo suma. —Leonardo bebe un trago de cerveza—. Ahora, como no eche veneno ya mismo, van a dejar los palos limpios.

—Sí que hay hormigas. Papá se las tenía jurada. Vivía en guerra con ellas. —Alejo ríe como el público de un programa de televisión.

—Claro. No había convertido un secarral en este vergel, para dejárselo de merienda.

Las enemigas de su padre suben por el muro de la fachada sin romper la fila. A medio metro del suelo, la primera se detiene. Espera. Otras dos salen de una rendija entre las piedras, la relevan de su carga y se ocupan de meter la hoja al interior del hormiguero. Pendiente de los movimientos de las hormigas, Leonardo consigue distraer la vista, pero no puede dejar de saber. Sabe que, en su plaza, la sombra de la niña ha vuelto a correr detrás del aro, cada vez más cerca de la boca abierta del carromato.

—Sí, señor, la casa está preciosa. —Alejo pasa el brazo por los hombros de su hermano—. Si te decidís a irte a la ciudad conmigo, sería una pena dejarla vacía. ¿No te parece? La podríamos vender. A alguien que la cuide y la disfrute.

Leonardo se agacha, mira de cerca a las hormigas, elude el abrazo y parece hablar de otra cosa.

—¡Tiene gracia! Cuando el viejo levantó las paredes, puso el suelo y techó, cómo se iba a imaginar que les estaba haciendo casa a estas hormigas que, al final, van a acabar apoderándose de todo.

—Querés dejar de hacerte el ido y contestarme. Chico, que esto parece una conversación de sordos.

—Ojalá estuviera sordo, para no escuchar algunas cosas.

—Pensalo bien. Qué mejor que saber que la casa está vivida, que hay gente, alegría. Imaginate: chicos corriendo por acá, subiéndose a los árboles, como nosotros cuando…

Por un momento, Leonardo deja de observar a las hormigas, levanta los ojos y los clava en los de su hermano, que deja la frase inconclusa.

— Si te apuran, sos capaz de vender a tus propias hijas —dice—. Parece mentira que seamos hijos de los mismos padres.

—No te pongás dramático, que no hace falta. Además, yo también tengo algo que decir, porque te recuerdo que esta casa es tan tuya como mía.

—¡Amigo! Ahí no te esperaba. Ya me extrañaba a mí esta visita, así porque sí.

La segunda hormiga de la fila se ha detenido en el mismo lugar que la primera. Otras dos compañeras salen a su encuentro y se hacen cargo de la hoja. Y después la tercera y la cuarta y todas. Y la sombra de la niña sigue corriendo. Y Leonardo sabe por qué huyó el circo, llevándose a las cabras y dejando a la niña que se trepaba encima y por qué ese carromato. Quiere advertirle de que no se acerque más, pero en la plaza sin circo él también es una sombra inmóvil y muda.

Alejo se levanta del banco y Mancha sube de un salto y ocupa su lugar. El hombre se retira hasta uno de los rosales y corta varias ramas bajas que su hermano ha dejado sin podar.

—Sería una solución buena para todos. Vos no estarías solo —habla sin dejar de trabajar—, la casa seguiría habitada, como les hubiera gustado a los viejos, y, para qué te voy a mentir, a mí me vendría muy bien la plata, si no quiero que me embarguen el sueldo.

—Pero ¿vos no ganabas muy bien en el banco? Y Luisa, por poco que cobre de maestra, es mejor que nada.

—Sí, pero la obra se fue haciendo cada vez más grande y hubo que comprar camas nuevas para las chicas y alguna cosita más y el auto para Luisa. —El hombre pone las ramas que ha cortado en la carretilla casi llena—. Si no me he gastado nada en lujos. Y eso sin contar que se me viene la universidad de Inés.

—Ya sabía yo que no podía durar. El dichoso sueño de la plaza nunca ha traído nada bueno. Aunque mil veces hubiera preferido el asma. —Leonardo acaricia la cabeza del perro—. A que sí, Mancha.

—Es solo una casa —dice Alejo, que vuelve hacia el banco donde está su hermano, pero Gato se le atraviesa en el camino y el hombre se queda a varios metros—. ¡Carajo, con el perro; decile algo! Los viejos ya no están acá. Ni acá ni en ningún lado. No tenés idea de lo que cuesta mantener una familia.

—¡Qué sabrás dónde están los padres! —Leonardo rompe una rama fina en varios pedazos—. Las tres veces, tres, que has venido con las chicas, en los dieciséis años de Inés, fue porque querías algo de lo poquito que tenían. Después, si te he visto, no me acuerdo.

—Y ahora me salís con que los viejos hubieran querido que la casa fuera para vos, pero eso sería ilegal, que ya me he informado.

—Que se ha informado, dice. Pero en una cosa te doy la razón: la mitad de la casa es tuya. Ahora, que si te esperás un poco, bien poco, no va a ser la mitad, si no toda. Así la vendés o la tirás abajo o la quemás, si te viene en gana.

 

Las hormigas vuelven a bajar. A rebullirse entre los restos de poda y a asaltar otra rama. Las hijas de las hijas de las hijas de las hormigas que vinieron a la casa, en cuanto estuvo terminada, empiezan otra vez: cortan, cargan, llevan, se relevan, guardan. Ahí siguen, campando a pesar de todos los venenos usados por el padre y el hijo.

Leonardo lleva la carretilla con los restos de poda por el camino del río. Gato y Mancha van pegados a sus piernas; cada pocos metros lo miran a la cara y, de vez en cuando, uno de los dos le lame la mano. Empieza a anochecer, pero ellos no tienen prisa, mejor demorar el tiempo y volver tarde.

Aquello es muy solitario, como dice su hermano, tanto que, desde ayer, nadie ha pisado ese paraje y ahí sigue la luna que él pintó en la tierra. San José, la Virgen y el Niño en el eterno camino de la huida. Ellos solos y la mula. Cuando era chico, él quería saber dónde acomodaba José las herramientas de carpintero y la Virgen la artesa de amasar el pan y el mate y el sol de noche. Y los perros, ¿por qué no iban los perros de la casa?, así el Niño hubiera jugado con ellos y no hubiera extrañado tanto. Su madre siempre contestaba que San José había soñado con un ángel que le avisaba del peligro y los tres se habían escapado en mitad de la noche, apenas con lo puesto.

Para evitar el encuentro con Alejo, Leonardo no entra en la casa y se acuesta en un banco de la galería. Él nunca ha soñado con un ángel y esa noche no va a ser la primera. Esa noche sueña que la sombra del aro, rodando por delante de la sombra de la niña, es una especie de perro circular, de lazarillo de alambre que dirige sus pasos y la hace entrar en el carromato, sin que él, o mejor dicho, su sombra helada, sea capaz de evitarlo. Las ventanas del edificio blanco se cierran todas a la vez y la carpa verde del cielo cae sobre la tierra, sepultando al carromato y a su propia sombra que ni siquiera ha podido gritar.

Alejo se despierta antes de que amanezca. Busca a su hermano en todas las habitaciones, pero no está en la casa. Afuera, Gato y Mancha duermen atados al tronco de uno de los árboles que han podado la tarde anterior.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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