Cuando en una bochornosa tarde de febrero de 1991 un “lobo solitario” con las facultades mentales alteradas surgió del público anónimo y arrobado, alzó un revólver 32 y apuntó directo a la cabeza de Raúl Alfonsín nadie podía saber que el destino urdía una gran lección ética e histórica. El potencial asesino era un ex gendarme trastornado pero ducho en la utilización de armas de fuego; por algún extraño milagro del cielo o de la mecánica, gatilló pero la bala se negó a salir. Un miembro de la División Custodias Especiales le apartó el brazo y se le abalanzó para reducirlo, mientras Daniel Tardivo —el legendario guardaespaldas de Alfonsín— extraía su Browning 9 milímetros, arrebataba a su protegido de la tribuna, lo arrastraba hacia el piso y colocaba su propio cuerpo como escudo: en ese instante no sabía si no habría un segundo o hasta un tercer sicario apostados en otros ángulos y si no se trataba de un complot más vasto para eliminar al expresidente. Cuando estuvieron seguros de que el peligro había sido conjurado, Tardivo intentó meter al doctor en un coche y sacarlo de San Nicolás. Pero aquel “gallego cabeza dura” se negó rotundamente; espantó el polvo y las arrugas de su traje, tomó el micrófono, minimizó el episodio, recibió una ovación y siguió con su discurso como si nada. Después Tardivo intentó persuadirlo de que no asistiera a una cena partidaria en un club cercano, donde se habían recibido amenazas de bomba. Don Raúl le echó una mirada de afecto y le dijo: “Mentira, Danielito, nos quieren joder. Vamos a comer igual”. Su custodio nunca percibió ni el menor atisbo de miedo en los ojos de su jefe. Y aquí comienza lo relevante: Alfonsín se negó en ese momento crucial a industrializar políticamente el atentado, a utilizarlo para cargar contra sus adversarios, a echar más leña al fuego y, sobre todo, a victimizarse. Más bien adoptó una filosofía estoica: son gajes del oficio. Tuvo la hidalguía de un estadista, y siguió recorriendo los pueblitos del interior con la modestia y la sobriedad de un republicano de a pie, siendo que ya era por entonces el “padre de la democracia”.
Estamos hablando, claro está, del siglo pasado: todavía ser víctima no necesariamente implicaba tener razón, ni había sido institucionalizada en la Argentina una feroz política agonal de amigo y enemigo. La noticia del jueves fue que alguien había atentado contra Cristina Kirchner; la noticia del viernes fue que los responsables de esa aberración eran los periodistas. Y en segundo lugar los jueces y fiscales, y también, por qué no, incontables polemistas de la oposición. Una cosa es lo que trágicamente sucede; otra cosa es lo que la política hace con eso.
Todo comenzó con esa noche irreal y horrorosa en la que casi asesinan a la vicepresidenta. Las críticas que este articulista escribió durante los últimos diez años se evaporaron en un segundo de vértigo y amarga consternación. Casi de inmediato, el espectáculo de los senadores del Frente de Todos y de Juntos por el Cambio unidos en el repudio me hizo acordar a cuando Alfonsín y sus funcionaros radicales recibieron en el balcón a Antonio Cafiero y a otros dirigentes peronistas para frenar el primer levantamiento carapintada. Esa concordia y ese aire puro en el Congreso duró escasos minutos, porque rápidamente el kirchnerismo mostró la hilacha: iba a utilizar este hecho repugnante para galvanizar a sus “enemigos” y automitificarse. Pareció comprender de inmediato que al no tratarse de un prestigioso complot de la sinarquía internacional sino más bien de la acción de un pobre infeliz, resultaba más beneficioso cargarles la culpa a quienes desmontan a diario sus mentiras, reportan el avance de sus causas por megacorrupción o directamente las investigan desde las redacciones o los juzgados; también a quienes resisten sus saqueos y replican en el ágora las amenazas y los camelos de una facción muy afecta a la ficción y a la psicopatía. El ministro de Interior, después de un día entero en que sus trolls difundían por redes sociales la lista oficial de los periodistas y medios “odiadores” que habrían instigado la agresión a Cristina, lo puso en negro sobre blanco: “No es un loco suelto ni es un hecho aislado: son tres toneladas de editoriales en diarios, televisión y radios dándole lugar a los discursos violentos”. Veinticuatro horas después, la agencia oficial Télam ilustraba el momento con una Bersa que se convertía en un micrófono. Es decir, a un grave atentando contra la vida de una importante figura institucional, se le respondió con un grave atentado contra el periodismo independiente: gatillan ahora en la cabeza de la libertad de expresión, y promueven una “ley del odio”, que tiene inspiración en el régimen chavista y que permitió cerrar medios, censurar voces y hasta exiliar a profesionales insumisos. Marcar desde las robustas custodias y los autos blindados del funcionariado estatal a comunicadores y columnistas de la prensa privada que caminan la calle sin protección es un acto fascista; los convierte en blancos móviles frente a fanáticos imprevisibles que se mueven bajo emoción violenta. El hecho de que este movimiento político, que fundó la grieta y que es una verdadera antología de odios y un animador de conflictos, hostilidades y estigmatizaciones, se presente ahora como una blanca paloma de la paz representa una broma macabra. Igualar este bombardeo constante dirigido e institucionalizado por el Estado argentino con las distintas respuestas articuladas desde el llano, es funcional a esta artimaña y un signo de ignorancia profunda: recomiendo muy especialmente que lean los ensayos que inspiran a La Cámpora; me ofrezco a armarles una biblioteca a algunos periodistas despistados, propensos a que los corran con la vaina, animadores de la nueva teoría de los dos demonios y poco afectos a agarrar los libros.
Recordemos en qué tiempo y lugar acontece todo este drama: la doctora puso a sus militantes en actitud de “guerra” —utilizaban esa misma expresión en los salones del Instituto Patria— contra jueces, fiscales y periodistas a raíz de los alegatos de la causa Vialidad, algo que redundó de hecho en una sublevación contra la justicia. Esto derivó en la fabricación de un 17 de octubre y en una batalla campal contra los “feroces represores” de la policía de la Ciudad: los atacantes resultaron ilesos; los atacados —veinte agentes— terminaron en el hospital con diversas heridas. Al final, se salieron con la suya: el alcalde retiró las vallas. Quizá si no lo hubiera hecho, esas mismas vallas habrían salvado a Cristina del ominoso disgusto. También ella consiguió que la protegiera su Policía Federal, fuerza sofisticada que extrañamente brilló por su negligencia. La misma mañana del día en que la madre sería interceptada por una pistola, su hijo había anunciado que los opositores buscaban un “muerto peronista”, agregando un peldaño más a la escalada de violencia verbal y a las suspicacias. Porque como el kirchnerismo es tan proclive a los montajes y a la teatralización, muchos ciudadanos no creyeron realmente lo que estaban viendo; por sus repetidas patrañas y sus puestas en escena, este fallido magnicidio se transformó así, para ellos, en una evidente conspiración con el fin de victimizarse. Este articulista, que escribe novelas sobre complots políticos, no suele creer prima facie en ellos, pero admite que estamos ante una de estas dos posibilidades: una audaz y novelesca operación de inteligencia (sobre la que hasta hoy no existe ninguna prueba) o más bien una ineficiencia descomunal por parte del sistema de seguridad, algo que no extrañaría nada tratándose de la desastrosa gestión del oficialismo. Propongo un simple ejercicio: comparemos ahora de nuevo la lección de Alfonsín con la respuesta de los Kirchner. De la sobria valentía y la discreción, a la ampulosidad agresiva de una dinastía que reclama adhesión incondicional y atiza el linchamiento.
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*Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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