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Garrapatas - Zenda
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Garrapatas

Una de las películas más representativas del llamado «cine quinqui» lleva por nombre, precisamente, Perros callejeros. Aquel cine se propuso mostrar que esos fueron los años de una democracia flamante, de una cándida fe en el porvenir, sí, pero fueron también años menesterosos, furibundamente delincuenciales, los años de plomo de la heroína. Eran los años...

Me dice una amiga, no sé si fidedigna en estos asuntos, que en los años ochenta España estaba oficialmente considerada como un país en vías de desarrollo. No éramos primer mundo aún. Proliferan ahora las cuentas en redes sociales dedicadas a celebrar la época. Aparecen aquí radiocasetes de doble pletina, cintas de vídeo, programas de televisión de aquel tiempo, libros de texto de la EGB y el BUP. Un elemento, sin embargo, no aparece nunca, un elemento que define para mí la época mejor que ningún otro. Define, aunque entonces no me daba cuenta, lo que significa no pertenecer al primer mundo, ser pobre.

Una de las películas más representativas del llamado «cine quinqui» lleva por nombre, precisamente, Perros callejeros. Aquel cine se propuso mostrar que esos fueron los años de una democracia flamante, de una cándida fe en el porvenir, sí, pero fueron también años menesterosos, furibundamente delincuenciales, los años de plomo de la heroína. Eran los años de las dos cadenas de TVE y donde el Un, dos, tres de los viernes por la noche congregaba a las familias frente al televisor; y eran también los años donde robar un coche era práctica sencilla y habitual. No digamos robar la radio. La película reflejaba la vida del Torete, un chorizo catalán, convertido así en un icono de la criminalidad de la época.

"Imaginaba a unos hombres altos y robustos, con batas blancas y aspecto de sicarios. Se decía que en la perrera los sacrificaban de inmediato en cámaras de gas, evocando un holocausto canino"

Pero el auténtico icono de aquellos años eran los perros callejeros en sentido literal. Y sus garrapatas. Los perros se refugiaban en los solares —junto a las jeringuillas— y frecuentaban las calles en busca de alimento. Apestosos, famélicos, desgreñados, asustadizos. Cuajados de garrapatas, túrgidas y blanquecinas, en las orejas, en las corvas, en el rabo. Se apelotonaban en racimos bien nutridos. El animal se rascaba con ansia, pero ellas, bien agarradas, soportaban impasibles el embate frenético de la zarpa.

Nos apiadábamos de algunos. Les poníamos comida y bebida. Les poníamos nombre. Les cogíamos cariño. Y un día desaparecían. «Se los ha llevado la perrera», decía alguien. Yo nunca la vi. Imaginaba a unos hombres altos y robustos, con batas blancas y aspecto de sicarios. Se decía que en la perrera los sacrificaban de inmediato en cámaras de gas, evocando un holocausto canino.

"El protagonista de Desgracia es, a su manera, otro personaje como el Torete, como los yonquis de Trainspotting, como el alcohólico irredento de Leaving Las Vegas: alguien que ha dejado de luchar"

Los perros callejeros y sus garrapatas conforman un recuerdo elocuente y revelador de mi niñez. Por eso me entusiasma que una de las novelas más brillantes de la literatura contemporánea tenga a los perros —perros abandonados, enfermos— como un pilar argumental. Hablo, claro, de Desgracia, de J. M. Coetzee. Porque los perros, recogidos por la hija del protagonista, muestran en el libro, como pocas cosas pueden mostrar a mis ojos, que Sudáfrica es un país pobre. En vías de desarrollo, a lo sumo. Cuando un país logra un desarrollo económico decente, lo primero que desaparece son los perros callejeros. Y poco después, como si de una suerte de tándem se tratara, desaparecen los niños de las calles, para recluirse en academias de inglés, conservatorios, piscinas. En sí mismos.

El protagonista de Desgracia es, a su manera, otro personaje como el Torete, como los yonquis de Trainspotting, como el alcohólico irredento de Leaving Las Vegas: alguien que ha dejado de luchar. Brazos caídos. Que la vida me lleve. Como los perros de las jaulas.

Cuando su hija es víctima de una agresión que tiene consecuencias irreversibles, él intenta mediar, intenta ayudar; pero ella lo para en seco, le recuerda dónde viven: en un país donde esas cosas pasan todos los días; en un país con graves tensiones raciales. En un país donde hay perros abandonados.

"Coetzee ha encontrado en los perros abandonados uno de esos rasgos definitorios de su país, como yo lo encuentro en la España de mi niñez"

Me fascina la manera en que la relación con los perros caracteriza a los protagonistas de la novela. El protagonista es el divorciado que solventa sus impulsos libidinosos con una prostituta, siempre la misma, el mismo día de la semana. Es el tipo de profesor que aborda a las alumnas. Pero para el lector acaba siendo el ayudante de las perreras de su hija, dispuesto a llevar los perros a sacrificar, embutir los cadáveres en bolsas de plástico y llevarlos a incinerar. Capaz de hacerlo sin miramientos, incluso con el perro al que más cariño le había cogido.

Coetzee ha encontrado en los perros abandonados uno de esos rasgos definitorios de su país, como yo lo encuentro en la España de mi niñez. El rasgo definitorio de la España de hoy viene a ser más bien el inverso: que tanta gente tenga perro y lo cuide y lo quiera. Para que luego digan que el mundo va a peor.

El Torete, por cierto, murió de sida. Marchó a Monteagudo, un pueblo de Murcia, a emprender una nueva vida, alejarse de las drogas. Da la casualidad de que vivo muy cerca de ese pueblo. Voy a menudo cuando salgo a correr. Nunca encuentro perros callejeros.

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Juan José Lara

Juan José Lara Peñaranda. Cartagena. Ha publicado el libro de sucesos "Crónica negra de la Región Murcia" y la novela "Cuerpos y más cuerpos".

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