El pasado Domingo de Resurrección murió Alfonso Riudavets. Y, aunque previsto, no deja de ser por ello una gran tristeza para sus clientes habituales y amigos de la cuesta de Moyano, de la que era decano. Pero no era sólo eso, era el mismo espíritu y alma de la cuesta, su personaje más significativo y singular. Un librero irrepetible con su guardapolvo azul, su gorrilla, su bigote. La caseta 15 ha quedado huérfana, aunque afortunadamente no desierta, gracias a Julián. Y todos los habituales de esa caseta hemos quedado también algo huérfanos. La cuesta de Moyano ya no volverá a ser la misma. Al menos para mí.
Uno de ellos era Lucas (espero no confundirme de nombre, el apellido nunca lo supe) de la caseta 13, cercana a la de Riudavets. Especializado en libros políticamente prohibidos. Si se quería encontrar algo de Ruedo Ibérico, había que pasar por allí. Con gafas de cristales muy gruesos que ocultaban casi por completo el color de sus ojos. Cerrado de trato, poco sociable, solía llevar una sempiterna colilla en la boca. En estos momentos se me cruza la imagen de Lucas con la de su vecino Pedro. Han pasado demasiados años.
En la caseta 25, junto a Berchi (al que conocí más tarde), moraba Trelles, viejito pequeño y frágil, que llegó a sobrepasar los 90 años de edad y fue durante mucho tiempo decano de la cuesta. Sobrino del conocido librero Graíño, con la caseta repleta de folletos antiguos que yo repasaba con curiosidad por sus bajos precios. Con muchas cosas de Filipinas procedentes del fondo de su tío. Todos sus libros tenían marcados los precios en la última página de un modo muy singular que todavía reconozco en mi biblioteca.
Y el tercero era Riudavets. Inconfundible. En su caseta número 15. Algo hosco, grueso y con mucho genio. Entonces ya llevaba su característico guardapolvo azul. Dispuesto a discutir con cualquiera por algo que no le pareciera bien, como que le sacaran una foto, asunto que nunca consintió y en el que se mantuvo intratable hasta los últimos días de su vida. Tampoco aceptaba que no se le tratase de Vd. Bajo ese exterior rudo, un hombre honesto serio y decente, un señor del libro.
Era el librero que más libros compraba y vendía de la cuesta. Con gran diferencia. Ha debido de vender millones de ellos. Se pasó la vida comprando y vendiendo bibliotecas. Hubo una temporada en la que yo tuve la curiosidad de apuntar las bibliotecas que iban pasando por aquella caseta. Cuando llevaba unas 20 apuntadas, me cansé y lo dejé. Ahora siento no haber seguido con la lista.
Por aquella época yo buscaba ávidamente el contenido del libro. No me interesaba la antigüedad ni la edición. Pero una vez, en marzo de 1972, en esa desordenada caseta de Riudavets, apareció tirado en el tablero un libro que me pareció curioso. Un folio en pergamino: Gil González Dávila, Teatro eclesiástico de las iglesias metropolitanas…, Madrid 1647. Incompleto. Me hizo gracia. Pagué las cien pesetas que me pidió y me lo llevé orgulloso a casa. Sin darme cuenta, con ese libro, y en la caseta de Alfonso Riudavets, había empezado mi colección de libros antiguos. Todavía conservo el ejemplar.
A partir de esas fechas mi interés por el libro antiguo aumentó y descubrí que Riudavets tenía un Palau detrás de la puerta derecha de su caseta. Recuerdo perfectamente sus cubiertas de tela azul. Hasta que yo, años más tarde, compré a Herminia Allanegui —gran señora del libro y buena amiga— el ejemplar de mi biblioteca, aquel Palau “azul” se convirtió en mi ejemplar de consulta de las ediciones antiguas que iba encontrando.
De las muchas bibliotecas que pasaron por las manos de Riudavets, recuerdo, y seguro que la recuerdan los bibliófilos de mi época, la de don Manuel del Palacio (el 0,50 poeta que llamó Clarín) y la de Eduardo Barriobero. La primera, repleta de ediciones dedicadas de todos los literatos del siglo XIX contemporáneos y amigos de don Manuel. La segunda, con sus inverosímiles encuadernaciones artesanales en tela estampada, que estropeaban curiosas y raras ediciones de la Generación del 27, muchas adornadas con ese peculiar ex libris esotérico de Barriobero.
El sistema de venta de ambas bibliotecas fue el mismo. Alfonso sacaba por las mañanas muy temprano las cajas de libros, para abrirlas e ir poniendo precios. Alrededor de él se arremolinaban una docena de libreros profesionales que no permitían a los clientes habituales que nos acercásemos. No había manera de llegar a los ejemplares. Recuerdo un día que Alfonso me vio en segunda o tercera fila intentando inútilmente aproximarme, y él, que me conocía ya (entre otras cosas su antigua casa de la calle de Santa Engracia estaba muy cercana a la de mis padres, y habíamos sido casi vecinos) me dijo, mientras apartaba bruscamente a algunos libreros: “Señor Mañas, pase por aquí. Estas tres cajas son para usted. Ábralas y llévese lo que le guste”. Las abrí ante el estupor de los presentes, que no estaban acostumbrados a lo que acababan de ver. Compré las tres cajas. Todavía conservo aquellos libros, entre ellos la primera edición de Fortunata y Jacinta.
Y fueron transcurriendo los años, y miles de libros pasaron de sus manos a las mías, mientras nos hacíamos mayores. La relación seguía siendo muy cordial y siempre la misma. Yo llegaba a la caseta. Él estaba sentado delante de ella en su silla. Se levantaba para saludarme y yo le daba la mano. “Buenos días, Alfonso. ¿Cómo está usted?”. “Muy bien. Muchas gracias”. Y charlábamos un rato de nuestro Real Madrid o de otras cosas. De vez en cuando surgían anécdotas de libros, como cuando yo le contaba aquella historia del ejemplar especial de Diario de una bandera firmado por Franco que le compré a Berchi y el disgusto que éste se llevó al darse cuenta de ello, o el comienzo de la vida de Riudavets como librero independiente cuando compró y vendió una Enciclopedia Espasa que su entonces patrono, el librero Sanz, no quiso. Él se echó para adelante e hizo la operación solo y con buen resultado.
Nuestras compras sucedían siempre del mismo modo: Yo miraba los libros de la caseta, y seleccionaba unas cuantas cosas. “Me llevo esto, Alfonso”. (Siempre le traté de Alfonso y de usted). “¿De qué se trata?” (Siempre decía la misma frase). Contaba los libros y ponía precio: “Son 120 euros”. (Allí no se regateaba nunca). “Sólo llevo 50 euros. Le dejo a deber 70 euros”. Abría su libro viejo de contabilidad. Apuntaba los 50 euros en la página de la derecha, llena de números, donde anotaba todas las ventas del día, y los 70 euros los apuntaba rodeados de un círculo en la página de la izquierda que solía estar vacía. Alfonso sólo vendía al contado, en la página de la derecha. Yo era, creo, de los pocos afortunados habitantes de la página izquierda, a los que nos daba crédito. En mi siguiente visita, lo primero que hacía era pagarle la deuda. El tachaba la cantidad adeudada, y pasaba los 70 euros a la página derecha. Y así visita tras visita y año tras año. Y si en vez de 70 euros, eran mil euros, hacía lo mismo. El discurso del método. Todo un caballero.
Y se nos ha ido. Era de 1933, del mismo año que don Luis Bardón, otro caballero y amigo. Dos caras de la misma moneda: el amor al libro. Don Luis con sus maravillosas encuadernaciones que tanto apreciaba: Palomino, Brugalla, Marius Michel, Zaehnsdorf…… Y Alfonso con su extraordinaria colección de miles de objetos de todo lo relacionado con el mundo del libro, colección que acabó por vender a lo largo de estos últimos años, de la que unos cientos de ejemplares han buscado tranquilo cobijo en los estantes de mi biblioteca.
Él siempre me guardaba cualquier publicación o noticia que encontraba relacionada con el apellido Mañas, incluyendo, por supuesto, todo lo publicado por o sobre mi hijo José Ángel. Y yo le correspondía con libros o dibujos de algún Riudavets y con catálogos que recibía de librerías extranjeras.
Y se nos han ido los dos. Don Luis y Alfonso tendrán mucho que charlar del mundo del libro al que han dejado huérfano. Y es posible que también meta baza en la conversación, si se encuentran con él por algún sitio, Fernando Sánchez Dragó, tan parlanchín y diferente de ambos, pero tan profundamente amante de los libros como ellos. Gárgoris y Habidis han pasado y llorado por la cuesta de Claudio Moyano.
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