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Ganadora y finalistas del II Concurso juvenil de historias #VeinteTreinta - Zenda
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Ganadora y finalistas del II Concurso juvenil de historias #VeinteTreinta

La ganadora ha conseguido un premio de 1.000 euros en productos culturales, deportivos o digitales de su elección. Además los autores de las cinco historias finalistas restantes recibirán un premio de 400 euros en las mismas condiciones. Tanto la ganadora como los cinco finalistas recibirán un ejemplar del libro 2030, cuya versión digital puede descargarse gratuitamente. 2030 incluye relatos de Alberto...

Maria Díaz Franquet, con su relato Duérmete niño, ha sido elegida vencedora del II Concurso juvenil de historias #VeinteTreinta patrocinado por Iberdrola. Los cinco finalistas han sido: Clara Díaz Sánchez, Eduardo Ara Aguarón, Sheila Gómez García, Carlos Luna Torres y Lucas Fernández López.

La ganadora ha conseguido un premio de 1.000 euros en productos culturales, deportivos o digitales de su elección. Además los autores de las cinco historias finalistas restantes recibirán un premio de 400 euros en las mismas condiciones. Tanto la ganadora como los cinco finalistas recibirán un ejemplar del libro 2030cuya versión digital puede descargarse gratuitamente2030 incluye relatos de Alberto Olmos, Ana Iris Simón, Andrés Trapiello, Antonio Lucas, Cristina Rivera Garza, Espido Freire, Eva García Sáenz de Urturi, José Ángel Mañas, Karina Sainz Borgo, Luisgé Martín, Luz Gabás, Manuel Jabois, María José Solano, Pedro Mairal, Rubén Amón y Soledad Puértolas. Está editado y prologado por Leandro Pérez, coordinado por Miguel Munárriz y la ilustración de la portada es de Fernando Vicente.

El jurado está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.

A continuación reproducimos el texto ganador y los cinco finalistas.

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GANADORA

Título: Duérmete, niño

Autor: Maria Díaz Franquet

Centro docente: Col.legi Cultural Badalona

Duérmete, mi niño. Descansa, mi querubín. En tu cunita de cedro pulida, bajo esas sábanas blancas, que te acarician la piel y te arropan con su tacto. Y sueña que un ángel blanco te lleva hasta el firmamento y le pide a la lunita que te meza en dulce arrullo y a las doradas estrellas que te conforten, mientras desde su regazo, contemplas el mundo entero. Un pedacito de tierra al que llamamos hogar, rodeado de turquesas y del azul del mar.

¿Pondrías tu piececito en el suelo? ¡Si no sabes caminar! Quizá una cestita de mimbre te podría cobijar y navegarías por un río, contemplando todo el lugar. Asomas tu cabecita por el borde del capazo, con una media sonrisa dibujada en tu carita. Pero… ¿y los pececitos? No ves ningún remolino de peces, chapoteando, traviesos. Te acercas y sacas tu manecita, en busca de la frescura del caudal y tu imagen se refleja sobre una profunda oscuridad. ¿Dónde está ese cristal de agua? ¿Dónde ha quedado la prístina cuna que albergaba el cauce de ese emponzoñado arroyo? ¡No extiendas la mano, niño! ¡Contén la respiración! Un raudal de podredumbre extiende sus tentáculos desde la marea de peces muertos que se esparcen por ambas orillas. Te asustas y quieres salir. Pero ¿cómo hacerlo? Eres tan pequeño…

De algún modo, la cesta queda embarrancada en una de las orillas del río y te deposita en tierra. Alguien te cantó alguna vez sobre los verdes pastos y las inmensas y fértiles llanuras. Sí. Estás seguro. ¿Encontrarás alguna flor? Te gustan los girasoles y las espigas de trigo. Son amarillos, como tu color preferido. Sí… ¡No extiendas la mano, niño! ¡Contén la respiración! Una bola de calor engulle con gula toda vida vegetal y las plantas se marchitan, se carbonizan, cambiando los ocres por grises, dejando un manto de cenizas calcinadas a su paso. Te frotas los ojos. Quieres correr. Pero ¡eres tan pequeño! ¡Si ni siquiera sabes caminar!…

De tu boca sale algo parecido a un balbuceo. ¿Qué querrás decir? «Ma-má». Tu mamá te quiere y te está esperando, seguro, en ese frondoso bosque que se divisa a lo lejos. Recuerdas aquel gran abeto adornado con luces de colores que se ve desde tu cunita… ¡Qué bonito! Quieres sentir el tacto de sus hojas en tus deditos. Pero… ¡No extiendas la mano! ¡Contén la respiración y sal de ahí! Los árboles se están desplomando, como fichas de dominó. Uno tras otro. Hacen mucho ruido. Parece que están llorando, con ese quejido lastimero que hacen al desplomarse. Con cada caída, se aceleran los latidos de tu corazón.

Miras al cielo y te encuentras flotando encima de las nubes. Te agarras a ellas, como si de tu almohada se tratara y las empujas hacia tus ojos, en un intento subconsciente por borrar esas imágenes de tu mente. Pero no funciona… Vientos furiosos empiezan a zarandearte. Se avecina tormenta y vas cada vez más deprisa, en esos nubarrones espesos, rabiosos, como la furia que azota la tierra, varios metros más abajo… Punzantes relámpagos salen escupidos como flechas, mientras el trueno estalla con el eco de mil bombas. Cierras los ojos, pero puedes verlo todo ahí abajo. Hambre, guerra, muerte, sequía, inundaciones, matanzas…

Y llueve. Y lloras.

Vuelves a abrir los ojos. Huele a hogar, a girasoles y a trigo recién horneado. Alguien cercano y conocido te estrecha contra su pecho y te canta una linda nana: «Duérmete, mi niño. Descansa, mi querubín. En tu cunita de cedro pulida, bajo esas sábanas blancas, que te acarician la piel y te arropan con su tacto».

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FINALISTAS

Título: Cosas que nunca cambian

Autor: Clara Díaz Sánchez

Centro docente: IES La Contraviesa Albuñol Granada

Aquella fría mañana de noviembre, mientras el profesor se esforzaba en poner en marcha a los adormilados alumnos, yo permanecía absorta —como siempre a primera hora— observando desde la ventana pegada a mi pupitre el ruidoso enjambre de los estorninos entre las ramas del árbol, preparándose para empezar un nuevo día. De pronto, como una gran nube negra, salieron todos disparados hacia el cielo al unísono con un estruendo ensordecedor, perdiéndose zigzagueando por el horizonte.

Justo en ese momento, una mano sobre mi hombro me sobresaltó y me devolvió a la clase:

—¡Treinta minutos! Mínimo una cara y buena letra. Las faltas de ortografía detraen 0,25 que ya estáis en bachillerato —dijo a la vez que depositaba el folio sobre la mesa.

Al leer el enunciado sobre la redacción no pude evitar soltar un «joder» entre dientes, y giré la cabeza en busca del profesor. Para mi tranquilidad ya se encontraba bastante lejos para poder oírme y soltarme otra vez la charla sobre las odiosas «interjecciones impropias» y mi vocabulario, así que volví a centrarme en el folio.

¿Qué «coño» se supone que tengo yo que poner aquí ahora? Mordisqueé el bic ya de por sí bastante hecho polvo, y me di unos golpecitos con él en la cabeza, siguiendo mi ritual establecido desde primaria para empezar a funcionar. Pero aquella mañana no funcionó…

«IMAGINA EL MUNDO DENTRO DE NUEVE AÑOS» expresaba el encabezado seguido de un enorme e interminable espacio en blanco que se supone que yo debía rellenar, no obstante por más que lo pensaba mis ideas permanecían más vacías que ese papel.

¿Futuro? Lo único que se me venía a la cabeza con esa palabra eran androides, cataclismos, taxis voladores y pistolas láser que te desintegraban en un santiamén. Vamos, cualquier distopía imaginable… nunca he sido muy optimista, soy de las que ven la botella rota, ni medio llena ni medio vacía, directamente rota. Por más que lo intentaba no podía imaginarme el futuro, para mí el futuro era como aquel «Caminito del Rey» que recorría el desfiladero que anduve de pequeña con mis padres, y que cuando miraba hacia abajo me dejaba paralizada sin poder respirar. Algo a lo que es mejor no asomarse.

Entonces me vino a la mente aquella película del siglo XX que nos pusieron en clase de filosofía, «Blade Runner», en la que se imaginaban el futuro del siglo XXI lleno de naves voladoras y «replicantes», robots que no se diferenciaban de los humanos… Y pasó que cuando llegó ese futuro, que ahora es mi pasado, ni había «replicantes» ni naves voladoras ni nada por el estilo. El futuro siguió siendo igual de aburrido que su pasado… solo que con una música más extraña y muchos teléfonos móviles.

Eché un vistazo a mi smartwatch y comprobé que me quedaban escasos diez minutos, así que con trazo firme y decidido empecé a escribir:

Querido Maestro, dentro de nueve años, en el 2039, todo será como es ahora, en este año 2030 en el que nos encontramos:

El iPhone irá por el modelo «iPhone 40» y seguirá costando una fortuna, operación triunfo irá por su nonagésima edición, Gran hermano incluirá «edredonings» como hasta ahora y nos seguiremos escandalizando, pero sin parar de mirar… como hasta ahora. Eso sí, la música será más extraña, seguro, y los maestros seguirán preguntando por nuestro futuro, sin explicarnos demasiado bien nuestro pasado.

¿Por qué pienso eso? Pues porque mi madre dice que en 2021 también ella pensaba que ahora, nueve años después, estaríamos mucho más «cambiados», y seguimos igual de idiotas todos —eso dice—. En conclusión, maestro… Me parece que en 2039 todo será una «mierda», como lo es ahora en 2030, y como lo era en 2021; pero con otra música.

Me sobraron siete minutos. Así que con esas pocas líneas entregué la redacción al profesor, el cual tuvo tiempo de sobra para leerla detenidamente.

Al terminar su lectura, levantó la mirada y me dijo:

—Lo primero; soy profesor, no maestro, ya lo deberías saber. Lo segundo, tienes un cero. Y lo tercero, baja ahora mismo a Jefatura de estudios. Sabes por qué, ¿verdad?

—Si, profe, lo imagino —le contesté con la duda de si era por poner la palabra «mierda» en el texto, por llamarle maestro repetidamente en vez de profesor o por la breve extensión de la redacción.

«Hay cosas que no cambian nunca, ni cambiarán», pensé; pero no lo dije. No estaba el horno para bollos…

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Título: Adiós al planeta

Autor: Eduardo Ara Aguarón

Centro docente: IEs Ramón y Cajal Huesca

Mientras entro a la nave de evacuación miro con nostalgia el planeta que vamos a dejar. Pensamos que los recursos serían eternos así que no tuvimos reparo alguno en malgastarlos, agotándose cada vez más rápidamente. Para cuando nos dimos cuenta de las consecuencias que eso iba a tener aún estábamos a tiempo de pararlo, pero no quisimos hacerlo, pues esa destrucción se había convertido en una droga para nosotros, una droga que nos hizo olvidar moralidad y sensatez. Así como otras sustancias producen alucinaciones está droga nos hizo creer que teníamos el derecho de destruir un planeta que en contra de lo que creíamos no era nuestro. Ahora hemos de pagar por nuestra estupidez, dejando atrás todos esos recuerdos que nos han acompañado aquí. Me duele tanto como cuando dejamos la tierra en el 2025, hace cinco años. Si no me he acostumbrado a la cuarta dudo que lo haga nunca.

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Título: Esperanza o miedo

Autor: Sheila Gómez García

Centro docente: Marqués de Lozoya

Tic tac tic tac tic tac…

Segundo tras segundo, hora tras hora, día tras día, año tras año. Aquí estoy, en el año 2030. Me imaginaba que los coches volarían; que el viaje más común sería a la Luna; que no existiría la contaminación, ni la enfermedad; que tendríamos un mundo mecanizado por completo. Miedo, sentía miedo al imaginarme una sociedad cambiada por completo; al imaginar que lo que más amaba en el mundo, que eran los abrazos y besos de la gente que me rodeaba, desaparecieran por culpa de una pandemia; que la gente cambiara dispositivos electrónicos por personas; que se produzcan guerras aunque de armas no se traten. Miedo a lo desconocido, miedo a si saldrá la cara buena o por el contrario, la cruz, porque esto es como mirar a una moneda, es la misma pero tiene dos caras. Todos miramos a un mismo futuro con dos finales distintos.

Como decía, aquí estoy en 2030. En verdad no quiero haceros un spoiler de cómo acabará vuestra vida. Lo único que puedo hacer es desearos suerte a todos.

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Título: Marcos

Autor: Carlos Luna Torres

Centro docente: Colegio Nacional Eloy Alfaro

Apoyas la espalda contra la pared sin enlucir de tu cuartito. Arrancado de tus sabanas mugrosas, sientes fría la noche. Los gatos se pelean sobre el techo de chapa. Observas masculinamente mi silueta y el filo del cuchillo que abrillanta la luna y sabes, Marcos. Tu miocardio acelera, tus canillas flacas se agitan contra tu voluntad, quieres devolver el plátano tieso de la merienda. Bastaría con un susurro para que papi te auxilie, y pareciera que un dedo alcanza para detenerme, pero aceptas. Esperas que la letalidad te alivie de los pecados que te afligen.
En este instante, en que la muerte dista de una puñalada y que no podrás rememorar, ya no eres un recuerdo propio y vives.

La vida ha sido una espera y ahora solo queda recordar como cualquiera en su agonía. Recuerdas.

La miras a la cobardía de 10 pasos del embaldosado curtido de la porquería de la masa estudiantil. Tu mirada le cruza todo el cuerpo: el calzón que negó el cura, el pecho en plenitud adolescente, el cabello enrojecido artificialmente y los muslos blancos que heredó de los españoles. Pero es más que el desenfreno lascivo de los mancebos, eres insolente, ansías.

El mar sube un poco.

El segundo tiro te incorpora de un susto, cuando llega el quinto lo entiendes, para el séptimo ya no te importa que se haya ido otro y te vuelves a arropar.

Ahora lúcido, es penoso verte, Marcos, perseveras en ese cobarde negacionismo a la realidad y escapas a tus fantasías obscenas. En la escena onírica, gozas del edén que se supone la clase media para los pobres, aún apilas hileras de tu poesía corriente con la que ella se deleita como nadie nunca hizo, trabajas de sol a sol mientras ella cría a tus bastardos porque papá decía que el hombre rompe el espinazo y la mujer cría, y engríes una perra tal como Doña Inés porque ¿Por qué no?

El mar sube un poco

Un padrenuestro y un avemaría, mecánicos, vacíos, rezados nada más por rezar y no se diga que no se hizo, antesala del sacrilegio.

Te arrodillas, cruzas las manos, luces pequeño, insignificante, suplicas por un milagro que te arranque de esa realidad impía y te escupa en tus delirios, pero Dios no contesta, de nuevo, por última vez. Por el mutismo entiendes que la voz de Dios siempre fue la propia.

El mar sube un poco

Años o días en vano, desquiciando sin sentido, persistiendo en nombre de lo que llamas amor, hasta que miras porque tenías que mirar. Las dos tallas sobrantes y las manchas de moho están ausentes del uniforme del tipo con el que sonríe, su mandíbula no tuerce violentamente como la tuya, su parloteo recibe atención religiosa, distando cruelmente del tartamudeo que ocasionalmente puedes soltar, y sabes.

Han sido 2030 años desde que Cristo inició esta era, y aún la vida es no cambia. Si alguna vez alguna aristócrata se fijó en un labriego mal vestido, rebosante de fealdades, cobarde y retraído, no fue sino lástima.
Entonces, te ves (sin errar) con los ojos con los que te miro yo. Te cubres la boca para no emitir ruidos, una sola lágrima se deshace al deslizarse en tu cara, despojado de tu iluso optimismo tienes pinta cadavérica. Tus muecas oscilan la rabia y la melancolía. Tu vida se alienta en esas neuras, y ahora has perdido la esperanza en la que perseverabas, así que te decides a cometer el pecado que hoy nos reúne.

El mar sube solo un poco más.

Tus piernas colapsan del miedo y tu torso se desliza lentamente por las asperezas de la pared hasta asentarte sobre el suelo, tu camisa se enrolla por la fricción y deja al descubierto tu vientre seco, me miras dulcemente, sientes como la punta fría se sienta sobre tu pecho, mi cuchillo se desliza por tu tórax, tus costillas flacas permiten que encuentre rápidamente el punto, inhalas el aire frío y, como para desvelar un misterio, tímidamente nombras a tu homicida.

– Marcos.

La hoja del cuchillo penetra fríamente mi cuero pálido, antes de que duela, alcanzo el corazón. En un instante (que por relatividad no fue instantáneo), brotaron la sangre y el dolor. Papá despierta por su instinto agreste y grita mi nombre. Grita de nuevo, desesperado. Agoto la última fuerza que me queda sacando el cuchillo a medias de mi pecho, derramando las últimas gotas de mi sangre anémica. Papá se acerca con su voz y sus pasos pesados, pero lo siento cada vez más lejano. Caigo hacia el costado derecho. Cierro los ojos. Mis mejillas sienten la calidez del charco de sangre que ahora nivela al mar y luego… luego nada.

Las aguas del Pacífico se han tomado con quietud los guetos, detuvieron al alcalde por malversar el fondo de emergencias, mataron a tres fulanos, y hasta allí las noticias. Luego, ella arrastra una sola yema por la pantalla, el algoritmo, errático o certero, le presenta una publicación de un malaventurado difunto que le suena de algún lado pero pronto se distrae y olvida.

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Título: El Espectador

Autor: Lucas Fernández López

Eliseo era un anciano de 80 años. No contaba con una melena que le ondeara con el viento, pero sí de dientes que se movían con la brisa, de los que estaba muy orgulloso.

—¡Ni siquiera los jovenzuelos de 60 años tienen todos los dientes! —aseguraba.

La verdad es que esos dientes estaban en situación precaria. El dentista le había recomendado que se pusiera implantes, dientes postizos… Cualquier cosa.

—¡Qué esos dientes no durarán Eliseo!

—Seguro que durarán más que yo —respondía siempre, antes de soltar una carcajada.

Al dentista no le parecía gracioso. Esos dientes tambaleantes le angustiaban. Lo que se podía hacer con la tecnología actual… Y ese hombre se quedaba con esas cosas maltrechas…
Eliseo tenía un coche viejo, uno de esos fósiles que se fabricaban en 2017. Era tan viejo, de hecho, que no podía ir por la autopista. Su velocidad máxima, de 150 kilómetros por hora, era mucho menor que la mínima necesaria de 460.

—Papá, papá —rogaba su hijo—. Cómprate un coche nuevo, por favor. Que ese no tiene seguridad. Algún día de estos te vas a matar. Mira, mira, el Oclus R800 está en oferta y tiene amortiguadores de alto rendimiento y un motor autocorrectivo con térmica inversa. Además… ¡Así podrás ir por la autopista como nosotros!

—Hijo, no quiero ir en una autopista como vosotros —dijo Eliseo

—Pero…

—¡Qué no uso el coche nunca hijo! Nunca viajo. ¡Solo salgo de casa para pasear!

—Pues viaja papá, viaja. Ve el mundo un poco —respondió su hijo.

—No quiero ver tu mundo. Quiero ver el mío. Y ya no existe.

Lo único que le quedaba de su mundo era una urna, llena de cenizas, posada sobre una mesa de madera de nogal, en el centro de la sala de su hogar. Una foto, mostrando a una mujer de unos 70 años, sonriente, descansaba a su lado.

El sonido del bolígrafo, rasgando el papel, era lo único que rompía el silencio sepulcral de aquella casa. Eliseo terminó de escribir la carta y, tras una pausa, la firmó. La última firma escrita a mano del planeta. Sonrió y se guardó el papel en el bolsillo. Un vehículo volador pasó zumbando delante de la ventana. Eliseo la abrió y se asomó para observar la calle. Su calle.

Su calle, un oasis rodeado por una muralla de edificios, que protegían el parque que había en el centro. Los pájaros, los mejores compositores, cantaban y sus trinos se mezclaban con las risas de los niños, que jugaban en los columpios. Un enorme árbol, como centinela, vigilaba todo a sus pies y con sus frondosas ramas protegía a los niños del sol, tal y como habían protegido a Eliseo cuando él mismo era un niño. Bancos, ligeramente destartalados, con la pintura descolorida por el sol, ofrecían descanso a quién lo deseara, como hacían cuando él y María se sentaban a mirar a su hijo jugar en los columpios y en los toboganes. Su calle, el único lugar verdaderamente suyo, donde él había crecido, donde vio a su hijo crecer. Donde era feliz. Esa era su calle. Su mundo.

Pero no era la calle que estaba frente a sus ojos.

Un suelo blanco, perfectamente liso, se extendía hasta el horizonte. Donde antes estaba el árbol de su niñez, ahora había un inmenso tubo gris, de función desconocida. Donde antes había pájaros, ahora había drones. Donde antes había niños jugando en los columpios, ahora había criaturas absorbidas en sus pantallas. Los bancos ahora eran bloques de hormigón, perfectamente cuadrados, grises e inertes, muy parecidos a los otros bloques, mucho más grandes, también grises e inertes, que se divisaban en el horizonte.

Eliseo cerró la ventana y apartó la vista. En algún momento, había dejado de pertenecer al mundo. En algún momento, se había convertido en un espectador, un espectador de una calle que no era la suya.

Dejó su carta al lado de la urna, y acarició la foto de María.

—Por fin volveré a verte.

Abrió la puerta y la miró una última vez, antes de salir. El papel, al lado de la urna, empezaba a desdoblarse, y mostraba una palabra. La última palabra de Eliseo:

—Adiós.

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