La ganadora del concurso de relatos #Historiasdepadres, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Sol García de Herreros, autora del relato ‘El cocinero de Nanjai’, premiado con 1.000 euros. Las dos finalistas del certamen, en el que han participado un total de 670 historias, son Oti Corona —autora de ‘Un frasco de crecepelo, una guitarra, una caña de pescar’— y Patricia Collazo González —autora de ‘Son los hijos’—, que recibirán por su parte 500 euros cada una. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.
El jurado ha estado formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación reproducimos los tres relatos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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GANADORA
El cocinero del Nanjai
Sol García de Herreros
Mi padre fue cocinero en un barco chino.
Mi padre fue cocinero en un barco chino, el Nanjai, en el que se enroló con dieciséis años como grumete sin distinguir la proa de la popa. Por fortuna para él, el capitán pareció tomarle pronto bajo su protección, y cuando el cocinero murió de un mal fulminante le adjudicó sin más su trabajo.
El capitán Peng era un lobo de mar con una larga experiencia en cualquier negocio que pueda desarrollarse con un barco, desde el contrabando a la caza de ballenas, y solo hablaba lo imprescindible. A mi hermano y a mí nos impresionaba siempre, aunque la hubiéramos oído contar mil veces, la respuesta que le había dado a Joao, el Portugués, cuando le preguntó por las canciones de su tierra.
—Yo no soy de ninguna tierra —murmuró con la mirada perdida en el Pacífico—. Yo soy del mar.
En casa había un atlas viejo de tapas de cartón y procedencia incierta, lleno de manchas de tinta y de grasa, donde a menudo mi padre iba señalando los sitios de los que hablaba. Eran siempre nombres sonoros y misteriosos que nosotros repetíamos en nuestros juegos y que no hemos olvidado: Buena Esperanza, Mar de Kara, Puerto Edén, Islas de la Lealtad. A lo largo de los años he repetido esos nombres dentro de mí, como un mantra mudo, en todas las ocasiones en que el miedo o la desesperanza me han hecho necesitar un padre, un sueño, alguna fe, como si su solo recuerdo me protegiera o me devolviera a la infancia. Con el dedo en los mapas, mi padre nos contó que hay ballenas más grandes que cuatro barcos y calmas más peligrosas que las tempestades, que hay días que duran veinte horas, mares de hielo y playas infinitas. Nos habló de tierras donde la gente va desnuda y otras donde se tapan hasta los ojos, de pueblos que invocan a sus muertos y otros que los temen o los olvidan. Nos explicó que somos mucho más distintos aun de lo que aparentamos, y que no hay ninguna necesidad de parecerse a nadie, ni siquiera a los padres, porque cada vida es un barco con un solo timonel y un rumbo por fijar.
Durante diez años recorrieron todos los océanos y fondearon en todas las costas, y el cocinero del Nanjai tuvo ocasión de comprobar lo que ya le habían advertido los marineros más curtidos: que todos los puertos, desde Róterdam a Valparaíso, eran un solo puerto. Las mismas calles peligrosas y húmedas. Las tabernas, todas alegres, ruidosas, sucias. Y las mujeres del puerto… Las mujeres del puerto, ya fueran espléndidas mulatas o maduras irlandesas, eran para él sinónimo de valentía y belleza. A veces mi padre se extendía más de lo necesario en sus descripciones femeninas. Entonces yo miraba de reojo a mi madre, en busca de algún gesto celoso que nunca se produjo.
La relación de mi madre con el Nanjai era complicada. La mayoría de las veces, durante el tiempo que nosotros permanecíamos hipnotizados por aquellos relatos, ella seguía ocupada en cualquier tarea con una leve sonrisa escéptica y cansada, como si no le importara nada, como si se sintiese el único árbol en aquella casa llena de pájaros. Pero algunas noches se rendía. Se sentaba, entornaba los ojos, respiraba el salitre que desprendía la voz de mi padre y se estremecía o sonreía abiertamente. Me gustaba observarla en esos momentos porque era cuando estaba más guapa, y yo estaba convencida de que debería haber sido una de aquellas mujeres del puerto, de risas y cerveza, en vez de lavar nuestra ropa en el hielo del río.
Una mala tormenta frente a Lobos de Tierra acabó con el Nanjai. Casi toda la tripulación sobrevivió gracias a que al abrirse la primera vía de agua fueron socorridos por un carguero español. Sólo el capitán Peng se hundió con él, agarrando fuertemente el timón con sus brazos llenos de sirenas.
Mientras buscaba un nuevo barco donde enrolarse, mi padre contrajo unas fiebres que por poco no le entierran en Perú. Permaneció semanas en un hospital siniestro y en muchas ocasiones sintió que se moría. Fue una de esas noches cuando vio a mi madre. La última vez que la había visto ella tendría siete u ocho años, pero no fue a esa niña larguirucha del pueblo a la que vio, sino a la mujer morena clara en que se había convertido. En su sueño ella le saludaba con la mano y él pensó que había llegado la hora de regresar.
Cuando murió yo tenía doce años.
Nunca he olvidado el silencio de mi madre en el velatorio, sentada allí, en la misma silla, como si todavía le oyese hablar de temporales y escolleras. Frente a ella, la abuela se preguntaba entre sollozos, enlutada e incrédula, cómo podía haber muerto su hijo tan joven. Si en toda su vida ni un día estuvo enfermo, repetía, si ni del pueblo salió apenas…
Qué equivocada estaba la abuela. Yo recuerdo a mi padre alto y fuerte, con sus ojos azules iluminando la piel morena, pero durante el tiempo que yo viví con él, siempre estuvo enfermo. Enfermo de nostalgia de lo que nunca vio, contagiándonos su ansiedad de atardeceres sangrantes y de olas infinitas más allá de las lastras y la sierra. A veces, al acabar la primavera, cuando estaban crecidos el trigo y la cebada, se tumbaba en los campos, cerraba los ojos y escuchaba el rumor del viento moviendo las espigas.
—Mirad, se oye la mar — nos decía.
Mi padre, como el capitán Peng, tampoco era de ninguna tierra.
FINALISTAS
Un frasco de crecepelo, una guitarra, una caña de pescar
Oti Corona
Mi hermana y yo nos echábamos a hurtadillas el crecepelo de nuestro padre. De raíces a puntas. Era un frasco de color azufre que guardaba en el armario del baño en nuestro piso de la calle Felipe II, número catorce, sexto, cuarta. La dirección no viene al caso pero me gusta recitarla; mi padre insistía en que la memorizásemos desde que aprendíamos a hablar, mucho antes de entonar la tabla del dos o el avemaría. Por si nos perdíamos. Tenía pánico a que alguno de sus hijos se perdiese. Sin duda, mi padre era consciente de la velocidad a la que se reducía el volumen de su preciada loción, y también sabría quiénes éramos las culpables del despilfarro. Sin embargo, jamás nos llamó la atención por ello.
Los domingos ocultaba su ingenio bajo la gorra del uniforme de la banda municipal y nos llevaba de la mano para que le viésemos tocar la trompeta y para que mi madre pudiese limpiar tranquila. En una ocasión, se acercaron dos niños algo mayores que nosotras a preguntarle si era policía. Mi padre se señaló el pecho con el dedo pulgar y, a un volumen considerable, respondió: «No. Yo soy músico». Aunque los chavales no ocultaron su decepción deduje, por la pose orgullosa en la réplica, que dedicarse a la música te convertía en una persona realmente importante.
En casa no tocaba la trompeta pero sí la guitarra. Siempre había una guitarra de mi padre por en medio. Casi todos los sábados nos despertaba al alba con las piezas de Isaac Albéniz que mis hermanos y yo tarareábamos en contra de nuestra voluntad el resto del día. A veces tenía la decencia de salir a la terraza para que pudiésemos dormir un rato más; de tanto en tanto los vecinos comentaban que se habían despertado con sus canciones, pero ninguno llegó a quejarse nunca. En aquella terraza de Felipe II tuvo una buena temporada una jaula con gallinas y un pastor alemán llamado Bismarck. Era un perro bueno y fiel que por desgracia tuvimos que regalar porque la situación en el piso era insostenible, sobre todo para mi madre. De las gallinas rendimos buena cuenta en la cazuela y un buen número de pollitos, según me cuentan, padecieron un final trágico entre mis manos.
Mientras mi padre reunía dinero para comprar un coche, nos desplazábamos a pie o en su mobylette verde pistacho. Gracias al sillín alargado, conseguía viajar con mi hermana en la parte trasera y conmigo delante, agarrada al manillar. Mi madre me ponía un generoso chorro de colonia en el pelo para que mi padre percibiese el aroma mientras nos llevaba hasta el colegio, situado en la parte alta del casco antiguo, a la cual se accedía a través de unas callejuelas de adoquines salpicadas de hippies que, aquí y allá, ofrecían productos artesanales a los turistas.
En cuanto aprendí a pescar con su caña gigantesca me compró una telescópica. Nos levantábamos cuando aún era de noche, preparábamos unos bocadillos y nos íbamos hasta el rompeolas. A la vuelta, dejábamos en la cocina la bolsa de plástico en la que gerrets, rojas, jureles y raors se retorcían en un intento vano de aferrarse a la vida. Una madrugada sucedió que los peces, como por un encantamiento, solo acudían a mi anzuelo aunque nos hubiésemos situado a apenas metro y medio de distancia uno del otro y usásemos, como de costumbre, la misma técnica y el mismo cebo. Regresamos con una veintena de peces de los que mi padre había apresado no más de tres o cuatro. Fue la última vez que salimos juntos de pesca.
Tengo la impresión de que nuestras vidas se precipitaron desde que la empresa en la que consiguió trabajo como comercial le proporcionó un Renault 4L. Es posible que coincidiese con la época en que mi infancia quedó sepultada por las obligaciones, las inquietudes y los disgustos propios de la adolescencia, o puede que la aparición de un coche en la vida familiar acelerase el devenir de los acontecimientos. Mi padre se cortó el mechón de pelo de la sien y dejó al aire su calvicie. Entregado a su trabajo, parecía echar de menos su vida de músico y los amaneceres en el rompeolas mientras los hijos, de manera escalonada, abandonamos la casa familiar.
Si me preguntáis por mi padre, os diré que tenía un frasco de crecepelo, un uniforme de músico, una trompeta plateada, una guitarra, un gallinero en la terraza, un perro de nombre Bismarck, una mobylette verde pistacho y una caña de pescar. Que, a pesar del pánico a que sus hijos se perdiesen, aprendimos de memoria la calle, el piso y la puerta de aquel lugar al que siempre podríamos volver.
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Son los hijos
Patricia Collazo González
Empezábamos en septiembre. Llevábamos las capas al tinte, lustrábamos las coronas, cepillábamos los camellos y zurcíamos a conciencia los sacos de transporte. A mediados de noviembre empezábamos a recibir cartas e íbamos adelantando trabajo. Por experiencia sabíamos que después había muchas de última hora, que llegaban el mismísimo cinco. Eran unas semanas de vorágine, de no dormir más de un par de horas seguidas, de quebraderos de cabeza para conseguir deseos complicados con un presupuesto que había que estirar y repartir entre muchos.
Después de revisar y registrar cada pedido, pensábamos regalos adecuados para aquellos que no nos habían hecho llegar el suyo. Eso era complicado, pero nos gustaba mucho analizar costumbres, gustos y aficiones para encontrar lo mejor en cada caso.
Alimentábamos equilibradamente a nuestras monturas y entrenábamos a diario largas caminatas y levantamiento de elevados pesos.
Planificábamos recorridos, rutas rápidas, estudiábamos atajos, accidentes geográficos y previsiones meteorológicas.
Los últimos días nos poníamos a dieta. Sabíamos que después nos atiborraríamos de turrón, roscón, galletas, polvorones y todo lo que hubiera sobrado de las celebraciones navideñas. No podíamos defraudar a nadie y en cada casa había que hacer los honores y comer, aunque fuera un poco.
A pesar de que parecía que nunca lo haría, el gran día siempre llegaba. Nos vestíamos con esmero, nos cobijábamos en nuestras capas y montados en los camellos seguíamos la estrella arrastrando los sacos cargados de regalos.
Procurábamos pasar desapercibidos y dejar los paquetes sobre los zapatos mientras todos dormían, pero siempre había algún niño que nos veía desde un par de ojos restregados a causa del sueño y la incredulidad. Y la ilusión de aquellas caritas hacía que todo el esfuerzo valiera la pena.
Por eso, desde que nos dijeron la verdad, echamos tanto de menos todo aquello. Alguna vez teníamos que saberla, sí. Es ley de vida. Pero no por eso es menos decepcionante. De un día para otro, un hermano mayor o un amiguete que nos saca unos años y que ya tiene bisnietos, nos lo deja caer.
Al principio no lo crees. ¿Que los niños son los hijos? ¿Que todas esas caritas ilusionadas que nos esperaban cada año no existen? ¡Anda ya! Al principio no te lo crees ¿Cómo va a ser verdad que no eres rey y menos que menos mago si durante tantos años has estado comportándote como tal? ¡Pero si hasta en las noticias aparecían las novedades sobre nuestros preparativos y nuestro viaje! ¡Si en cada ciudad nos recibían con grandes cabalgatas y emoción!
Que no, te dicen. Es que los niños han querido mantenerte la ilusión. Porque no hay nada más bonito que la inocente ilusión de un padre entregado.
Y te quedas de piedra, y lloras un poquito procurando que no se note. Y te preguntas qué harás el próximo 5 de enero por la noche, cuando ya no tengas que andar de puntillas porque ya sabes que todo el mundo dejará de simular que eres un verdadero rey.
Lustras tu corona, llamas a tus hijos y les explicas cómo sacar mejor partido de un presupuesto limitado, cómo alimentar correctamente a los camellos, cómo organizar las cartas por zona geográfica y mantener el inventario de regalos siempre actualizado. Cómo identificar el regalo perfecto para los que no envían carta, y por último pones a su nombre el apartado de correos al que te ha llegado la correspondencia durante toda la vida. Les entregas la corona y haciéndoles todo tipo de recomendaciones, les dices que tienes un secreto muy importante que contarles y les haces creer que ellos son los reyes. Te da un poco de pena mentirles, pero la ilusión con que palpan tu capa de terciopelo y acarician los camellos hace que sientas que estás haciendo lo correcto.
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