Casi 1.000 relatos se han registrado en nuestro concurso de cuentos navideños #cuentosdeNavidad, dotado con 2.000 euros en premios y patrocinado por Iberdrola. Desde el 15 de diciembre hasta el 7 de enero, las historias han ido acumulándose en nuestro foro, historias en las que la Navidad ha cobrado el protagonismo desde todas las miradas posibles.
Margarita del Brezo, con Conjuntos disjuntos, ha resultado ganadora —con un premio de 1.000 €—; y Emilio Martínez Cardona, con Huelga de gnomos, y Sergio Capitán, con Recalculando, han sido los dos finalistas—han obtenido 500 € cada uno—.
El jurado ha estado formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez. A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas.
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GANADORA
Autor: Margarita del Brezo
Título: Conjuntos disjuntos
Odio la Navidad. Y a mi madre. Sí, a mi madre también. Y es que se empeña en que sea feliz todo el rato, incluso cuando estoy resfriada. Me repite machacona que tengo que ser buena, o al menos parecerlo. Llegar a algo en la vida, — algo, que alguien me explique dónde se ubica algo y cómo se llega hasta allí—. También debo compartir, ceder el asiento a los mayores en el autobús, jugar con los niños de mi edad. Decir buenos días, por favor, gracias y qué tal está usted; no reírme a carcajadas, ni siquiera cuando alguien se cae, porque es vulgar; ahorrar una parte de mi miserable propina, que nunca se sabe cuándo la podré necesitar. Y, lo más importante, no dejar mis cosas tiradas por la habitación. Para ella el orden es primordial. Da igual que sea un orden incómodo, incoherente o trasnochado siempre que el resultado sea precioso. Para que os hagáis una idea, ordena mis libros por colores y tamaños y eso supone que, cuando voy a buscar el de matemáticas, tengo que apartar el de sociales de hace dos cursos y el de lecturas de infantil. Porque esa es otra, aquí no se tira nada, que nunca se sabe, otra vez. Y aquí estoy, sin saber nada y levantándome veinte veces de la silla cuando hago los deberes porque todo tiene que estar en el orden preciso.
Al llegar la Navidad la situación se agrava, hay que buscarles un lugar al Nacimiento, al árbol y a todos los adornos y eso supone alterar el orden. Además, le entra una especie de nostalgia apocalíptica y le da por sollozar a cualquier hora. Y por protestar: que si los villancicos desafinados de la radio, que si el alumbrado excesivo, que si el olor rancio del turrón, la estrella minúscula del portal, el estofado insustancial de Nochebuena, La gran familia en blanco y negro de Pepe Isbert, —«esas familias no existen», masculla mientras se seca las lágrimas con la manga de su jersey y cambia de canal—, el estruendo de los petardos,… Y como remate de fiesta, las guirnaldas descoloridas que cuelgan lacias de los cuadros del salón y que se empeña en sacar Navidad tras Navidad desde que las hice con cinco años en el colegio. «Entonces sí que eras buena niña, hija», repite sin cesar mientras las estrangula detrás de los marcos para sujetarlas. Cuando termina, se queda mirándolas como si fuese a hacer una tesis sobre ellas, suspira, se gira, me mira e inspira muy profundo, como si pretendiera aspirarme e introducirme de nuevo en su barriga para evitar así que nazca, crezca y me eche a perder.
A veces mi madre me da miedo. Otras, pena. Las más, rabia. Aunque siempre me acompaña la sensación de no saber qué sentir porque sienta lo que sienta a ella le va a sentar mal y yo termino irremediablemente sintiéndome culpable. Un lío.
El primer día de vacaciones se cuela en mi habitación de madrugada, —yo estaba repasando el tema de los conjuntos disjuntos—, se sienta a los pies de la cama y musita con la voz ronca del sueño que no llega: «Hija, tenemos que hablar» mientras me mira como miraría un búho a un ratón antes de alzar el vuelo y atraparlo entre sus garras. Me quita el libro de matemáticas, lo cierra, se levanta, lo coloca detrás del de sociales, pasa la mano por la estantería para comprobar si hay polvo y vuelve a sentarse, esta vez muy cerca de la almohada.
Entonces empieza a hablar de la importancia de los amigos, con las pausas en su sitio y pronunciando todas las letras. Mientras ella habla, yo intento en vano eliminar de mi memoria a su mejor amiga, esa que tardó en enamorarse de mi padre lo que tarda un panecillo en descongelarse en el microondas.
Al final me hace prometerle que este año me dejaré impregnar por el espíritu navideño —como si el espíritu navideño fuera un perfume— y seré más amable con los demás.
—Tienes que pensar en la gente, hija, ponerte en sus zapatos. Y más ahora, en Navidad. No todos tienen tanta suerte como nosotras. —¡Suerte! Me muerdo la lengua hasta que noto el sabor acre de la sangre. Ella confunde mi rictus de dolor con un sincero arrepentimiento y eso le da alas para continuar con su soliloquio.
Aun así, lo de “ponerse en sus zapatos” me llama la atención. Muevo los dedos de los pies y asiento a todo lo que me dice, aunque solo oigo palabras sueltas que revolotean como poseídas por un colibrí: buena obra, caridad, ayuda, familia, pobres, chabola. Y una niña más pequeña que yo.
Me arranca la promesa de ir esa misma tarde a visitar a la niña y hacerme su amiga mientras duren las vacaciones.
Me pierdo varias veces antes de llegar a pesar de llevar la ubicación metida en el móvil. Cuando localizo la casa me parece la del cuento de los tres cerditos que el lobo derribó de dos soplidos. No necesito llamar a la puerta. La niña está sentada sobre un tocón de un sauce llorón que hay justo delante. Abriga a su muñeca con un trozo de tela de flores mustias. Me mira, sonríe y me hace un sitio a su lado. Le cuelgan los pies. Está descalza.
Cuando Llego a casa es de noche. Mi madre pone el grito en el cielo al verme entrar sin zapatos.
Los Reyes Magos no me han dejado nada. Que no me he portado bien, dice mi madre todavía furiosa. Como ellos lo ven todo, han pasado de largo, añade. No me molesto en sacarla de su error. Acabo de estar con ellos. Sí, con los Reyes. Les he dado otro par de zapatos para la niña y el libro de lecturas de infantil.
Me tumbo en la cama con mi libro de matemáticas. Ha llegado la hora de estudiar la intersección de conjuntos.
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FINALISTAS
Autor: Emilio Martínez Cardona
Título: Huelga de gnomos
El correo del Polo Norte solía tener un funcionamiento muy preciso y eficiente, hasta que los gnomos entraron en huelga. Esta medida no consistió, como se podría creer, en dejar de trabajar, idea por demás repulsiva para los hiperkinéticos gnomos, sino en mezclar caóticamente los pedidos enviados por todos los infantes del planeta.
Es así como los duendes polares crearon un desbarajuste descomunal. Si un niño había pedido una bicicleta nueva, le llegaba una jirafa. Si esperaba una tablet, le enviaban una banda de rock y tres guaripoleras.
En China, Yin Jang Wang, de ocho años de edad, recibió un manual para hacer traducciones del latín al guaraní, con algunos comentarios en fenicio. “Esto está en chino”, dicen que dijo según algunas versiones no muy fiables. Puras fake news seguramente.
En París, al pequeño Armand Laforgue le llegó una caja de cuñapés de champar y no tenía ni idea de lo que eran. Casi se saca un diente mordiéndolos en seco.
Al final, lo que pintaba para el desastre terminó siendo bastante divertido, con lo que fracasó la estrategia de lucha de los gnomos y Noël acabó decretando que ese sería en adelante el nuevo sistema oficial de distribución de regalos: una especie de lotería cósmica y desmesurada, como la vida.
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Autor: Sergio Capitán
Título: Recalculando
Internet está fallando y empiezo a poner en duda que la aplicación realmente esté optimizando el recorrido del reparto. Por esta calle ya pasé media hora antes y estaba igual de atascada.
La gente se vuelve loca en estas fechas, pienso, mientras aparco en el carga y descarga que acaba de quedar libre. Máximo diez minutos. Los municipales están al acecho, dando vueltas.
Me va a tocar sudar otra vez, pero con esta tripa que he echado poco voy a poder correr. Además, con las restricciones de la pandemia, en muchos ascensores no puede subir más de una persona y a veces me toca esperar. ¡Ay ese espíritu navideño! Si no te apiadas de una persona que está trabajando, al menos hazlo con alguien en edad cercana a la jubilación.
Por fin termino de repartir en esa manzana. Miro el reloj, me ha llevado casi quince minutos.
Un policía con una libreta en la mano me pregunta sí el vehículo es mío. Le digo que sí, y que estoy trabajando.
Todos somos iguales ante la ley, sonríe el agente mientras me pide la documentación. Arquea las cejas y balbucea que él sólo está haciendo su trabajo. De todas formas, por mi experiencia de otros años, las multas nunca llegan a Laponia.
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