Es tradición, de Jorge Juan Codina Ripoll, ha sido el relato ganador —premiado con 1.000 euros— del octavo concurso de #cuentosdeNavidad, patrocinado por Iberdrola. Por lo menos al negro, de José Ignacio Tofé Ortego, y Cuento de Navidad, de Nerea Vergara González, han sido los finalistas —cada uno de ellos recibirá 500 euros—.
El jurado de esta edición, en la cual se han presentado más de 1.200 historias, ha estado formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y Miguel Munárriz.
A continuación reproducimos el relato ganador y los dos finalistas del octavo concurso de Cuentos de Navidad.
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GANADOR
ES TRADICIÓN
Jorge Juan Codina Ripoll
Hoy hace cuarenta años que lo repetimos. Ahora, ya se puede decir que es tradición.
Cuando bajo del tejado y apago la linterna, la casa está envuelta en un silencio que tranquiliza, solo roto por el crepitar de los troncos en la chimenea y el susurro de la noche que se cuela por alguna rendija, en secreto. En la penumbra del salón, suponiendo que los demás duermen o fingen dormir, por fin me siento libre para despojarme del pesado traje de Rey Mago. Es antiguo, de colores apagados, algo discreto según mis gustos, de ropajes gruesos y desgastados. Me lo llevé a casa cuando cerraron la sucursal bancaria: hacíamos un modesto festival para los hijos de los empleados en la mañana de cada seis de enero. Dejo la capa en el respaldo del butacón, la corona sobre la mesa del comedor, las botas cerca del fuego para que se sequen. Me dejo la túnica puesta mientras preparo un rincón especial: solo la chimenea y yo esperamos con ansia la visita.
Con sigilo, arreglo la mesita de madera taraceada con su mantel de ganchillo. La cafetera italiana, cómplice, en vez de silbar, emite un zumbido misterioso mientras el olor del café recién hecho impregna la habitación. De un cazo, vierto la leche muy caliente en una jarrita de loza de la Cartuja, y lleno un azucarero a juego. Despliego las servilletas rematadas con encaje de Almagro, elegantes y níveas, sobre la mesa; las cucharillas de acero inoxidable decoradas relucen; las tacitas en orden, sobre sus platillos; y una bandeja con los últimos dulces que han sobrevivido a chicos y a grandullones. Me cercioro de que no faltan las empanadillas de boniato que tanto le gustan.
Del bolsillo interior de la capa, saco dos pipas de madera de brezo y una bolsa de tabaco escocés. Tras llenar las cazoletas con destreza, mis ojos se deslizan hacia la licorera en la que reposa el Pedro Ximénez oscuro, como un tesoro en su cofre. Del mueblecito con vitrinas, extraigo dos copas de cristal tallado. La licorera suena a eco distante al destaparla, liberando el aroma embriagador del vino, elixir especial de fragancia y dulzura sin parangón. Sirvo las copas con cautela, con la antelación precisa para que el generoso se atempere, y las coloco: una frente a mí, y otra frente al butacón vacío, donde sé que mi tío Fernando tomará asiento.
Mientras el fuego chisporrotea y unas bailarinas de sombra danzan en las paredes, me acomodo en el butacón, estiro las piernas y muevo los dedos bajo los calcetines como si fueran los de las manos del maestro von Karajan en el concierto de Año Nuevo.
La puerta del salón se abre con absoluta precisión y en sincronía con el inicio de la Marcha Radetzky. Allí está él: con su bigotito fino de mosquetero, pero con traje de Rey Mago, irisado y reluciente, emergiendo de las sombras como un personaje que se ha confundido de cuento; con la corona ladeada por el chichón, con la evidente cojera a cada paso de su pierna malamente retorcida, con la mueca de una risa nerviosa y sus historias de tejados resbaladizos por el rocío helado de las noches de enero y de aleros que no resistieron su peso. Nos sentamos juntos, en el rincón de la chimenea iluminado por la complicidad de dos generaciones. El café, el vino dulce, las empanadillas, las pipas, el resumen de las peripecias del año, lo que ha cambiado el mundo y las risas en voz baja se mezclan en la penumbra del salón.
Y así, en la madrugada de Reyes, mientras alguien ronca en el piso de arriba y las bailarinas sombrías hacen un bis sobre el papel pintado, mi tío Fernando y yo compartimos el obsequio más preciado: la continuidad de la magia de la Navidad y la promesa de seguir celebrando la tradición de bajar los regalos de los chicos desde el tejado, por muchos años más. Como siempre, la mirada del tío lleva consigo un consejo adicional: cambia las suelas de las botas, que no esbaren sobre las tejas. Sí, tío. Sirvo otra ronda de Pedro Ximénez y esperamos sin prisa el amanecer.
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FINALISTAS
POR LO MENOS AL NEGRO
José Ignacio Tofé Ortego
No lo puedo soportar, si me vuelve a pasar un día más les voy a detener. Me da igual que sean tres viejos. Si tres viejos roban merecen un castigo ¿No? Estos tres están robando, pero no consigo pillarles. Todos los días, cuando entran me saludan y sonríen, sí los cabrones me saludan y sonríen. Ellos saben que yo lo sé, pero no les importa. Tres viejecitos vestidos un poco antiguos, con capa, llevan capa. Tienen pasta, se nota que no necesitan robar, pero roban. En cuanto entran les sigo con las cámaras. Veo claramente todo lo que se llevan: ropa, móviles, libros, zapatos, perfumes, más libros, todo lo meten debajo de sus capas. Lo peor es que mientras lo esconden miran hacía la cámara, me sonríen, me saludan. Saben que les estoy mirando, pero no les importa. Cuando han pasado por todas las secciones van hacía la puerta, no disimulan, van directos hacía la salida. Sonriendo. Otra vez mirándome a los ojos. Sin disimular. Sonriendo. Yo les espero junto a la puerta porque sé que van a pitar ¡tienen que pitar! ¡¡¡Tienen que pitar!!! Pero me dicen buenas tardes, cruzan la puerta y no pitan ¡Pero como no van a pitar con todo lo que se han llevado! ¿Cómo lo hacen? ¡Tienen que pitar! Al día siguiente lo mismo, los tres viejos otra vez saludándome en cuanto entran por la puerta. Sonriendo. Los veo llevarse de todo, cruzar la puerta y no pitan ¡No pitan! ¿Cómo lo hacen? ¡No lo puedo soportar! ¡Tengo que pillarles! Si no es a los tres, por lo menos a uno, por los menos al negro.
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CUENTO DE NAVIDAD
Nerea Vergara González
Los villancicos suenan estridentemente. Vienen de la boca de los niños, en el salón. Repaso la lista. La guardo en el mandil. Compruebo: el agua hierve, he echado los garbanzos, he echado sal, laurel, una cebolla entera… La verdura se deshace en la vaporera: queda más sabrosa, más intensa. Mi madre la hacía así también: “Áurea”, me decía, “no te olvides de que la verdura va aparte”. Nunca la he cocinado en el agua. Qué bien le salía a mi madre el cocido.
Esos villancicos me despistan. ¿Iré a decirles que se vayan a jugar al piso de arriba? No, no, mejor no. Podrían hacer preguntas. Repasaré la lista, mejor. ¿Dónde la he metido? Ah, sí. En el bolsillo del mandil.
La casa entera huele a cocido. Olerá durante varios días. Siempre me cuesta que se vaya el olor, pero no me molesta. O molestaba. O molesta. Ya no sé. ¿Qué importa?
Manuel trae su bandeja y empieza a hacer los platos. Qué majo es, qué majo ha sido siempre. Me dice “deja, mamá, que estarás cansada, tú siéntate”. Paula arruga el morro, pero yo le doy las gracias a Manuel. Ella trata de dirigir, él se enfada. Les pido que no discutan. Es Navidad.
—¡Mamá, se te va a enfriar!— Manuel me señala mi plato, lleno a rebosar.
—Sí, hijo, sí.
Digo que sí, pero no. Prefiero comer con los ojos.
—Mamá.
La voz de Manuel me hace pensar que me he dormido, que van a llegar tarde a clase. Luego recuerdo que es Navidad, que son adultos, que ya no me encargo de esas cosas. Miro a mi alrededor: la conversación se ha apagado, me miran. Sito está a mi lado, de pie. Las manos tendidas hacia mí. Los adultos (repaso lentamente sus nombres en mi cabeza: Paula, Gus, Blas, Manuel, Iria) también se han levantado.
—Qué susto, Áurea. Casi te caes.
—Me he quedado dormida— confieso, frotándome los ojos.
—Es que ya es tarde y llevarás levantada desde la madrugada. Venga, Manu, Gus, vamos a recoger…
—No, no, dejad todo quieto. Prefiero recogerlo yo, que luego no sé dónde habéis metido las cosas.
—¿Dónde las vamos a meter, mamá? ¡En el lavavajillas!
Los miro un segundo, confusa. El lavavajillas. Cierto.
—No funciona— confieso.
—¿Desde cuándo?
Pienso. Vuelvo a pensar. No lo recuerdo exactamente.
—Ayer.
—¡Qué mala suerte!— resopla Manuel, pasando revista a la mesa llena de vasos, platos, cubiertos…— ¿Y si nos repartimos la vajilla y las lavamos en nuestras casas? Te la traemos en unos días, mamá.
—¡Qué va! Yo ya lavaba todo esto cuando erais pequeños. Y más cosas también, ¿os acordáis? Cuando venían los tíos de Madrid…
Me parece que los veo allí sentados, alzando sus copas para brindar mientras los niños (mis niños, sus niños) cantaban villancicos. Luego, en un despiste, Paco salía diciendo que iba a comprar tabaco y colocaba los regalos en el vestíbulo.
—Anda, mamá, no te vas a poner ahora a fregar— Paula empieza a recoger—. ¿Por qué no vas a dar un paseo con Manu, Gus y los chicos? Nosotros dejamos esto recogido en un momento.
Le guiña un ojo a sus hermanos. Finjo que no me doy cuenta.
—Está bien— bendita la gracia que me hace. Verás cuando intente encontrar las cosas para fin de año.
Voy a coger el abrigo, pero en el último momento recuerdo: ¡la lista! Tengo que hacerla desaparecer antes de que entren en la cocina.
Una nube de humo flota en el techo al encender el fluorescente. El olor del tabaco de Paco y mi hermano Manuel me sacude la pituitaria. Me detengo en la puerta, sobrecogida.
Como en aquel cuento, sus fantasmas han venido a verme. Se sientan alrededor de la mesa llena de cacerolas, fuentes, cubiertos… Comentan lo contentos que están los niños con los regalos. Se ríen de sus triunfos.
Algo me tiembla en el pecho.
—Anda, Áurea— Iria me toma por los hombros—. Vaya tranquila al paseo, que cuando vuelva estará todo recogido.
Cristina me trae el abrigo.
—Lo he encontrado en el baño— me sonríe—, como si fuese la toalla de la ducha.
Un sudor frío recorre mi nuca. Se lo quito de las manos con más brusquedad de la que pensaba.
—Se me mojó el otro día y lo dejé ahí con el deshumidificador— rumio. La respuesta me deja satisfecha. A ella también.
Salimos a la calle: aunque son más de las ocho, nos sacude la retina la luz de las farolas, de las bombillas coloreadas. Una suerte de paquete de regalo gigante nos mira desde la plaza. Laurita corre hasta él, se reúne con otros niños para esconderse en su interior. Un regalo de niños.
Los villancicos suenan por los altavoces de la plaza. La gente canturrea, da palmas, anima a los más pequeños a cantar. Me doy cuenta de repente de que no conozco a nadie del barrio: se han ido todos.
Giro en redondo. No veo a los niños. Los llamo: ¡Manuel! ¡Gus!
Un hombre calvo se me acerca:
—Estamos aquí, mamá. ¿Estás bien?
Se parece a Paco. A mi Paco.
Que ya no está.
Sacudo la cabeza. Sé que me caen lágrimas a ambos lados de las mejillas.
—Vámonos a casa— murmura Manuel. Gus llama a los niños.
Me tiemblan las manos cuando tomo la tila que me ha servido Manuel al llegar a casa. ¿Mi hermano? No, mi hijo. Manuel mi hijo, que ya es adulto.
Me sonríen al entrar en el salón. Incluso Gus sonríe. Cómo se parece a su padre.
Rodean la mesa de comedor, se acercan a los sillones que están libres. ¿Dónde estarán los demás?
Entonces, me doy cuenta: Paula tiene la lista en las manos. Me había olvidado completamente de la lista. Qué estúpida.
—Mamá: ¿te encuentras bien?
—Claro. Es solo que en estas fechas echo mucho de menos a vuestro padre.
Se miran. No sé qué he dicho, pero no he acertado.
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