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Ganador y finalistas del IV Concurso juvenil #historiasdejóvenes - Zenda
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Ganador y finalistas del IV Concurso juvenil #historiasdejóvenes

Ya tenemos la historia ganadora —El coche rojo, de Miguel Aceituno Arrayás, — y las cinco que han resultado finalistas de nuestro concurso juvenil de relatos. Más de 2.000 propuestas se presentaron en la cuarta edición de #historiasdejóvenes, dotada con 3.000 euros en premios y patrocinada por Iberdrola.

Ya tenemos la historia ganadoraEl coche rojo, de Miguel Aceituno Arrayás —y las cinco que han resultado finalistas de nuestro concurso juvenil de relatos. Más de 2.000 propuestas se presentaron en la cuarta edición de #historiasdejóvenes, dotada con 3.000 euros en premios, organizada con Cultura Inquieta y patrocinada por Iberdrola. Este certamen literario, en el que podían participar jóvenes autores nacidos entre 2006 y 2010, era de temática libre y comenzó el 10 de octubre, y terminó el 20 de noviembre de 2023.

Este concurso de #historiasdejóvenes contó con un jurado formado por Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Roberto Santiago, Blue Jeans, Nando López, Paula Izquierdo, Inma Rubiales y Juan Yuste.

A continuación reproducimos los textos del ganador del primer premio y de los cinco ganadores del segundo premio.

******

GANADOR

Autor: Miguel Aceituno Arrayás

Centro docente: IES Diego Angulo

Título: El coche rojo

—¡Mamá! ¡Mira lo que he hecho! —Cojo el coche rojo, y con el mando lo muevo entre los bloques que he puesto por el suelo—. ¡Mamá! ¿Has visto qué chulo?

Me pongo de pie, y voy hasta el baño. No hay nadie. ¿Dónde está mamá? Hace mucho que no la veo. Quiero llorar para que me hagan caso, pero no me sale. ¿Aún no ha vuelto mami?

Papá mira hacia el reloj y, cuando trato de que me diga dónde está mamá, pone cara rara. Dice que vamos a comer pizza. Yo no quiero pizza. ¡Quiero que venga mamá!

—Vete a ver la tele mientras.

¿A ver la tele? Yo nunca veo la tele cuando hay cole. Mamá dice que, si me duermo tarde, no tendré fuerzas para jugar con los niños. Pero hoy todo es muy raro. He ido a casa de Lucas a comer y a jugar hasta muy tarde. El reloj hace una “L” al revés, y a esa hora siempre me lavo los dientes para ir a dormir. No veo la tele ni ceno pizza.

¿Dónde está mamá? Cuando venga, no le va a gustar nada todo esto.

A veces tiene que irse de pronto porque algún niño se ha puesto malo. Mi mamá cuida a los niños que se hacen daño. Creo que también cuida a la gente vieja. Cuida a todo el mundo. Porque mamá es muy buena. Puede ser que alguien se haya hecho daño, y por eso tarda tanto.

En la tele no hay lo que a mí me gusta.

—¿Cuándo vamos a cenar?

—Ya casi.

—¿Y cuándo viene mamá?

No oigo lo que dice. Tal vez estoy muy lejos. Papá tiene que saber a qué hora viene mamá. Yo quiero que venga, pero no sé qué hacer. Un día fingí estar malo en el cole, y ella vino a cuidar de mí.… hasta que le conté que era un truco para estar juntos todo el día. Entonces, se puso triste. Siempre se pone triste cuando me porto mal, pero no me riñe.

Cuando se fue, por la noche, me dijo que iba a estar en casa al llegar del cole para comer los dos. Pero al final me fui a casa de Lucas. ¿Tantos niños se han hecho daño para que no venga a cenar?

De pronto suena el timbre. ¿Es mamá? Corro a abrir la puerta, pero es un hombre con un casco de moto: trae la pizza.

Papá la lleva hasta la mesa, pone el mantel y me deja abrir la caja.

—¿No te sientas?

—No, mi niño —Tiene los ojos rojos, como yo cuando tengo miedo por la noche y lloro—. Tú come todo lo que quieras.

—¿Y tú cenas con mamá?

Papá no me mira. ¿Qué pasa con mamá?

Esa noche me quedo hasta tarde en el sofá. Papá me da muchos besos. Está triste. Creo que también echa de menos a mamá. ¿Cuándo va a venir?

—Vamos a la cama, Mario —me dice, al ver que tengo sueño.

—No, no. —me niego. Voy a estar aquí cuando venga mamá. Quiero que vea lo que hago con los coches, y también le voy a contar lo que he hecho en el cole.

—Vamos. Sé bueno.

—No. Cuando venga mamá.

Papá me mira triste. ¿He sido malo? Me da otro beso. ¿Qué pasa? ¿Dónde está mamá?

Dice que mamá no va a venir, así que me voy a dormir, triste.

Cuando sale el sol papá me pone muy guapo. ¿Así voy a ir al cole? A mí me gusta mi chándal azul. Pero me dice que no voy al cole. ¿Qué pasa? ¿Por qué todo es tan raro?

Después me cuenta que mamá se fue al cielo y, como está muy lejos, no puede venir. Yo solo quiero que todos los niños que vivan allí se pongan buenos y pueda coger otra vez el coche, como cuando me despedí de ella por la mañana, pero esta vez para venir a casa y no para irse tan lejos.

Pasan muchos días y mamá sigue sin venir. Nunca había estado tanto tiempo sin verla, ni siquiera cuando ella y papá se fueron de viaje y me dejaron con abuelo. La echo de menos, y papá no me dice cuándo vendrá, solo que está muy lejos. Todos me dan muchos abrazos últimamente y en el cole no me riñen si no hago los deberes, pero yo solo pienso en ella. Hasta que una tarde papá me lleva al taller. No sé qué va a hacer: nuestro coche está bien.

Allí veo el coche de mamá, rojo, como el mío. El cristal está roto, y tiene un golpe.… Bueno, muchos.

Cuando papá se sienta, llora. Está claro que, sin coche, mamá no va a volver. Yo también lloro en la zona de atrás.

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FINALISTAS

Título: Los mejores años de mi vida

Autor: María de la Torre Regidor

Centro docente: Colegio Los Tilos

ABBA me mintió.
Tengo <<seventeen>> pero no soy <<the dancing queen>>. Soy más <<the studying queen>>, para mi desgracia.
Al menos Taylor Swift no se equivocaba. En cada examen me dan ganas de poner <<I’m only seventeen, I don’t know anything>>.
Claro que no creo que a mis profesores les gustase esa respuesta.
La que más razón tenía era, sin duda, Olivia Rodrigo.
<<And I’m so sick of 17
Where’s my f*cking teenage dream?>>

Cada día estoy más convencida de que Bachillerato es una especie de tortura medieval, pensada para irte desgastando lentamente hasta que no puedas más.
—¡Marta! —Con un ligero toque de atención Esperanza, la profesora de Lengua, me saca de mi ensoñación—. ¡Que ya empieza el examen!
Vaya, qué manera más desagradable de volver a la realidad.
Bajo la vista y abro el cuadernillo. El examen es tipo EVAU, como de costumbre. No vaya a ser que se nos olvide que tenemos que jugarnos el futuro a un examen a principios de junio, como si no lo mencionaran en cada clase. Al principio tenía cierta gracia, incluso sugerimos meter un euro en una hucha para el viaje de fin de curso cada vez que se mencionase de alguna manera la selectividad. Pero en seguida nos dimos cuenta de que nadie tenía tanto dinero.
Leo las preguntas. No son complejas. Aquí la dificultad radica en que hay que hacer en una hora y media algo para lo que se necesitarían dos horas por lo menos. Por eso creo que la EVAU no es para que demostremos nuestros conocimientos, sino un proceso de selección. Si solo hubiera que mostrar lo que sabemos no habría límite de tiempo.
Suspiro y me pongo manos a la obra, ya me quejaré del sistema más tarde.

Cada vez que tengo un examen paso por todas las etapas del duelo: me pongo a escribir y de repente me doy cuenta de que no me va a dar tiempo pero intento desechar esos pensamientos y sigo. Negación. Después llego a la conclusión de que es totalmente imposible terminarlo a tiempo y me enfado. Ira. A continuación, procedo a pedir cinco minutos más. Negociación. No me los dan, así que paso a un estado de desesperación. Depresión. Y luego ya asumo que no me va a dar tiempo e intento hacer lo que vale más puntos. Aceptación, final feliz.

Sin embargo, esta vez es diferente. Levanto la cabeza y miro el reloj por enésima vez en cinco minutos y tengo que frotarme los ojos para asegurarme de que no me engañan. Por desgracia, veía perfectamente, lo que significaba que mis temores se habían hecho realidad: las manecillas del reloj cada vez avanzaban más rápido.

Al principio fue un cambio casi imperceptible. Luego se hizo más pronunciado. Al cabo de un rato, las agujas volaban por encima de la lisa superficie. ¿Cómo era eso posible? Normalmente era al revés, durante las clases el tiempo se ralentizaba en vez de acelerarse. Pero claro, esto era un examen. Todo iba al revés.

Primero pienso que estoy soñando, llevo teniendo pesadillas con este examen de Lengua toda la semana. Pero no, estoy bastante segura de que esto es la realidad. Esta mañana tuve la suerte de tener que salir de la cama calentita para ir a clase y nunca he soñado que me despierto.
—Creo que el reloj no funciona —anuncio después de alzar la mano y que Esperanza me diera permiso para hablar.
—Claro que no funciona, tú misma te cargaste el reloj hace una semana —me contesta Claudia, que se sienta detrás de mí —. Desde entonces a veces de adelanta y otras se atrasa.
—Ah, es verdad — recuerdo. Intenté bajarlo para ponerlo en hora y se me cayó en la cabeza para luego aterrizar en el suelo. El cristal se rompió en mil pedazos pero parecía que el mecanismo seguía funcionando. Parecía.
—Las que ahora hablan luego no aprobarán — sentencia Esperanza. Es una de sus típicas frases motivadoras. Debería trabajar para Mr. Wonderful. Lo peor es que en más de una ocasión hemos analizado una oración similar sintácticamente.
Me callo y continúo escribiendo. Escribo como si no tuviera tiempo, cosa que es completamente cierta. Apenas quedan 12 minutos.

Finalmente el tiempo se agota y Esperanza procede a recoger los exámenes pese a las protestas y súplicas generalizadas. Todo el mundo se levanta y salimos de la clase con distintos grados de entusiasmo.
—¿Qué tal te ha ido? — Celia se acerca a mí y me pregunta.
—Regular —respondo. No quiero entrar en detalles, la tortura está demasiado reciente.
—Entiendo —asiente ella sin decir nada más.
Andamos un poco en silencio hasta que me paro en seco en mitad del pasillo.
—¿Ese no es Valle-Inclán? —pregunto señalando a un señor con una característica barba blanca que está parado frente a la ventana del edificio de enfrente.
—¿Cómo va a ser Valle-Inclán? Se murió en 1936, ¿recuerdas?
No, no recuerdo. Las fechas se me dan fatal.
—¿Estás bien? —Celia me pone la mano en la frente como si estuviera comprobando que no tengo fiebre—. ¿Cuánto has dormido?
—Siete horas.
—¿Cuánto café has tomado?
—Ninguno.
La cara que pone me demuestra que no me cree.
—¡Estoy bien, joé! —exclamo —. ¡Son solo las típicas alucinaciones de exámenes!
—Como que no pega mucho la palabra alucinaciones con típicas, ¿no te parece?
—Bueno, hace dos días estaba Fernando VII en mi habitación jurando la Constitución de 1812 con cara de mal humor.
—Eso tampoco es normal.
Suspiro.
—Quiero dejar Bachillerato.
—Te entiendo perfectamente.
Celia me coge del brazo y nos vamos al baño a llorar.
Porque para eso sí hay tiempo. Para llorar siempre hay tiempo

******

Autor: Martina de Mingo Moreno

Centro docente: Colegio Fray Luis de León

Título: La Decadencia

5/1/1789
Hoy me siento más bello que nunca, espléndido incluso; el hermano del Rey ha venido hoy de visita y los monarcas se han encargado de que su palacio luzca espectacular. Han llenado mis cámaras de preciosos tapices con intrincadas imágenes de amor y guerra, cariño y sufrimiento. Todos mis rincones están cubiertos de rosas rojísimas que desprenden un aroma embriagador.
Me siento genial.
P.D Hoy es noche cerrada en Versalles, por lo que no puedo preguntarles a mis amigas las estrellas si desde el espacio puede verse mi luz.

5/2/1789
Hoy los Reyes han pasado aquí solo una parte del día. Me siento extraño, desnudo; no reconozco bien esta insidiosa y agobiante sensación que me acecha esta noche. Mis puertas están cerradas y mis pasillos no transmiten esa luminosidad que tan notoria era apenas un mes atrás.
María Antonieta sigue luciendo sus más preciosas galas, pero debo admitir que he advertido hoy algo distinto en ella, algo lúgubre. Por otro lado, Luis ha perdido esa sonrisa burlona que parecía llevar pegada a la cara.
No sé qué está pasando.
P.D Hoy también es noche cerrada en Versalles, por lo que no puedo pedirles consejo a mis amigas las estrellas.

5/3/1789
Hoy ha sido un día muy aburrido; ya no hay nadie viviendo en mi interior, ya no hay nadie amando, sufriendo o riendo en mi interior.
Los Reyes se marcharon ayer.
P.D No sé cómo está el cielo hoy, no creo que las estrellas puedan mitigar este dolor en los cimientos.

5/4/1789
Me siento tan solo.

5/5/1789
No queda nada ya para que la primavera se lleve consigo al invierno.
Llevo desde enero sin sentirme querido, útil… En realidad, llevo desde enero sin sentir nada más que dolor e incertidumbre.
Espero que esta nueva estación traiga consigo una nueva vida a mis estancias.
P.D Hoy las estrellas pueden verse desde cualquier parte de Versalles, brillan tanto que temo que estén abrasando mi fachada y pilares. Pese a que me siento tentado, no les pregunto nada, esta noche no me toca brillar a mí.

5/6/1789
La primavera comenzó apenas dos semanas atrás y ya siento los aromas y los amores que siempre florecen en esta bella época.
Pese a que aún no he visto a los Reyes por mis pasillos, estoy seguro de que no tardarán mucho en llegar, pues mis portones se han llenado de guardias y mis cámaras vuelven a tener esa pulcritud característica.
P.D Hoy la noche parece sacada de un cuadro, demasiado bella para ser real; y cuando le pido a las estrellas que me hablen del futuro, estas me dicen que grandes cambios se avecinan. ¡Qué ilusión!, ¿no?

5/7/1789
Ha pasado poco menos de un mes desde que llegaron los Reyes. Estoy deslumbrante, irradio riqueza y poder; han llenado mis salas de cuadros carísimos que nunca antes habían visto mis paredes. Pero no es solo eso; la Reina siempre ha vestido muy extravagantemente, mas hoy parece que su atuendo llora joyas.
Bueno, no debo preocuparme; la riqueza nunca ha sido síntoma de algo malo, ¿verdad?
P.D Esta noche no puedo ver las estrellas. Versalles está llena de humo, pese a que este no me alcanza, desde mi tejado puedo ver claramente los pequeños fuegos que vibran, voraces, en múltiples puntos de la ciudad. ¿Habrá sido un bandido el causante de estos tontos incendios?

5/8/1789
Me siento extasiado, todo en mí es riqueza, belleza y despilfarro. Mis pasillos están siempre llenos de bellos aristócratas que llegan y se van, cambiando cada noche. Los Reyes viven en una fiesta constante y no me puedo sentir mejor.
Vida. Estoy rebosante de ella, esto es lo que llevaba tantos meses esperando. Me siento parte de algo.
P.D Hoy las estrellas me dan igual, porque yo brillo más que ellas, nada brilla esta noche tanto como yo.

5/9/1789
Los Reyes se fueron ayer. Se llevaron todo, ya no queda nada; ya no hay tapices, ni rosas, ni cuadros.
Ahora estoy yo solo, acompañado únicamente por mis muros y el vacío que reina en mis salas.

5/10/1789
Ahora todo tiene sentido.
No sé cómo pude ser tan estúpido, tan inocente, ¡¿cómo no pude ver lo que pasaba justo delante de mis muros?! Yo no soy nada, no le importo nada ni a la Reina ni al Rey; y yo que pensaba que éramos uno, los Reyes y su morada: el espléndido Palacio de Versalles. Resulta que yo no era más que una parte insignificante de su vida, pude haberlo sido todo pero decidieron que no fuera nada. Me hicieron no ser nada.
Nada es lo que tengo ahora. Mis paredes llevan un mes vacías; mis pasillos, antes tan bellos y concurridos, están ahora desiertos y tristes; mis cámaras, antes repletas de preciosos tapices y con un intenso aroma a rosas, están ahora polvorientas y huelen a abandono. Porque eso es lo que estoy, abandonado. Me dejé engañar por esa fugaz sensación de poder, el despilfarro previo a la crisis y la pobreza. Ojalá hubiese mirado aquella noche a las estrellas.
Oigo cómo se acercan, oigo sus gritos, sus voces entusiasmadas; no necesito ver sus antorchas para saber cuál es mi futuro. No quiero irme, ¿por qué tengo que irme?, ¿por qué me han abandonado a mi suerte?; ¿qué tiene París que yo no tenga? No lo sé, esa es la respuesta a todas mis preguntas, no lo sé; y ahora nunca lo sabré.
P.D Mientras mis muros y paredes se derrumban bajo la implacable fuerza de las llamas, alzo la vista al cielo. Hoy es noche cerrada en Versalles y no puedo ver las estrellas, no me voy a poder despedir de mis brillantes amigas. Aunque debo admitir que con el humo fruto de las llamas que devoran mi interior, no creo que pudiese ver el cielo de todas maneras.

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Autor: Javier Espinosa Pérez

Centro docente: I.E.S. Profesor Antonio Muro

Título: Poeta en el «paseo»

Madrugada del 18 de agosto de 1936, algún lugar en el camino entre Víznar y Alfacar.

Prefiero no pensar en las últimas horas. Prefiero no pensar en los últimos días. Prefiero no pensar en los recuerdos de la celda. Del sufrimiento. Prefiero no pensar en aquel olor a café que se mezclaba con el olor a sangre de los culpables de los crímenes equivocados. Prefiero no pensar en las lágrimas. En las propias. En las ajenas. Las que me ahogaban. Las que me ahogan.

Prefiero no pensar en las próximas horas. Prefiero no pensar en los próximos días. Sé que no habrá.

Tampoco quiero pensar en los pobres infelices que van a mi lado. En cómo sus llantos y sollozos se meten en mi cabeza y acongojan mi alma. Prefiero no pensar que por muy distintas que hayan sido nuestras vidas, y por muy distintos que seamos unos de otros, todos compartimos el mismo destino, ni en cómo ese destino se encuentra cada vez más cerca de todos nosotros. Ni siquiera quiero pensar en aquellos que sujetan las armas que se encargarán de perpetuar ese destino. No tengo la más mínima intención de morir odiando.

Además, la idea del arrepentimiento me resulta absurda a estas alturas, con que me niego a pensar en la desaprovechada oportunidad del exilio.

Así que me refugio en ella, mi más fiel escudera, aquella que siempre me ha servido para calmar un alma atormentada, la que siempre estuvo ahí para mí, la que me recibía en su lecho con los brazos abiertos y los senos al aire tras cada noche de esas que saben a soledad y desgracias, tras cada desengaño, tras cada pérdida. Divina poesía, hoy bajo esta Luna raída y moribunda, en el último de mis días, vuelvo a ti, siempre a ti.

Cuando se abrieron las formas puras

Querido Rubén, ya cercana siento aquella tumba que aguarda con sus fúnebres ramos.

Antonio, ligero de equipaje enfrento mis últimos momentos, dispuesto a surcar tus mares azules en la nave que no ha de tornar y nunca tan hijo de la mar.

Juan Ramón, ahora dudo de tus palabras, no sé si estaré solo, os llevo a todos conmigo.

bajo el cri cri de las margaritas,

Me acuerdo de todos mis maestros, de todos mis amigos, de todo aquello a lo que la poesía me lleva caminando de su tierna mano hecha con las lágrimas de la esperanza.

comprendí que me habían asesinado.

Y entonces pienso en él.

Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias.

En mi musa, en sus enormes ojos marrones que se me clavaban, a través del recuerdo, en lo más profundo de mi alma. En cómo me miraba, en sus caricias, en su leve respiración sobre mi pecho. En las noches de amor y pasión por las callejuelas de antiguas ciudades de historias en sangre y oro. En cómo lo apretaba entre mis brazos y en cómo ahora, al igual que entonces, me gustaría no haberlo soltado jamás.

Abrieron los toneles y los armarios.

Es entonces cuando empiezo a llorar de verdad, no me asustan los hombres tras de mí, no me asusta siquiera el sueño de las manzanas. Lo que realmente me asusta, lo que a mí me acongoja, es no volver a tenerlo entre mis brazos, no volver a sentir su amor inundando mi pecho. No lloro por la muerte, no me da miedo la muerte, lloro por amor, lloro por él. ¿Qué me has hecho que solo en ti pienso ahora? ¿Qué contiene el dulce veneno de tus labios?

Destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.

Es entonces, cuando me encuentro sumido en esta amarga nostalgia mientras trato de regocijarme en mi vida, en lo que he logrado hacer, lo que he llegado a ser, que escucho cómo tres de los pasos que desde hacía rato se sincronizaban con los míos se paran en seco. Tras un rato, los imito y me paro. Me paro. Y tantas cosas se paran conmigo, con mis pasos. Un país, huérfano de cultura, para con mis pies y con los de tantos otros que corren ahora.

Ya no me encontraron.

Entonces la pólvora, aquel sonido que atronaba mis tímpanos, aquel dolor punzante en el abdomen, el sabor a sangre en mi boca, la única lágrima que baña mi gesto, la sensación de que he chocado contra el suelo, de que alguien me arrastra,

pero que todos sepan que no he muerto;

que hay un establo de oro en mis labios;

que soy el pequeño amigo del viento Oeste;

que soy la sombra inmensa de mis lágrimas.

******

TítuloUna clase más

Autor: Nayarith Builes Patiño

Centro docente: Centro para el Desarrollo del Potencial Humano. Maicao. Colombia

Una clase, 5400 segundos. Podía sentir cómo en mi estómago se hacía un nudo. Mis pies no dejaban de moverse de un lado a otro. Una gota escurre en mi cabeza, se desliza por mi frente, cae en el cuaderno, mancha las únicas tres letras que adornan la hoja. Empezaba ese jugueteo de mis manos y los lapiceros, mi mente sepulta los segundos uno tras otro.

Un dolor de cabeza me acompaña todos los días a la misma hora, podría asegurar que la sensación es igual al mareo que provoca comer demasiados dulces. Me entretenía hacer sonar mis dedos contra la palma de mi mano. Mis uñas pasaban incesantemente por mi cuello, sacando la mancha roja que siempre surge al lado izquierdo de este…

El salón estaba frío, la inversión en los aires acondicionados había sido fructífera. Ese día, no pude aplicarme la usual capa de corrector, alguna máscara de pestañas, ni siquiera algo de rubor; todos podían ver como salía a relucir mi piel casi muerta. Tenía una trenza a medio hacer, en mi camisa hay miles de pliegues que se entretejen delineándola.

El dolor de cabeza se había hecho parte de mi cotidianidad, como mi afición de quitar y poner la tapa del bolígrafo azul que siempre cargo en mi mano. Cada tanto, volteo hacía mi compañero, quien, como de costumbre, baja su cabeza y observa la pequeña pantalla en su muñeca para decirme la hora. No veo el momento de que la clase acabe. Hace dos años había dejado de ser mi materia favorita, desde que cambiaron al maestro. A veces, discuto con mis compañeros las razones por las que el nuevo maestro ha demorado tanto en el puesto; algunos alegan que tiene algún tipo de arreglo secreto; otros, que debe ser hijo de alguien importante. Sea cual fuere la razón, es sorprendente lo exagerado de su mala labor, casi parece que lo hace a propósito.

Su bigote lo caracteriza, porque a pesar de tener la normativa de mascarillas obligatorias, solo la usa bien en presencia de la rectora. La curvatura de su columna es evidente. Sus camisas hacen un contraste más bien chistoso con los zapatos y el reloj. Lleva a media nariz unos vitrales delgados que, de hecho, no contribuyen a ofrecer un concepto claro de su edad. Siempre habla con cierta elocuencia para hacerse el intelectual.

Lo recuerdo, fue en un martes de abril que mi presencia en su clase se difuminó; nunca volvió a ser igual, no volví a pronunciar palabra (por lo menos no más de las necesarias). El libro dejó de ser un peso innecesario en mi bolso. Me resigné, como tantos, limitándome a escuchar lo que decía.

Todos, incluso otros docentes, me preguntaron si me pasaba algo, y respondí con un simple “nada”. Mi semblante cambia para la siguiente clase. Últimamente he empezado una competencia con el despertador, levantándome unos minutos antes de que suene; ya no me pesa el hábito de hacer las tareas por la madrugada. Lastimosamente, de nuevo es martes. Mientras abotono mi camisa, pensaba en cómo saltarme esa clase. Batía los huevos de mi desayuno con una paciencia que en otra circunstancia me habría desesperado, supuse que de alguna forma el tiempo pasaría más lento. Marcaron las 6:25. El camino me pareció más corto.

No me mal entiendan. Amo el colegio; mi conflicto interior viene solo de esas dos primeras horas. Siempre llego con la ilusión de que el docente haya faltado, pero eso nunca ha pasado en los dos años que lleva trabajando en la institución. Parece que no pasará; incluso a veces, entra al salón cuando no le corresponde, creo que deberían darle una medalla por eso. Siempre estoy sentada en la primera fila, no sé si es porque no veo nada de lejos o me gusta prestar atención.

Hoy entró con prisa. Lo primero que hizo fue escribir sus verdades absolutas en el pizarrón. Señala con el dedo como fingiendo escoger al azar, pero siempre es hacía mí; menciona mis nombre y apellido con un aire soberbio. ¿Qué piensas de esto? Callo. Prefiero callar.

Siento su mirada extraña. Mantiene su dedo señalando; el lapso parece más largo de lo que realmente es, y mantengo mis labios cerrados a la pregunta, pues desde ahora no hay nada en el mundo que me haga responder. Llega un punto en que parece cansarse de esperar, sencillamente apunta su dedo hacia otro estudiante y, como de costumbre, simplemente le da la razón a lo que responde.

Eventualmente, el reloj marca las nueve y treinta, se da por finalizada la clase, todos cierran el libro al unísono. Agradezco desde mis adentros, me levanto y, con exactamente quince pasos, ya estoy en el patio. Suspiro.

–¡Una clase menos!

Afuera, está caluroso el día.

******

TítuloCementerio para mariposas

Autor: Belén Amparo Blasco Martí

Centro docente: IES Clot del Moro

Para llegar al cementerio del pueblo tendrás que ir por carretera, desviarte, y conducir por el camino de piedra hasta llegar a un campo de naranjos y seguir a la derecha aunque solo veas un montón de hierbajos.

Una vez allí, sabrás que has llegado porque todos los días desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche se puede ver un coche bastante feo y a una niña sentada dentro, esa niña soy yo, que te indicará que cruces los hierbajos, sin pincharte, para poder entrar al cementerio.

Aunque, probablemente, primero escuches una voz masculina quejándose de lo poco que el ayuntamiento ayuda al mantenimiento del cementerio. Ese es mi padre, que además de quejarse por los hierbajos también se queja de lo oxidadas que están las puertas, de las pocas veces que cortan el césped y de lo sucios que están los baños.

Finalmente, cuando te adentres en el cementerio, verás más negro que blanco, y obviamente, verás muchas flores que ahora pasan desapercibidas. Cuando se murieron las mariposas parece que también murieron las flores, los cuadros, los parques de bolas y todo lo que antes parecía emocionante pero ahora es insignificante. Le falta color. Incluso mi abuela ahora se queja de que los programas de televisión vuelven a ser en blanco y negro.

Me llamo Bianca, y vengo a contaros mi vida, o más bien, mi vida desde el día en el que murieron las mariposas.

Fue el 14 de febrero de 2024 cuando ocurrió la famosa Lluvia de mariposas, miles de mariposas cayeron del cielo, muertas, en cuestión de minutos. Nadie sabe qué pasó, la teoría más aceptada científicamente dice que el cambio climático debe haberles afectado de alguna manera. Aun así, existen teorías sobre criaturas sobrenaturales, maldiciones a la Tierra u ovnis.

Después de eso, todo se volvió blanco y negro. Con ellas se fue el color.

Supongo que todos hemos tenido esa clase en el instituto en la que nos hablaban de la teoría del color, que unos te producen tristeza y otros alegría, que unos son cálidos y otros fríos, la armonía al mezclar algunos… A mí antes también me parecía una tontería. Hasta que observé a las personas más tristes por la calle, hasta que me di cuenta que dejaban de arreglarse para salir y hasta que vi a la gente dejar el trabajo de sus sueños. Y aunque os parezca una bobada, hasta que vi a la gente dejar de traer flores al cementerio. Si de por sí ya era un sitio melancólico, no os podéis ni imaginar cómo es el ambiente ahora.

Yo, que iba a clases por la noche porque la gente ya no la diferenciaba del día, estaba leyendo como todas las mañanas, cuando de repente vi a un chico que caminaba hacia mi dirección casi arrastrando los pies.

– Perdona, ¿por aquí se llega al cementerio?

– Cruza los hierbajos, sin pincharte, y verás unas puertas muy grandes con manchas, es ahí – contesté en automático.

Me sorprendí al verle, ya que no era muy común que alguien se pasara por aquí con un ramo de flores. Y no está bien, pero la curiosidad me pudo y seguí al chico.

Se paró frente a la tumba de una mujer y dejó el ramo, que por la forma parecía de margaritas, mientras se sentaba en el suelo. Las margaritas eran negras, por lo tanto debían de ser de algún color. A lo lejos vi a mi padre, que era sepulturero, llamando por teléfono, supongo que al ayuntamiento para pedir un jardinero. El chico se levantó, miró alrededor, y se quedó mirando a mi padre. Yo me escabullí entre los árboles y volví a mi lugar, dentro de mi coche.

Al día siguiente el chico volvió, con más flores y un uniforme, y se puso a quitar los hierbajos de la entrada. Por lo visto, era el nuevo jardinero.

Lo observé durante varios días, y siempre que venía traía un ramo de flores con él. Y todas negras, todas de colores.

Cuando me atreví, me acerqué a él. Y puedo decir que ha sido la conversación más rara que he tenido en mi vida, que él era raro.

– Hola – saludé.

– Hola.

– Eres el nuevo jardinero, ¿no? – pregunté, pero él solo asintió.

– ¿De qué color son? – dije, mirando las flores que había traído hoy.

– Rojas – contestó.

– ¿Dónde las has comprado?

– Las he recogido yo.

– Entonces, ¿cómo sabes de qué color son?

No sé si no me escuchó o simplemente me ignoró, pero se giró y siguió podando. Yo me senté cerca de él, ya no hacía falta que yo estuviera fuera, ya todo el mundo podía ver la entrada del cementerio.

Y mientras yo dibujaba en lápiz en una libreta negra, él se acercó y cambió mi pregunta.

– ¿Por qué los demás no sabéis de qué color son?

Ahí me di cuenta de que en la oscuridad del cementerio, él era llamativo, él era colorido.

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