El ganador del concurso en homenaje a Javier Marías, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Felipe Quiroga, con El rey de la isla, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado alrededor de 250 textos, son Ovidio Parades Álvarez, con Días en el hospital, y Luis Javier López Conesa, con 54º 51′ 49» S 68º 28′. (Partenogénesis), que recibirán por su parte 500 euros cada uno. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.
El jurado ha estado formado por Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación reproducimos los tres textos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
***
GANADOR
Hace varios años me encontré a Javier Marías en el aeropuerto de Madrid. Unos días antes se había conocido la insólita noticia de que había recibido el título de Rey de Redonda, una minúscula isla deshabitada en el Mar Caribe, y ahora el escritor estaba allí, a la espera de un vuelo, anotando algo en un cuaderno. Lo vi muy concentrado y al principio pensé que sería mala idea interrumpirlo, pero había disfrutado tanto con la lectura de su novela Corazón tan blanco que sentí el impulso de saludarlo. Arrastrando mi maleta de mano, me acerqué a él. Se me ocurrió hacer un chiste para llamar su atención.
—¿Viaja para la ceremonia de su coronación? —le pregunté y señalé su equipaje.
Me miró confundido, luego sonrió.
—No —contestó—. Voy a ser un rey sin corona.
—Felicitaciones por el título. ¿Ahora debo referirme a usted como «Majestad»?
—No, por favor, cualquier cosa menos eso. Digamos que prefiero ser un rey republicano.
Le tendí la mano y me presenté. Me dio un apretón firme. Le agradecí por los buenos momentos que había pasado con su novela y destaqué algunos pasajes que aún recordaba. Él asentía, siempre sonriente. Después, como el tema me parecía fascinante, no pude evitar hacerle más preguntas sobre Redonda y sobre cómo se había convertido en monarca de aquella micronación ficticia, ubicada en las coordenadas 16º 56′ latitud Norte, 62º 21′ longitud Oeste, cerca de las islas de Antigua y Barbuda.
—Es muy extraño todo lo que ha sucedido —comenté, divertido—. Es increíble como la realidad muchas veces puede ser más rara que la ficción.
—Y eso no es lo más raro de todo —dijo, levantando las cejas. Interpreté el tono con el que había hablado y la pausa que hizo como una invitación a sentarme a su lado.
—¿Qué pasó? —pregunté, intrigado.
—No me va a creer. O, peor aún, me va a creer.
—Cuénteme, por favor.
—Bien —cerró el cuaderno en el que había estado escribiendo y me miró fijamente—. Esto no se lo he contado a nadie todavía. Lo que le voy a relatar sucedió antes de que el escritor Jon Wynne-Tyson me contactara con la propuesta de hacerme cargo del reinado de Redonda. En esa época yo tenía un pez, un Carassius de escamas naranjas que me habían regalado. La pecera estaba en la cocina y yo aprovechaba para alimentarlo todas las mañanas, al despertarme, mientras me preparaba el desayuno. No se olvide de ese dato, por favor. En ese entonces, había empezado a tener un sueño recurrente todas las noches: nadaba en un mar gris. Las olas me llevaban de un lado al otro y tenía que hacer mucho esfuerzo para no hundirme. A lo lejos, muy lejos, se veía la silueta de una isla sin playas, rodeada de acantilados. Yo sentía el deseo intenso de alcanzarla y nadaba con todas mis fuerzas, pero parecía imposible avanzar. Entonces me despertaba, agitado y cubierto de sudor. Durante el día, me costaba concentrarme en mis tareas habituales. Sólo podía pensar en aquella isla. En los días siguientes, me ocurrió algo curioso. Cada vez que me dormía soñaba con el mismo mar gris, pero sentía que me iba acercando a la isla. Por extraño que suene, parecía estar soñando una continuidad del mismo sueño noche tras noche. Unas semanas después, finalmente llegué a la isla. Escalé por las paredes de piedra hasta alcanzar la yerma superficie. Aspiré una larga bocanada de aire y sonreí. Giré para ver el mar desde una nueva perspectiva. Entre las olas me pareció distinguir el reflejo dorado de unas escamas y unas aletas enormes, como si se tratara de un gigantesco monstruo marino que nadaba cerca de la superficie. Amanecí feliz: ¿continuaría el sueño la noche siguiente, pero ya en la isla? ¿Qué encontraría allí? Mientras me preparaba un café en la cocina, noté que la pecera estaba vacía. Mi pez, aquel al que alimentaba todas las mañanas, ya no estaba. Ese mismo día me contactó Wynne-Tyson.
No supe qué decir y, ante mi desconcierto, él se encogió de hombros.
—Debe haber alguna explicación lógica para la desaparición del pez —señalé.
—Cualquier explicación resultaría aburrida, ¿no le parece?
En ese momento, escuchamos el anuncio de la partida de un vuelo.
—Ese es el mío —dijo el escritor y se puso de pie—. Ha sido un gusto conversar con usted.
Nos dimos un apretón de manos y se fue caminando sin prisa.
Unas horas después, ya a bordo de mi avión, volaba sobre el océano. Miraba por la ventanilla con el anhelo de divisar una isla, cualquier isla.
FINALISTAS
Soy ese hombre que compró un paraguas en Berlín hace tres años y que ahora entra con él medio empapado por la puerta de un hospital. Habitación 214, al final del pasillo. Los médicos realizarán una operación quirúrgica a mi marido dentro de un rato. Y en todas las televisiones retransmiten el funeral de una reina que vestía con prendas de vistosos colores y que parecía inmortal. Gente de todas las edades llora, hace largas colas, deposita ramos de flores a la entrada de sus palacios, habla entrecortadamente con los periodistas. Un joven con un tatuaje que ocupa todo su brazo izquierdo entra en la habitación para llevarse a Íñigo al quirófano. Parece cansado y no es demasiado amable. La intervención durará un par de horas, quizá tres, más el tiempo correspondiente en la sala de recuperación. Apago el televisor. He traído unos cuantos libros para hacer más llevadera la espera. Los pongo encima de la pequeña mesa de ruedas que los enfermos utilizan para comer. Varios de ellos son de Javier Marías. Aunque ya los he leído (y releído) todos, anoche pensé que sería buena idea tenerlos a mi lado en estos momentos de tensa espera. Abrir una página al azar, deleitarme en lo escrito, reconfortarme. Pensar en aquel tiempo en el que los leí por primera vez, en aquellos deslumbramientos. Mi vida, de pronto, reflejada en esas páginas. Qué sentí entonces, qué siento ahora. No lo hago, de momento. Los dejo ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. El silencio es espeso. Miro por la ventana. Desde esa habitación, la 214, se puede ver la entrada principal del hospital. El trajín habitual en estos casos. Coches, paraguas, pasos apresurados. Ropa de abrigo sobre la ropa de los últimos días de verano, algo inevitable en los septiembres del norte. Rostros cubiertos con esas mascarillas (azules, blancas, negras, incluso rosas, verdes o moradas) que llevan más de dos años formando parte de nuestras vidas por culpa de una enfermedad de nombre extraño y que hoy también sirven para ocultar preocupaciones, desvelos. Pienso en él, en Javier Marías, que tanta compañía me ha hecho desde mis solitarios años de juventud hasta hoy mismo. El escritor. El personaje que algunas personas quisieron crear. El hombre. La imagen de un Javier Marías jovencísimo con su eterno cigarrillo entre los dedos. Javier Marías hablando de libros con su agradable voz de fumador, rechazando aquel premio por ‘Los enamoramientos’, moviendo mucho las manos, firmando sus propios textos en alguna feria o presentación. Javier Marías, como ese hombre que camina ahora hacia la puerta de entrada del hospital a grandes pasos, con un enorme paraguas negro (la ropa también era negra, excepto la camisa blanca), sin abandonar el cigarrillo, bajo la lluvia. Javier Marías y sus colegas. Javier Marías, en fotos antiguas y en escritos, y sus padres. Javier Marías y su colección de soldaditos de plomo. Javier Marías y otras vidas escritas. Javier Marías y la meticulosidad a la hora de enfrentarse a una traducción (qué emotivo resulta que dedicase su último artículo para el periódico a la labor de los traductores), a una página aún sin estrenar o al comienzo de una nueva historia. Los setenta años de Javier Marías. Y, lamentablemente, en ese aciago once de septiembre, fundido a negro.
Marías nunca dejó de hacerlo, de posicionarse, en estos tiempos que a veces consideraba insulsos, anodinos, vulgares o, directamente, estúpidos. Para refugiarse de todo eso, siempre quedaba la literatura, el arte, el cine… En el cine, donde todo ha sucedido, como él mismo diría en el título de uno de sus libros. Donde todo ha sucedido. Cuatro palabras que le devuelven el sentido al sinsentido de demasiadas cosas, de demasiadas preocupaciones, de demasiadas injusticias, de demasiadas infamias. Vuelven algunos ideales y pensamientos que creíamos desterrados. Vuelven los gritos y la mala educación. Vuelve a haber una guerra en Europa.
Miro el reloj. Las horas pasan lentas en los hospitales, más aún en una situación de espera como esta. Los libros siguen ahí, sobre la pequeña mesa de ruedas. También mi inquietud. Abro uno de ellos, ‘Aquella mitad de mi tiempo’, que tanto me gusta, y leo: “Tampoco puede oponerse uno a ello, ni a nacer, ni a vivir, ni a viajar en el tiempo, mientras no se canse de nosotros el tiempo, y nos expulse al territorio que no discurre. O que no transcurre, que viene a ser lo mismo. Si nos da tiempo a decir adiós, bien estará y yo no me quejaré”.
Cerca del mediodía, se abre la puerta de la habitación. Todo ha salido bien hoy. No me quejaré por esto.
Adiós, Javier.
54º 51′ 49» S 68º 28′. (Partenogénesis)
«Porque eso es la muerte: vivir ese instante dominado tan sólo por ese instante».
(Juan Benet)
«El arte ha muerto, su fantasma está más vivo que nunca».
(José Emilio Pacheco)
En las islas de Sotavento, entre Nieves y Montserrat, emerge Redonda estéril y despoblada. Su escaso interés para los imperios ultramarinos europeos auspició su uso entre los piratas y corsarios de antaño, quienes le dieron función de guarida. La indiferencia europea no la privó de rey.
El 11 de septiembre de 2022, en el mismo instante en que Javier Marías entregaba su último aliento, un huitlacoche pudo haber emitido allí su trino limpio y cadencioso pero no lo hizo (Redonda ha reverdecido y ha recuperado parte de su fauna desde que erradicaron las ratas y se llevaron a las voraces cabras invasoras, pero a diferencia de otras Antillas vecinas no acoge aún huitlacoches). Un lamento en forma de lava podría haber emergido forzado por ocultas batallas telúricas, pero en Redonda no hay actividad volcánica, es apenas un peñasco. El azote de los vientos húmedos del estío continuó peinando sin tregua su faz desprotegida, sin luto.
Al día siguiente de culminar el monarca su biografía con una segunda fecha, todavía noqueados por el inesperado golpe pugilístico, sus lectores, casi sin tiempo para el duelo, deliberaron si no había nadie como él, si su trono (el literario) quedaba desocupado, sin reemplazo, inservible. Muchos opinaron así, otros tantos lo impugnaron, en especial los que menos lo leyeron.
Los que habían deplorado columnas y al columnista trataron de olvidar su antigua intransigencia. Una corte escandinava respiró con alivio y respeto, como ya hiciera en defunciones anteriores. La Academia Española subastó una letra. Una improbable editorial detuvo su imprenta. En un amplio apartamento en una plaza antigua de Madrid decenas de miles de libros dejaron de tener sentido, convirtiéndose en papel y en polvo. Varias armas de fuego permanecieron silenciosas en sus cajones y muchos soldados de plomo negaron el llanto y las salvas. Un obituarista del Guardian imprimió las palabras “Great philosopher of everyday’s absurdity” en la edición del lunes. Otros rotativos igualmente célebres tuvieron un recuerdo igualmente elogioso para el difunto.
Muy pocos días transcurrieron y la desaparición del escritor se hizo más patente (o acaso mucho menos, pues nadie la notaba ya). Marías se esfumó con una rapidez y una discreción sorpresivas. Seguramente, debido a su lenguaje calmado y sin exabruptos, ajeno a toda lavativa, a toda grosería verbal o fisiológica, muy pocos sabían de él.
Redonda ignoró la agonía de su rey. Los alcatraces y las fragatas no amortiguaron su estrépito mientras la R abandonaba con esfuerzos su alfabeto, y las olas seguían rompiendo en su áspera geografía sin el descanso deseable.
*
En un momento determinado, quizás próximo a la última exhalación del monarca (acaso en el mismo instante en que el rey entrega su último vaho), una de las aves marinas, ignorando su dieta de peces, contempla con curiosidad una lombriz que, ahíta de tierra, emerge del suelo a respirar. Unos ojos negros la escrutan. Un poderoso pico agudo se proyecta y la parte en dos. La fragata no la juzga comestible y alza de nuevo el vuelo en dirección al mar. Dos pedazos casi idénticos se retuercen de forma trágica en la grava perforada, ignorados, a la vista de nadie.
El día que murió Javier Marías sólo dos lombrices lo atestiguaron en Redonda.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: