El ganador del concurso de relatos #HistoriasdelCamino, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Francisco López, por el texto Como si fuera ayer, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado casi 500 concursantes en nuestro foro, son Guillermo Angulo e Inmaculada Bosch Racero, que recibirán por su parte 500 euros cada una.
El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez.
A continuación reproducimos los tres relatos premiados. Gracias a todos por participar.
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GANADOR
Autor: Francisco López
Título: Como si fuera ayer
El hombre que me acompaña dice ser mi hijo. No sé qué pretende ni qué se trae entre manos. Yo no he tenido hijos. Me sigue a pasos cortos, cogiéndome con dulzura de mi codo mientras caminamos lentos y firmes hacia la Plaza del Obradoiro, que ya se divisa a lo lejos. Mi frente está perlada de sudor, la suya también, pero menos. Es curioso pero no tengo miedo. Ni siquiera temo que me robe la mochila o la cartera, porque ni siquiera creo llevarla encima. Juraría que no la he traído. Quizá sea simplemente un mentiroso que necesitaba hacer el último trayecto acompañado. ¿O quizá estará siendo buscado por las autoridades y se ha pegado a mí con el fin de pasar desapercibido entre los miles de peregrinos que nos disponemos a llegar en breve a la Catedral? Lo ignoro. Solo sé que estoy demasiado cansado para que me importe. Ni siquiera sabría decir en qué punto del trayecto se pegó a mí como una lapa a una roca. Han sido varios días de caminata, de pequeños pasitos hacia un objetivo final. Y el muy desgraciado aún se atreve a ofrecerme un cigarrillo, cuando yo no he fumado en mi vida. Lo tengo claro: en cuanto lleguemos a la plaza, buscaré a algún agente de policía y le diré que no conozco de nada a este extraño y que me ayuden a que deje de seguirme.
Él mira al suelo, yo miro al frente. Respiramos de forma entrecortada. Tengo la sensación de haber estado caminando toda la vida. ¿Lo habré estado haciendo? Empieza a bajar la luz del paisaje como si el brillo del mundo se estuviera atenuando lentamente. Anochecerá pronto. Y estamos ya tan cerca… ¿Por qué hago esto? ¿Por mí? ¿Por Fina? ¿Por Fernando o Carlota? No sé ni dónde estoy, ni por dónde camino. No recuerdo haber estado nunca en Santiago, tan cerca del edificio donde descansan los restos del Apostol. A medida que me acerco y veo la fachada imponente, bella, preciosa, se me saltan las lágrimas. Qué ilusión me hace. Lo he conseguido. A mis 74 años nadie pensaba que lo conseguiría. Todos intentaron convencerme de la locura que sería ir caminando hasta Santiago a mis años y en mi estado. ¿Pero de qué estado me hablan? Si todavía soy un chaval recién salido de la facultad. Llevo toda la vida jugando al baloncesto y haciendo remo. Corro dos días por semana y he participado en el maratón de… de… ¿cómo era ese maratón? ¿Qué es un maratón? ¿Por qué se me ha venido esa palabra ahora a la cabeza? ¿Y se puede saber qué demonios hago yo en Santiago? ¿Cómo demonios habré llegado aquí?
De repente, me viene un latigazo de cordura y comprensión. Son pocos los momentos que tengo así cada día, así que quiero aprovecharlos al máximo. Antes de que se vaya la luz y la lucidez que ahora mismo me acompaña, me giro hacia Fernando, mi hijo, y con lágrimas en los ojos lo abrazo y lo beso, y le digo lo mucho que lo quiero. Le agradezco que me haya acompañado hasta aquí. Le comento lo orgulloso que he estado de él toda la vida aunque no se lo haya dicho ni demostrado lo suficiente nunca. Que cuide de su hermana Carlota porque es la niña de mis ojos, que ambos han sido el faro y la luz que me ha guiado toda la vida. Y que visite más a mamá, a mi Finita. Que no ha habido ni un solo segundo de mi existencia con ella en el que hubiera querido estar en otro sitio que no fuese a su lado. Le digo que disfruten, que vivan la vida, el presente. Que no se arrepienta de nada. Que sea un hombre íntegro y valeroso. Que no se deje amedrentar por el miedo ni los problemas. Que disfrute todo lo que le queda. Que haga el bien. Y que atesore cada instante de cada día y lo exprima como si fuera el último. Que a mis 74 años he hecho el camino de Santiago unas 25 veces. Y que si algo bueno tiene el alzheimer, es que puedo repetirlo siempre con la emoción de la primera vez.
No sé cómo habré llegado hasta aquí. Supongo que llevo caminando toda mi vida.
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FINALISTAS
Autor: Guillermo Angulo
Título: Mano de santo
Mi nombre es Gonzalo Núñez, natural de Tardajos, cristiano viejo y muy devoto servidor de Nuestra Señora de la Asunción. Con esto sabrán vuestras mercedes que lo que yo escriba a continuación será fiel a la verdad en todo punto, ya que es grande pecado escribir falsedades y herejías como pudiera parecer lo que aquí he de contarles. Lamento que mi estilo, por no ser tan florido y ornamentado como el del maestro Góngora, desluzca y haga poco interesante lo que es, en mi humilde opinión, una advertencia sensible y grandemente acertada. Sin más preámbulo, comienzo el relato de mi infortunio. Vale.
Hace ya un año que abandoné las bondades de mi pueblo para peregrinar a Compostela con la intención de castigar mi cuerpo pecador con muchas leguas de incomodidades, limpiar mi alma eterna y ganar el favor del apóstol que en tantas dificultades ha acudido en ayuda del pueblo español contra el enemigo moruno. Por toda la tierra castellana tuve la dicha de conocer a muchos buenos cristianos, gentes piadosas y trabajadoras que con el sudor de su frente sirven a nuestro rey Felipe IV, Dios lo proteja muchos años, y a nuestro grande imperio que con tanta gloria se extiende allende la mar océana hasta los rincones más distantes de este mundo. Pero dejemos al rey tranquilo, que bastante labor tiene con gobernarnos tan acertadamente y con tanto juicio, y centrémonos en los hechos extraños, casi inverosímiles, que me acontecieron la noche de mi llegada a O Cebreiro.
Después de una jornada especialmente trabajosa por la irregularidad del terreno, encontré consuelo para mis doloridos pies y alivio para mi reseca garganta en una pequeña posada que ofrecía un vino excelente y un jergón razonablemente confortable. El dueño de la hospedería era un gallego que, si bien me atendió de forma educada y correcta, nunca quiso trabar conversación conmigo ni entretenerme durante la cena a pesar de ser yo el único huésped y de mis infructuosos intentos para que me acompañase. Agraviado por este desaire injustificado hube de acabar mi cena en solitud y encerrarme en mi habitación, deleitándome ante lo que prometía ser una noche de descanso reparador.
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No habría dormido yo ni dos horas cuando desperté sobresaltado por un grande estruendo de ladridos de algunos perros que me encogieron el alma por la forma terrible en que desgarraban el silencio de la apacible noche ¿Quién me mandaría a mí echarme la capa a los hombros a toda prisa y salir a investigar el motivo de semejante algarabía? En la oscuridad impenetrable de la noche pude divisar unos destellos de luz tenue en una arboleda cercana. Ante la posibilidad de estar en presencia de un milagro semejante al que llevó a Pelayo a descubrir la tumba del apóstol Santiago muchos siglos atrás, salí como una flecha en busca de aquellas luces que seguro me convertirían en un santo tan querido por todos como Santo Domingo o San Ignacio.
¡Que infortunio y cruel tragedia cuando, empapado en sudor por la intensa galopada y con la cabeza llena con mil fantasías de los honores que la Santa Iglesia tendría para conmigo, di de bruces con una imagen aterradora! Una procesión de ánimas caminaba despacio entre los robustos árboles en un silencio sepulcral. Quedé como de piedra ante este espeluznante panorama. Un miedo indescriptible paralizaba todo mi cuerpo y me impedía huir despavorido. De los espectros emanaba una luz fascinante cuyo origen era claramente infernal. Se levantó un viento helado, como el de la meseta en los inviernos severos. Un intenso olor a cirio impregnaba el aire gélido. Mi corazón palpitaba desbocado, a punto de escapárseme por la boca. Entonces sentí una mano cálida en el hombro y, con ese sobresalto que mis nervios crispados no pudieron soportar, me desmayé.
Espero que sus mercedes no me tomen por un cobarde por esta reacción inevitable. El más valiente héroe, el más aguerrido soldado habría palidecido y enmudecido sin duda ante una visión tan estremecedora. Ni el espíritu de los personajes más ilustres de la historia de nuestro país habría soportado tamaña prueba; aun siendo tantos, tan bizarros y tan gallardos los ejemplos de hidalguía que nuestra España ha dado a la historia. Defendido mi honor, continúo.
Cuando desperté sentía la mente embotada. El sol rozaba lo más alto del cielo y las campanas de la iglesia anunciaban el mediodía. Inmediatamente recordé los extraños sucesos de la noche anterior e inspeccioné mi cuerpo con celo. Sin duda alguna, aquella mano que sentí sobre mi hombro tembloroso estaría pegada a un brazo, ese brazo a un tronco y de aquel tronco nacerían la correspondiente cabeza, piernas y otro brazo. A tan temible cuerpo, que mi imaginación asignaba dimensiones desproporcionadas, ciertamente se ceñiría una gigantesca espada o hacha que habría mutilado mi cuerpo inconsciente, con intención de hacer sabe Dios qué brujerías malignas y actos heréticos. La simple idea de que esa hueste infernal hubiese usado mi sangre para tales menesteres me producía una nausea insoportable. Gracias a Dios, a Nuestra Señora y a todos los ángeles y arcángeles del cielo, mi cuerpo estaba intacto. Fue entonces cuando reparé en una mesa que había en la alcoba. Sobre ella reposaba una concha, como esas que dan a los peregrinos al llegar a Compostela, grabada con una cruz. Aquella mano cálida y reconfortante no pertenecía a ningún espectro. Aquella mano pertenecía, ahora lo sé con absoluta certeza, a Santiago Apóstol. El Santo salvó mi cuerpo y mi alma de aquellos espíritus oscuros y me arropó de nuevo en mi cama. Desde entonces nunca me acuesto sin hacer mis oraciones al Santo y sin mi concha. Pero aun sabiendo que el apóstol siempre acudirá en mi ayuda si la oscuridad vuelve a cernirse sobre mí, no puedo evitar pasar alguna noche en vela, como embrujado por la visión de aquella temible compañía de los muertos.
Tardajos, a 12 de Mayo del año de nuestro Señor de mil seiscientos veinte y cinco.
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Autor: Inmaculada Bosch Racero
Título: El camino de la vida
204,8 kilómetros se abren ante mí.
Tomo aire y empiezo el camino con una mochila como equipaje, y la naturaleza como copiloto. El sonido de los pájaros y el crujir de las ramas en nada se parecen al de los coches y la rutina.
Una piedra en medio del sendero me saca del ensimismamiento. Por suerte, una mano me agarra fuerte del brazo y me salva de la caída. Levanto la mirada para darle las gracias y veo la cara de mi padre, joven, sonriente. Me ayuda a sacudirme la tierra de las rodillas y caminamos juntos de la mano. Torpemente, enlazo una zancada con la siguiente.
En la fuente más cercana, me refresco y limpio la herida. Papá se sienta en un banco y me dice con gestos que siga, que ya me alcanzará.
Apenas he dado un centenar de pasos cuando toda mi atención se dirige hacia mis pies. Un repentino dolor en las puntas de los dedos me hace detenerme; el calzado se me ha quedado pequeño. Mis piernas se vuelven largas y gráciles, y gano varios centímetros de altura.
En ese momento, aparece mi madre. Apoya su brazo sobre mis hombros y me anima a continuar la marcha. Caminamos en silencio y me atrae hacia ella en señal de que todo está bien.
Veo un prado a lo lejos y me invaden las ganas de salir corriendo, de disfrutar del golpe de aire en mi cara. Ruedo colina abajo y llego hasta los pies de Marcos, mi primer amor.
Sin mediar palabra, me pongo de pie y me coloco los mechones rebeldes. Él decide seguir mis pasos. Bajo un castaño nos damos el primer beso. Mi primero.
Al despegarme de sus labios, enrojezco, cierro los ojos para evitar su penetrante mirada y los abro ante un paisaje sin igual.
«Cuánto verde», pienso, mientras una mano se posa en mi hombro.
Mi profesor de universidad, tal como lo recuerdo, me da unas palmadas en la espalda y me desea buen camino, y lo veo adelantarme, bordón en mano. La concha que cuelga de su mochila se hace cada vez más pequeña con la distancia.
Me paro exhausta junto a un río donde chapotean unos niños. El menor de ellos me salpica a conciencia.
«Venga, mamá, tú puedes», me grita, y corre hacia mí.
Lo subo a mis hombros y recorremos el trayecto hasta el siguiente pueblo, donde un grupo de peregrinos se para a observar el paisaje. Entre ellos, una mujer nos ofrece algo de fruta. Su cara me resulta familiar.
«¿Elena?», le pregunto, asombrada de lo remoto del encuentro. Mi mejor amiga, llevando el traje del día de mi jubilación, afirma con la cabeza y me sonríe.
Las fresas me saben a gloria, y dejo atrás al grupo para continuar.
Mi hijo, ya adolescente, entabla conversación con los jóvenes del pueblo y me guiña desde lejos.
Algo vibra en mi bolsillo.
«Felices 70, mamá», reza el pie de una foto de mi familia. Me adecento la melena canosa y les envío una junto a una flecha amarilla.
Aprovecho el parón para descansar en un banco. Con mis manos arrugadas, y algo temblorosas, sostengo el mapa. Observo todo lo recorrido como un gran símil con la vida.
Dos viandantes me ayudan a ponerme en pie y me apoyo en mi bastón para continuar hasta Santiago de Compostela.
En mi mochila, aún queda espacio para nuevos recuerdos.
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