Han sido más de 550 los textos publicados en nuestro foro. El pasado martes los aspirantes quedaron reducidos a una lista de 10. Hoy, por fin, sabemos quiénes son los galardonados en esta edición de #HistoriasdelaHistoria, un concurso de relatos patrocinado por Iberdrola. La francotiradora, de José del Sol, ha sido elegida como la historia ganadora, y Loca, de Estela Hernández de Mingo, y Mayrit, 1083, de Txomin Requeta, son las dos finalistas. El primero se llevará 1.000 euros y 500 euros cada uno de los otros dos autores.
El jurado de esta edición está formado por los escritores Juan Eslava Galán, Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Paula Izquierdo y la agente literaria Palmira Márquez
A continuación reproducimos las historias premiadas:
GANADOR
Autor: José del Sol
Título: La francotiradora
Ella se llama Teresa Larionova y tiene 19 años. Él Vladimir Surkov y tiene 23, pero aparenta 40. Los dos son francotiradores del Ejército Rojo y están en una maloliente trinchera a las afueras de Sebastopol. Su misión, volarle la tapa de los sesos al mayor número de soldados alemanes que puedan. Todavía no ha amanecido y hace frío, lo normal para noviembre de 1941. Vladimir es experimentado, ya ha matado a 9 enemigos. Para Teresa es su primera vez. Está entrenada, sabe lo que tiene que hacer y lo hará, nadie lo duda, pero no deja de ser su primera vez. Está nerviosa. Un rifle de cerrojo Mosin- Nagant, ella, un rifle semiautomático Tokarev SVT- 40, él, una botella de vodka y unos cigarrillos son la compañía de estos dos jóvenes mientras esperan a la muerte. El rifle de Teresa es más preciso que el de Vladimir, pero eso es algo que no les importa realmente.
-Toma. Bebe. No notarás el frío y se calmarán los nervios.
-Gracias, camarada, pero no tengo sed.
Cada vez que hablan, el vaho les tapa el poco rostro que deja ver el gorro y la bufanda que los abriga.
-No hay que tener sed para beber vodka.
Vladimir da un trago largo. Queda la mitad de la botella y la quiere reservar para cuando terminen. Sea cual sea el resultado.
-¿No has sido entrenada, camarada?
-Es muy sencillo. Coges el fusil, apuntas, disparas y matas a un nazi. No tiene más ciencia.
-Sí, ¿pero cómo es? ¿Qué se siente?
-Eso no te lo puedo decir. Cada uno tiene una forma diferente de afrontarlo. A mí me gusta. Disfruto.
Vladimir se enciende un cigarro. Cuando exhala, el humo del cigarro y el vaho se confunden formando una nube que se desvanece a medida que sube al cielo. Ha amanecido, pero el silencio sigue siendo igual que el de la noche.
O peor, porque saben que en breve el silencio dará paso al sonido de sus rifles. O al de los alemanes.
-Me encanta mi trabajo, pero odio estas esperas.
Vladimir apura el cigarro. Lo tira al suelo y los apaga con su bota. Teresa no dice nada. Solo observa el final de la calle esperando la llegada de la Wehrmacht.
Vladimir se destapa un poco el gorro dejando la oreja izquierda al aire.
-¡Vienen! ¡Prepárate! El primero es tuyo.
Teresa se coloca en posición con el fusil apuntando al final de la calle. Todavía no ven a nadie. Solo se escucha el inquietante sonido de unos pasos. Vladimir hace lo mismo. Prepararse.
-Estos segundos me parecen horas… Venga, cabrones.
Sin lugar a dudas, la paciencia es una de las mayores virtudes de Teresa. Y esa es una de las razones, si no la razón, por la que la entrenaron para ser francotiradora.
Vladimir observa como un soldado equipado con un Gewehr 41 semiautomático camina sigilosamente por la calle buscando cualquier lugar que le sirva de parapeto.
-Eso parece… Teresa, tienes ante ti a tu bautismo. Es todo tuyo.
Vladimir se relaja y observa.
-Tranquila. Deja que se acerque un poco más.
El alemán está vendido. No lo sabe aún pero lo intuye, es por eso que no para de mirar nerviosamente a todos lados. Sabe que en esa calle desierta hay ojos que lo miran y rifles que lo apuntan. Y si no es en esa calle será en la siguiente. Eso hace que sus pasos sean temblorosos y sonoros.
Teresa lo observa por la mira telescópica. Lo tiene a tiro, pero aún no se ha decidido a apretar el gatillo. El alemán suda. Hace frío pero suda como si estuviera en el desierto con Rommel. Y Teresa se da cuenta. Y se percata de que no tiene más de 25 años. Es joven, como Vladimir y ella. Y en ese momento piensa muchas cosas. Incluso la de no disparar. Al fin y al cabo es su primera vez.
El alemán sigue caminando torpemente por entre los restos de edificios bombardeados. Sabe que la muerte lo acompaña, pero no le queda más remedio que seguir.
Teresa no dispara pero sigue apuntando.
Teresa sigue sin disparar. Pero el alemán ha escuchado la voz de Vladimir y los ha visto. Sin pensárselo coge el Gewerh 41 semiautomático dispuesto a usarlo. Vladimir coge su Tokarev SVT- 40.
Teresa dispara y los sesos del alemán acompañan a los restos de edificios bombardeados en la calle. Su cuerpo también. Que ha caído para atrás como si lo hubiesen desconectado. Teresa está en trance. Paralizada. Además, el violento retroceso del rifle le ha hecho mucho daño. Es la primera vez que lo experimenta, y no le resulta agradable.
-¡Buen trabajo, camarada!
Teresa suelta su Mosin- Nagant que cae al suelo humeante.
-¡He… he matado a una persona!
-No. Has matado a un nazi.
-¡He matado a un persona!
Teresa se lo repite mientras las primeras lágrimas bajan por su cara como la lava de un volcán. Aún no se lo cree.
-He matado a un padre, a un hijo, a un hermano… ¡He matado a una persona!
Teresa se tapa la cara con sus manos. Se siente fea. Horrible. No se siente Teresa Larionova. O no por lo menos la
Teresa Larionova que se miraba en el espejo mientras se probaba el vestido nuevo que le compró su padre el año pasado y con el que se veía guapísima. Todo ha cambiado en ese mismo instante y Teresa lo sabe. Y llora.
Teresa lo rechaza. Bastante tiene con las lágrimas que bordean sus labios.
-¿Cómo puedes disfrutar con esto?
-Tú también lo harás. Date tiempo.
Vladimir se enciende un cigarro.
-Vamos. Tenemos que irnos de aquí.
Teresa camina. Pero ahora no es Teresa Larionova. Ahora es solo una niña que llora. Sin consuelo.
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FINALISTA
Autor: Estela Hernández de Mingo
Título: Loca
No recuerdo cuándo fue la primera vez que me lo llamaron. Quizá fuera mi madre, en alguna de las ocasiones en las que le hice ver mi escepticismo sobre nuestra religión, que ella profesaba con tanta devoción, pero yo nunca he terminado de comprender ni de acatar.
Loca, cuando mostré mi tristeza por dejar mi país, mi familia, para embarcarme hacia lo desconocido, hacia el encuentro de un esposo pactado por cuestiones de estado, quien ni siquiera fue a recibirme al puerto.
Loca, cuando, contra todo pronóstico, me enamoré de él, y continué amándolo a pesar de sus desplantes, de su temprano desinterés en mí, de su pérdida de respeto. De su desamor.
Loca, por desacatar, una vez más, a mi madre, a causa del deseo de estar cerca de mi esposo y de mis hijos, cuando lo que debí haber mostrado era el deseo de estar cerca de mis, recién nombrados, súbditos en Castilla y Aragón, a la muerte de mis hermanos mayores.
Loca, cuando, embarazada de mi pequeña, no me separé del cadáver de mi esposo, muerto en extrañas circunstancias, mientras le acompañaba al lugar de su descanso eterno, en mi tierra, nuestra tierra castellana, de la que ya por entonces éramos Reyes.
Loca, cuando quise ejercer mi reinado, enfrentándome a la oposición de mi propio padre, que terminó encerrándome en una torre, hasta su muerte, de la que no fui siquiera informada. Fue entonces cuando mi propio hijo pasó a ser mi carcelero, puesto que haberme liberado hubiera supuesto una traba en su ascenso al trono de lo que ya era España. Su amor por su futuro imperio resultó ser mayor que su amor por su madre. Quizá porque a mí me conocía incluso menos que a sus extensos territorios, en los que nunca se ponía el sol.
Loca, cuando los comuneros pusieron mi libertad, así como el trono de España, al alcance de mi mano, a cambio de mi apoyo a su causa, y recibieron mi rechazo. Como madre, no podía intrigar contra mi querido hijo, aunque él me mantuviera encerrada en condiciones deplorables.
Loca, cuando me desgarré por dentro el día en el que se llevaron a mi pequeña, mi única compañía en los largos años de encierro, para casarla con un rey que, con toda probabilidad, la haría tan infeliz como me hizo a mí mi matrimonio.
Loca, ahora, en mi lecho de muerte, oponiéndome a ser confesada por un señor con sotana que nunca antes se interesó por mí, por mi existencia, por mi bienestar, por mi salud… Por mi supuesta locura.
Loca, porque la muerte me parece una liberación, una salida a esta vida de calvario y de encierro. De amor nunca correspondido.
Loca por haber querido ser mujer, madre, esposa y reina.
Me pregunto cómo me recordará la historia, si es que me recuerda.
¿Seré Juana I de Castilla y Aragón, la primera reina de España?
¿Seré Juana, la hija de los afamados Reyes Católicos?
¿Seré Juana, la madre del todopoderoso emperador Carlos?
¿Seré, acaso, Juana la Loca?
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FINALISTA
Autor: Txomin Requeta
Título: Mayrit, 1083
Eran bestias sin mesura, ya desde mi infancia lo sabía. Cada piedra de la muralla de veinticinco codos de altura merecía ser reducida a polvo, aunque parecía que nos esperaba, insinuándose, tras el río que la delimitaba, deseosa y paciente, casi retándonos. Viejos recuerdos me asaltaron de cuando intentamos tomar la fortaleza por vez primera. Ruy Díaz de Vivar, ese traidor, mucho antes de sus campañas levantinas, cabalgó junto al rey aquel día, eso nos dijeron. Supongo que la noticia tenía la intención de infundir el valor de que entonces carecíamos. Pero la batalla se prolongó lo que parecieron días, y no vi al caballero cuando buenos cristianos regresaban a la tierra a cada flanco. Nos repelieron con la facilidad con que dejaron que nos acercásemos. Entonces pensé, por primera vez, que quizás ellos no eran tan distintos a nosotros, que quizás también tenían algo que defender, una razón por la que luchar.
Mas allí estábamos de nuevo, doce años después, convencidos de nuestro ánimo y avance incansables. Ahora los que huían eran ellos.
Atacamos después del ocaso: el asedio era algo impensable debido a la proximidad con nuestros enemigos del sur y el noreste; la batalla, innecesaria.
A unos pocos nos dieron orden de dirigirnos al arrabal. Fue todo tan rápido. La secuencia era siempre la misma: una estocada entre las costillas o un tajo en el cuello, dependiendo de la posición en que durmiesen; un grito sordo y unos ojos desorbitados que decían todo lo que la boca no podía, y los niños —éstos siempre los últimos, tenía que ser así—. Los perros fueron los que me infundieron más compasión. Recuerdo ver uno entre dos callejuelas, famélico el pobre. Destrozaba una babucha de tela, sujetándola con las dos patas delanteras mientras me miraba con recelo. Permanecí un buen rato contemplando la escena hasta que sentí una mano cerrándose fuertemente alrededor de mi cuello.
—Los perros ladran.
Poco puedo decir sobre la aljama. El hedor a sangre y a silencio incrementaban al tiempo que irrumpía en una nueva choza. Pero lo de la Al-Mudayna era algo distinto…
Al acabar me dirigí hacia las murallas. Un camino de gravilla ascendía hasta las puertas, ya abiertas. La difícil composición de tejados se insinuaba por encima de la piedra, dos o tres minaretes destacaban entre ellos y, más arriba, en la cima del altozano, se levantaba el Alcázar, dominante y espectador privilegiado de nuestro ataque. Parecía flotar en medio de la bruma de la noche.
Terrible escabechina tuvo lugar intramuros. Las calles eran un lodazal de tierra, sangre y vino. Turbantes y túnicas desperdigadas por el suelo. Un correr constante de soldados de allá para acá. Mujeres de tez morena ya sin honor. Hombres desnudos, de rodillas, apaleados por las esquinas. Fuego y polvo. Nada tenía que ver con el reposado descanso eterno de las morerías exteriores. Por mi lado pasaron varios compañeros con lo que horas antes había compartido rancho, y me miraban sin ver, perdido el juicio por la euforia, por la sed de venganza. Nada les reprocho: también nosotros habíamos sufrido.
Sé que muchos de los paganos se salvaron, perdonados por la misericordia del dios del que habían renegado toda su vida. Ahora lo acatarían, nos ocupamos de ello. Pude hablar con algún judío; aunque hablar sería decir demasiado: trataban más bien de hacerse entender con señas y gestos nerviosos, pues su lengua estaba compuesta de un indefinido número de otras muchas, y su acento era abierto y cortante. Al final me harté. Di con uno en el suelo hasta que, aterrorizados por los golpes que le propinaba, los otros se disiparon entre las calles.
Asaltamos viviendas y comercios, mezquitas y sinagogas. Recobramos objetos robados años atrás; muchos años atrás, no sabría decir cuántos. Vi orinar sobre los presos y sus edificios paganos, y no sentí pena, no la mostré al menos.
Las primeras luces se postergaron en un cielo de ceniza y polvo que no acababa por disiparse, pero finalmente salió el sol. La fortaleza amanecía ya con un nombre nuevo, más claro y preciso al entender común. Habíamos tomado en unas horas la barrera que nos separaba de un reino entero. Los que no estuvieron cuentan que el rey consiguió, sin saberlo, la Marca Media aquella noche. Pero no apareció hasta altas horas de la mañana. Entraba a caballo por la Puerta de la Vega. No se insinuó en su rostro atisbo de sonrisa. Rebajarse a la euforia de su gente era algo impensable ahí, desde toda su envergadura. Remontó, lentamente, la colina de la villa, y a mitad de camino se dio la vuelta. Tras de sí quedaba Castilla, tras de sí quedaba el Alcázar, circundado por el río, erigido para vigilar en todas direcciones —función que jamás cumplió enteramente—; delante de él, sólo tierra mora que conquistar.
Habíamos sido su espada y su brazo, sus ganzúas, su agilidad y su fiereza: más digna nuestra labor de gatos que de humanos. Mas su semblante se mostraba serio, imperturbable, clavado en algún punto de la tierra que se extendía frente a sus ojos.
—Mira al sur. Quiere la ciudad del Tajo.
Y yo también lo creí durante años. Confundí su expresión con la de la avaricia. El rey, nuestro rey, acusado de traición y fratricidio, héroe de innumerables batallas no luchadas, amado por su pueblo y temido por los otros en que su ambición no se había fijado aún. Pero hoy sé que no miraba a Toledo, ni siquiera a Córdoba, ni a Tarifa. Su vista llegaba más allá del mar y se clavaba en una sombra que viajaba por el desierto con el Corán en una mano y un ejército a su espalda. Y sé que en ese mismo instante, Yúsuf Ibn Tashfín, emir de los almorávides, levantó la cabeza hacia el norte; no a Marrakech, ni tampoco a Sevilla, sino a una villa que amanecía cristiana, y a un rey castellano que profanaba el camino al Alcázar. Y ambos se miraron.
4.5/5
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