El ganador del concurso de relatos de ciencia ficción #Historias , organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola, es Jesús Gella Yago, autor del relato ‘Gestión de incidencias’, premiado con 1.000 euros. Los dos finalistas del certamen, en el que han participado un total de 1045 historias, son Belén Conde Durán —autora de ‘F – ELI’— y Alejandro Blasi —autor de ‘Galardón’—, que recibirán por su parte 500 euros cada uno. El jurado ha valorado la calidad literaria y la originalidad de los textos presentados.
A continuación reproducimos los tres relatos premiados. En este enlace puedes consultar las bases del premio. Gracias a todos por participar.
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GANADOR
GESTIÓN DE INCIDENCIAS
Jesús Gella Yago
La arqueóloga tomaba el deslizador colectivo en la parada del Museo de Tecnofósiles. Una tarde olvidó su identificación en la solapa y desde entonces el conductor empezó a saludarla por su nombre. Al llegar a su destino giraba la cabeza ciento ochenta grados sobre los hombros y se despedía de ella sacudiendo la mano. Aquellos gestos incomodaban a la arqueóloga. Además, durante el trayecto solía sentirse observada a través del retrovisor. El día del accidente declaró a los reguladores de aerotráfico que lo último que recordaba antes de volcar eran los ojos del conductor fijos en el espejo, buscándola. Luego solo hubo gritos y confusión, sirenas y el conductor tendido en el techo del deslizador, chisporroteando en medio de un charco oscuro. La arqueóloga no esperaba volver a verlo. Por eso se asombró tanto cuando, apenas una semana después, las puertas del deslizador se abrieron y lo encontró a los mandos. Pero el conductor no la llamó por su nombre ni le dirigió ninguna mirada. Ni siquiera al apearse…
La familia de gatos azules se había instalado junto al nuevo procesador de residuos de la comunidad. El presidente tomó la iniciativa e intentó ahuyentarlos con una escoba sónica. Al ser rechazado con uñas y colmillos ordenó a la conserje que se deshiciera de los gatos azules, pero ella ignoró la orden y un vecino la sorprendió dejándoles comida. La rebelión se trató en junta extraordinaria y urgente. Todos los vecinos estuvieron de acuerdo en que aquella conducta era intolerable, pero ninguno salió a mirar cuando vinieron a retirar a la conserje. Los felinos cazaron por su cuenta durante la semana que estuvo ausente. Cuando regresó salieron a su encuentro para frotarse contra los dobladillos del pantalón de trabajo. Ronroneaban plácidamente porque sabían que ya no necesitarían cazar más. La conserje los tomó en brazos y los vecinos oyeron sus maullidos frenéticos al caer por la tolva del procesador de residuos…
Los hijos de la anciana residente se llevaron las manos a la cabeza. En la última visita que habían hecho al Hogar para la Cuarta Edad su madre había mencionado que un auxiliar se entretenía en su habitación después de acostarla. Les contó que se sentaba en el borde de la cama para acariciar el dorso de su mano y que entonaba una canción de infancia hasta que se dormía. Al principio les pareció un desatino de la anciana, pero pronto concluyeron que el auxiliar se excedía en sus funciones y que aquella familiaridad resultaba inapropiada. Perturbadora, llegaron a definirla cuando se reunieron con la directora de la institución para exigir su retirada. La anciana no recibió con agrado al sustituto: no se sentaba a su lado ni tomaba su mano y, desde luego, tampoco sabía ninguna canción. Se limitaba a arreglar milimétricamente el embozo de la sábana y programar el dispensador de agua sintética antes de salir de la habitación. Cuando el primer auxiliar volvió, actuaba con la misma indiferencia que el sustituto: embozo, agua, puerta. Desde entonces la anciana se quedaba dormida sola y cada noche un poco más triste…
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—Aquí tienes otro —dijo ásperamente la responsable de retiradas.
Depositó sobre el mostrador un envoltorio trémulo y el almacenero tecleó en silencio el número de incidencia. Luego tomó el paquete con cuidado y se giró para ocultar una lágrima que podía costarle una derivación a la sala de desguace. A su espalda, la responsable de retiradas se alejaba murmurando:
—Todos igual. ¿Por qué se los instalaron si lo que pretendían era evitar flaquezas humanas?
El almacenero caminó entre el dédalo de estanterías en busca de un hueco para el nuevo desecho. Por todas partes, ordenados en gavetas o amontonados en cajas, miles de corazones luminosos como el que habían alojado en su pecho parpadeaban desacompasados hasta que dejaran de latir.
FINALISTAS
F – ELI
Belén Conde Durán
Dalia oprimió el botón que secretaba prolactina y sintió el característico ardor en los ojos previo al llanto. Alguna vez se había preguntado por qué seguían utilizando aquel arcaico sistema de botones. La versión oficial decía que los dispositivos de presión eran más fiables que los táctiles a la hora de inyectar dosis exactas.
El día anterior, Dalia había quedado con sus compañeros para ir a ver una proyección a la salida del trabajo. Una vez al mes estaban obligados a hacerlo, como si fuesen parte de un experimento. Cada año le tocaba a un grupo diferente, y ese había sido el suyo. Los diez se presentaban en los antiguos multicines, donde les ponían una película o un concierto musical. Antes de comenzar les explicaban el género y lo que se suponía que debía inspirar. Cuando les decían que era una comedia y los protagonistas comenzaban a decir sus líneas en pantalla, Dalia pulsaba —con la precisión y rapidez de quien lo ha hecho miles de veces— la combinación adecuada para segregar endorfina, serotonina, dopamina y adrenalina. Antes de hacerlo, arqueaba los labios en el gesto llamado «sonrisa», el cual decían que predisponía al cerebro para producir las hormonas de manera natural. Como los demás, Dalia dudaba de que surtiese efecto, pero no perdía nada por probar. Los personajes reían a carcajadas en pantalla, y ella los contemplaba fascinada cada vez, intentando comprender qué estarían sintiendo. En aquel momento le parecía que no eran humanos. Había tratado de replicar los aspavientos en casa, pero no había sido capaz, y además le dolía la cara después de cada intento. Con todo, la combinación de endorfina y adrenalina le sentaba bien, así que tampoco le ponía pegas. En cambio, la adrenalina a secas cuando pasaban una película de terror le producía unas sensaciones de angustia que no le agradaban en absoluto, y solo deseaba que la proyección terminase para poder regresar a su estado normal. Algunos libros decían que las personas habían estado históricamente a merced de sensaciones incontrolables que les hacían perder la calma, y que como consecuencia de ello habían tenido lugar asesinatos, guerras y algo terrible que llamaban locura. Dalia solo podía hacerse una vaga idea de cómo debió de ser la vida entonces, y estaba agradecida por no haberlo experimentado en primera persona.
Regresando al momento presente, se acercó y rodeó con los brazos a su compañera de trabajo. Mientras lo hacía, se llevó la mano a la mejilla izquierda para quitarse las engorrosas lágrimas. Su hermana acababa de fallecer y no volverían a verla. Se le hacía extraño, porque nadie sabía cómo sentirse ante una ausencia. La desaparición de alguien representaba inconvenientes porque había que dejar de contar con ella para los quehaceres diarios, aunque estos eran poco a poco sustituidos por otras personas y otras circunstancias. Pero la convención decía que había que llorar, y los médicos que hacerlo constituía un desahogo emocional, así que eso es lo que hacían.
Según decían, había hormonas a las que resultaba fácil hacerse adicto, como era el caso de la oxitocina, sobre todo combinada con otras como la endorfina. Estas eran las que había que inyectarse cuando, por ejemplo, estaba en la cama con su pareja. A veces se le olvidaba, lo que resultaba un inconveniente, porque entonces solo deseaba que acabase cuanto antes y que la liberara de su calor y su peso. La pequeña recompensa le parecía insuficiente para semejante parafernalia, pero la convención social dictaba que era algo que debían hacer las parejas porque reforzaba sus vínculos.
Tras despedirse de su compañera, Dalia regresó al coche y encendió el piloto automático. Le dio una orden concreta, y enseguida el vehículo se deslizó sin hacer ruido, rumbo a su destino. En opinión de Dalia, la única hormona que merecía la pena era la dopamina segregada a la hora de comer, la cual utilizaban para ingerir alimentos llamados saludables como verduras al vapor o ensaladas. Casi todos hacían trampa y se inyectaban una dosis más alta, pues, aunque el impacto de ingerir aquellas comidas era nulo, no resultaban agradables al contacto con la lengua ni durante el proceso de masticación.
La tarde se fue desdibujando tras el amplio ventanal del restaurante flotante donde se había detenido para tomar su ensalada de brotes y su zumo de alcachofa. Los tonos anaranjados y azules se deslizaban desobedientes por entre los altos rascacielos, dotando al paisaje de una indiscutible belleza según los cánones. Dalia pulsó una sola vez el botón de la dopamina para disfrutar de su estampa. Tenía miedo de abusar de él por si llegaba a perder su efecto, y a veces pasaba días enteros sin hacerlo, reservándolo solo para ocasiones especiales como la de aquella tarde. Parpadeó, sintiendo el torrente de fugaz felicidad que la recorrió de arriba abajo, y pensó en lo terrible que sería estar enganchado a ella.
¿Qué pasaría si las hormonas artificiales se agotaban algún día? ¿Las echaría de menos? ¿Le empujaría su ausencia a la búsqueda de arriesgadas experiencias en un vano intento de sentir un último instante de felicidad?
Presionó el botón de la adrenalina, y un escalofrío recorrió su espalda.
Ni en sus peores pesadillas.
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GALARDÓN
Alejandro Blasi
Es en mi calidad de actual Director General del Ente de Constatación y Verificación de Originalidad Literaria, dependiente del Supraministerio de Cultura Global, que tengo el honor de comunicar al público en general y a mis pares del mundo literario en particular, que nuestro organismo ha verificado la reciente publicación de una Obra Literaria Fragmentariamente Original.
Me estoy refiriendo a «Para un Correcto Tratamiento del Pavimento Antideslizante», cuyo autor, Zac M-4829, se hace merecedor automáticamente del Premio Nobel de Literatura del corriente año, 3127.
La obra citada contiene en su página 489, perteneciente al capítulo «Cuidados y precauciones», la feliz expresión “… en convexa concatenación…”.
Pues bien, es esta esmerada perla lingüística la que la hace única en la historia de la Literatura Universal y merecedora, por lo tanto, de nuestros más efusivos elogios.
Según nuestros registros, el último ejemplo de una frase formada por tres vocablos unidos de manera absolutamente original, data de hace trescientos veintidós años. Este dato ilustra lo excepcional que resulta esta nueva muestra de la infatigable inventiva humana.
Es mi más sincero deseo que este galardón sirva de aliciente a los escritores del mundo (noveles y consagrados), para seguir buceando en cada recóndito rincón de su imaginación, ya que —como reza el lema de nuestra institución— “no todo ha sido escrito”.
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