El éxito literario es un cóctel de talento, constancia y suerte. Y si me preguntan la proporción de los ingredientes soy incapaz de dar una respuesta. Lo que sí sé con certeza es que Mario Vargas Llosa atina al decir que el escritor no elige los temas, sino que los temas eligen al escritor. El Nobel añade que siempre ha tenido la sensación de que determinadas historias lo reclamaban y que no podía evitarlas, porque, de una manera telúrica, inconsciente, apelaban a ciertas experiencias cruciales de su vida, a sus demonios interiores. Tiene más razón que un santo.
De la misma forma que desconfío de las personas que no miran a los ojos, de los gatos, y de quienes les dicen a los demás cómo han de vivir mientras ellos viven como quieren, no me merecen crédito los escribidores que espigan temas como quien va a un mercadillo o al Rastro, rebuscando entre la farfolla hasta encontrar un tema de pretendida originalidad. Cosa distinta es echar al zurrón lo que uno va encontrando en el camino que reclame su atención, pues no se sabe si en el futuro dará pie a una historia. Por eso, el escritor es un buhonero de la vida que, en carpetas de gomas o virtuales guarda reportajes, noticias, reseñas, artículos o curiosidades varias, conformando un bazar de historias que dormirán aletargadas una larga temporada por si algún día despiertan tras un relámpago creador, como la descarga eléctrica que da vida a la criatura del doctor Frankenstein, compuesta con trozos de diversos cuerpos cosidos entre sí.
El amor no se busca, llega; la amistad no es cuestión de tiempo, sino de intensidad; una vocación profesional arrastra al corazón aunque la cabeza trate de imponer un oficio con mejores salidas laborales; y toda buena novela parte de un big bang creativo, de un fogonazo intelectual y emocional que genera una idea, la cual, al desarrollarse, ocupa obsesivamente el tiempo mental del escritor empujándolo a sentarse delante del ordenador.
El chispazo que hace brotar la historia se produce involuntariamente, de manera inesperada. Suele saltar por leer una noticia o el pasaje de un libro, ver una película, mantener una conversación o recordar algo de improviso. Entonces, un interruptor interno conecta ese hallazgo con alguna historia que permanecía sedimentada en la mente, alumbrando de inmediato un argumento. Hay, en consecuencia, una afortunada simbiosis de historias, un cruce de ideas cuyo resultado es, ¡eureka!, la fumata blanca para una novela. Tal es el mecanismo de la famosa inspiración, la cual no es un mito, sino una imprevisible iluminación que acciona el motor de una historia. El resto, es puro trabajo artesanal. Dicho con la genial contundencia de William Faulkner: «Noventa y nueve por ciento de talento, noventa y nueve por ciento de disciplina y noventa y nueve por ciento de trabajo».
Salvo honrosas excepciones de autores tocados por el don de la genialidad (más mujeres que hombres), la juventud no es una etapa productora de buenas novelas, pues en ellas suele prevalecer una hueca autoficción con pretensiones, lecturas desordenadas, alicorta profundidad psicológica y un morral lleno de estereotipadas experiencias personales. La novela requiere madurez.
En una de sus certeras intuiciones, Ortega y Gasset hablaba de las biografías espectrales. El filósofo mantenía que en la personalidad de cada individuo pesaba tanto la vida vivida como la no vivida, que podríamos definir como: los anhelos no cumplidos, las fantasías, las relaciones personales inconclusas y los recuerdos inventados. La unión de la biografía espectral con la real originan la memoria creadora del escritor, el humus necesario para que fertilicen las historias albergadas a la espera del rayo que las materialice.
Un caso curioso de flash interior era Javier Marías, pues su editora, Pilar Reyes, decía que si él tenía un primer párrafo, tenía una novela. El ritmo y el contenido de aquellas frases eran el tractor que arrastraba al resto, ayudando a la historia a salir de la íntima incubadora donde crecía.
Gabriel García Márquez se nutrió de las inacabables historias que de niño oía contar a su abuela, donde lo sobrenatural se revestía de la cualidad de normal debido al inexpresivo gesto con que la mujer las relataba. El colombiano concibió Macondo en un viaje que hizo con su madre a su Aracataca natal para vender la casa familiar, pues el paso del tiempo había acentuado la decrepitud de aquella localidad que, en su infancia, a él le parecía tan esplendorosa. Con estas dos experiencias a cuestas, un día de 1965, mientras viajaba en coche con su familia para pasar unas vacaciones en Acapulco, le vino a la mente una frase como una revelación: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». Detuvo el automóvil y persuadió a su mujer de que debían renunciar a las vacaciones, porque le urgía comenzar a escribir el resto de la novela. Dio la vuelta y regresó porque ya tenía la primera frase de Cien años de soledad. La impasibilidad relatora de su abuela le había dado el tono narrativo a la historia, y Aracataca se había transmutado en Macondo.
En 1978, una amiga de Umberto Eco le comentó estar enfrascada en la lectura de novelas de detectives escritas por autores noveles, pues debía hacer los correspondientes informes literarios. El catedrático de semiología le respondió que se veía incapaz de escribir una novela policiaca, y que si alguna vez escribía ficción sería un tocho que tuviese a un monje como protagonista, dada su afición a la literatura medieval. Poco después germinó en su mente la imagen de un monje envenenado, algo que lo sedujo… Había alumbrado El nombre de la rosa.
El jienense Juan Eslava Galán, a mediados de los ochenta, estaba imbuido de la épica y del castellano antiguo de las crónicas de Indias, los fascinantes relatos de los españoles que descubrieron y conquistaron el Nuevo Mundo. Él, como doctor en Historia, también conocía con pormenor el libro de mediados del siglo XV Hechos del condestable don Miguel Lucas de Iranzo, atribuido a Juan de Olid, secretario del condestable de Castilla que, al servicio de Enrique IV, gobernó el Reino de Jaén, frontera del reino nazarí de Granada. Juan Eslava, por consiguiente, familiarizado por partida doble con la sonoridad del castellano antiguo, tras ver la película El hombre que pudo reinar (basada en un relato de Kipling), tuvo su particular epifanía literaria: fascinado por la aventura cinematográfica en Afganistán de los dos soldados británicos encarnados por Sean Connery y Michael Caine, concibió En busca del unicornio, la hoy famosísima novela histórica con la que ganó el Premio Planeta en 1987. La obra, con una voz narrativa que remeda el castellano antiguo, relata las peripecias de un puñado de intrépidos jienenses —entre los que figura Juan de Olid— que, por orden de Enrique IV, viajan a África para cazar un unicornio y conseguir su mítico cuerno, mano de santo para curar la impotencia que aquejaba al monarca. La novela, fundadora de la narrativa histórica contemporánea española, entró por derecho propio en el canon de este género literario.
En mi próxima novela el relámpago fue la noticia de la subasta de un cuadro que se creía perdido y que una concienzuda investigación atribuyó a un célebre pintor. El personaje retratado gozó de un enorme poder en su época y tuvo una vida insólitamente novelesca. De inmediato cobraron sentido literario varias tramas que bullían en mi interior desde hacía tiempo. Todos mis caminos se entrecruzaban y llevaban a Roma.
Cada mañana me iba andando al instituto con los labios combados en una sonrisa. Caminaba ensimismado, en una especie de trance de baja intensidad, por lo que debía tener cuidado al cruzar los pasos de cebra para no verme sorprendido con un chirriar de ruedas o un bocinazo. Como sabía lo que me sucedía en esa fase previa a la escritura, extremaba mis precauciones. No era cuestión de terminar en el hospital arrollado por un coche o por un silencioso patinete eléctrico. No quería hacer responsable del topetazo a los personajes que se iban centrifugando en mi cabeza, pues habría de convivir con ellos durante una larga temporada. El pasado gravitaba en el presente. La ficción secuestraba mi ánimo. Vivía en un encabalgamiento de épocas.
Ese periodo de documentación suponía un nirvana para mí. Devoraba con gula ensayos, monografías, biografías, tesis doctorales y artículos históricos relacionados con el tema. Todo eso, lejos de ser un engorro o una tarea tediosa, era una gozada. Aplicaba el cedazo de los mecanismos de la ficción para seleccionar lo más relevante, lo que más juego literario podría darme en aras de reflotar el pasado.
Con mi letra de facultativo alocado rellenaba libretas con anotaciones sobre protagonistas, situaciones y futuros capítulos. Los personajes de la realidad histórica se entreveraban con los personajes de pura ficción que alumbraba mi imaginación. Pero, sobre todo, me transmutaba en un detective y en un psiquiatra contemplando a los protagonistas en libros de historia o en la pantalla del ordenador. Incluso llevaba fotos suyas guardadas en el teléfono móvil, como si fuesen de amigos o familiares. Y al igual que en una película de cine negro, en el despacho, a oscuras, aplicaba directamente sobre sus rostros la luz de un flexo para interrogarlos y sonsacarles información. Y también empleaba la técnica del abrelatas para destaparles el cráneo y fisgonear en sus mentes para, al estilo de un psicoanalista o un perfilador de la policía científica, bosquejar un perfil de sus respectivas personalidades. Lo hacía teniendo presente una frase de Gabriel García Márquez: «Todos tenemos tres vidas: la pública, la privada y la secreta».
Abismado en mis pensamientos, se multiplicaban mis despistes cotidianos y se prolongaban mis silencios. Convivía con mi mujer y también con personajes de papel que, a pesar de que no existían de momento más que en mi mente, para mí tenían carnalidad. Mantenía diálogos silentes con ellos a todas horas, y al igual que sucedía en la vida real, me caían bien o mal, amistaba con ellos o no. En definitiva, los iba conociendo cada vez mejor. Y ese proceso operaba en mí una inversión temporal: a veces las personas de la vida real se me antojaban una comparsa, unos figurantes; y los personajes de mi historia, eran los protagonistas de la pura realidad.
Llegó el momento de viajar, de buscar localizaciones al igual que un director de cine. Vendrían varias ciudades, pero la primera fue Madrid. Visité el Museo del Traje y admiré las ropas, impecablemente restauradas y conservadas. La penumbra museística le otorgaba una cualidad escenográfica a los objetos y trajes expuestos. Yo observaba las telas y María José me hacía interesantes comentarios sobre las sedas y lanas, y lo que debían sentir las mujeres al enfundarse aquellos ropajes.
Cuando ella se acercaba a alguna vitrina el cristal reflejaba su imagen: alta, morena, pómulos marcados y ojos verdes que le conferían, al pronto, rasgos eslavos. Desde que la conocí en un curso de verano en El Escorial me gustaron cómo las eses se vaporizaban en su boca al hablar, al estilo de un café expreso; y su modo de andar con grácil rapidez, como una bailarina camino del ensayo.
Una vestimenta de época reinterpretada por un modisto actual me hizo acordarme de la primera escena de la película La mujer del teniente francés. En una secuencia de intensa nostalgia, Meryl Streep, en una mañana brumosa, recorría sola un espigón mientras rugía el mar. La actriz llevaba una larga capa azul con un capuchón, curiosamente, la prenda que solía vestir la protagonista de mi novela, y desde ese momento supe que ella caminaría con la misma desenvoltura que esa actriz. Si en Memorias de África Meryl Streep tenía «una granja en África, al pie de las colinas de Ngong», yo tenía a la mujer de mi historia vestida de esa guisa.
En algunas vitrinas de ropa del siglo XX había radios antiguas y fonógrafos, lo que me llevó a reflexionar en las voces que, como un demiurgo, les otorgaría a los personajes novelados.
Desde hace mucho tiempo leo y escribo escuchando Radio Clásica de fondo, pero cuando emiten grabaciones históricas de comienzos del XX, de discos de setenta y ocho revoluciones por minuto, me desagradan los agudos timbres de voces, al igual que en las viejas películas de Cifesa. El sonido estaba condicionado por la primitiva tecnología de la época, por aquellos aparatosos micrófonos plateados que registraban las voces con un fondo granuloso y un desagradable chifle. A los personajes de mi novela que me resultaban antipáticos les concedía voces de pito o de lata oxidada, y a los que me caían bien, voces melodiosas, de cantantes. Era una íntima licencia literaria.
En la silenciosa penumbra del Museo del Traje creía ver ectoplasmas vestidos de época, hombres y mujeres a medio corporeizar que, todavía mudos, me miraban intensamente. Eran los personajes acuciándome a darles vida, metiéndome prisa por sentarme delante del ordenador y empezar a teclear. «No desesperéis. No me apresuréis», les decía sin necesidad de palabras. Aún no les había llegado el momento de salir al escenario y actuar.
Luego tuve el capricho de ir a una papelería que vendía papel de trapo —confeccionado con lino, cáñamo o algodón—, realizado artesanalmente con la misma técnica empleada hasta bien entrada la Edad Contemporánea. Era una delicia ver y tocar aquellos papeles de color blanco o marfileño. Compré algunas hojas sueltas de papel verjurado y un cuaderno. De papel así fabricado eran los legajos que durante años manejé en los archivos, sobre los que los escribanos vertían arenilla para secar la tinta. Y al salir de la papelería me entraron ganas de aprovechar mi compra para escribirles cartas a mis personajes. Supuse que, para asegurarme de que llegasen a su destino, debía echarlas en el buzón de mi conciencia.
Después de un año de provechosas lecturas, anotaciones y esporádicos viajes llegó el momento adecuado de sentarme a escribir y transcribir la historia que habitaba dentro de mí. Comenzaba el tiempo de la artesanía.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: