Mitad expiación vital del propio Freud, encarnado por Anthony Hopkins con su soltura habitual, mitad combate ideológico sustentado por el enfrentamiento que sostiene C.S. Lewis, interpretado por Matthew Goode, La última sesión de Freud es una película bienintencionada y agradable, por mucho que ese aire de película cabal, apropiada, netamente inglesa, al final no le haga un gran favor.
El problema de La última sesión de Freud es que es entretenida pero insuficiente. La reunión probablemente imaginada de C.S. Lewis y Sigmund Freud, perteneciente por tanto al territorio de la fantasía, podría haber significado en un ejercicio más poético que teórico, pero esa voluntad de ceñirse a las palabras de la obra de teatro de Mark St. Germain en la que se basa (a su vez está tomada del libro La cuestión de Dios, de Armand Nicholi) frenan la vena artística que podría haber conjugado los dos puntos de vista del encuentro.
Lo que refrenda el film es el absoluto poderío de sir Anthony Hopkins que, pese a la calidad de otro intérprete de bandera como Matthew Goode, no encuentra impedimento alguno para hacerse con la escena. Recién salido de otro film del que podríamos copiar y pegar la crítica, Los niños de Winton, igualmente enclavada en la invasión de Polonia a manos de los nazis, Hopkins inyecta una cierta dosis de ingenuidad infantil a un moribundo que deliberadamente opaca la sexualidad de su propia hija. En el fondo, que un filme sobre Dios verse sobre la ilusión de control del ser humano tiene todo el sentido del mundo.
El centro del film es, sin embargo, la confrontación de un ateo con un cristiano, de la religión con la ciencia y —esto lo más interesante— del mito con la historia, y el lugar que ocupa la verdad entre ambos. Quizá esta noción sea el eslabón de uno con otro y no el elemento de ruptura, solo que esta noción —demasiado teórica— aparece representada de una forma un tanto abrupta. Smith no encuentra la manera de que las imágenes del filme transmitan aportaciones personales y por eso Freud y Lewis se ven obligados a verbalizarlo.
No obstante, hay demasiadas frases cautivadoras en sí mismas como para denostar la película. Puede que ésta por sí misma carezca e misterio y realidad, pero no así el propio discurso de sus personajes. La última sesión —que es más Freud que Lewis, por si cabía alguna duda— cae bien es una película demasiado teórica pero que logra fluir con aceptable interés gracias al oficio de los implicados.
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