Tras casi 25 años, vuelvo a publicar un libro. Esta vez, sólo en soporte electrónico y sin coste de adquisición. Como entonces, sigo aún hoy preguntándome, más todavía si cabe, por qué publicar. No «por qué escribir», que nunca fue para mí una pregunta válida: desde mis nueve años, escribir ha sido algo más acatado que elegido, y mi relación, no con la literatura, sino con la escritura. Una actividad vital más, como nadar o correr, una gimnasia del pensar, cierta catarsis del sentir. Algo que se agota en su sola realización, como exhalar antes de inspirar de nuevo. El humo de un arder. Un proceso natural que mi cuerpo inició hace cuarenta años sin nociones de literatura, mercado editorial, lectores potenciales, conceptos para mí entonces desconocidos y aún hoy bastante indiferentes: por esa edad, apenas había leído con auténtico interés los evangelios —más un accidente del sitio en que nací y de la educación recibida que una elección personal—, fascinado ante todo por ese personaje que a través de las palabras modificaba la realidad, o su concepción, y que enseñaba que dividir podía ser también el mejor modo de multiplicar y que no siempre la respuesta a un golpe es otro golpe. Un héroe trágico que mediante su aspiración más pura se encaminaba hacia su perdición sin que eso implicara necesariamente una derrota, consciente de que soportar sobre sí el mal sin seguir desplazándolo a otros en forma de violencia era ya destruirlo, como años después leí en Simone Weil. Intelectualizándolo un poco, podría arriesgar incluso que escribir era ya entonces, como tantas veces lo fue para mí más tarde, una forma de aceptar sobre el papel aquellas cosas contra las que no podía en la vida. Mensajes que yo mismo, como en los sueños, me enviaba a mí mismo y cuya acción de fondo excedía la de escribir. Al fin de cuentas, hablar o escribir es siempre una familia verbal en la que el propio hablar o el propio escribir son sólo la acción más evidente, la punta de lanza de otra acción que va detrás: hablamos o escribimos para convencer, para seducir, para intimidar, para proteger, pedir, proponer, agredir, divertir, mentir, confesar, arropar, consolar, denunciar, conmover… Siempre es la primera acción de otra acción menos evidente que un cuerpo busca ejercer sobre otro cuerpo.
A diferencia del habla, la escritura, sin embargo, incluso en una carta, suele tener por auténtico destinatario a quien escribe. Así lo creía uno de mis más queridos y generosos maestros, Abelardo Castillo, que también dejó: no hay como sentarse a escribir para saber qué se quiere decir y, aun más, qué se quiere. Si como entonces sigo escribiendo no en busca de dinero ni lectores (si llegasen, bienvenidos, pero nunca han sido para mí un motor de escritura ni una posibilidad) y si apenas sé algo más o incluso cada vez menos acerca de qué es la literatura, ¿por qué entonces este renovado impulso de publicar, de lanzar al espacio compartido algo que nadie en verdad espera ni ha pedido ni necesita en un tiempo en el que incluso el concepto mismo de literatura parece ya casi desvanecerse como por efecto de la presbicia de una especie cansada que va perdiendo, con la capacidad de apreciar lo cercano, el interés mismo por lo que la rodea y por encontrar aún sentido en lo que empieza a no ser ya más que un cúmulo de borrosas sombras sobre una claridad perdida? ¿Cómo no sospechar a la vez de que esta visión cansada es muy posiblemente sólo un síntoma de mi generación —o propiamente mío— ante los nuevos paradigmas? ¿Cómo no sospechar de que es apenas mi propio desencanto el que me hace ver un desvanecimiento que, en el fondo, es gradualmente sólo el mío?
Así, en un contexto en el que parece incluso insostenible el modelo de negocio de los contenidos (que sólo tienen ya un valor mínimo en remotas manos desconocidas, no en las nuestras, con nuestro absurdo consentimiento), ¿por qué entonces todavía el insensato afán de publicar un libro? Más aun como lo hago ahora, sin casi autopromoción, la cual exige un temperamento que no es el mío, unas posibilidades de mercado en las que no he trabajado o una autoestima literaria suficiente como para sentirme reflejado en el concepto de autoría, muy débil en mí: tiendo también yo a creer que todo texto se construye como un mosaico de citas (conscientes o accidentales) y que resulta de la absorción y transformación de otros textos, como apuntó en 1967 Julia Kristeva con su teoría de la intertextualidad, deudora a su vez, en cumplimiento de lo que teorizaba, de las investigaciones previas de Mijail Bajtín. ¿Cómo creer así en autopromocionarse, pidiendo «léeme», confiando en que uno tiene realmente algo nuevo que decir?
Ninguno de los libros que han sido y son importantes en mi vida me han llegado, a su vez, tampoco por una promoción editorial o un acto de propaganda. Como el de las personas, creo, el destino de los libros tiene aún mucho de azar, de botella al mar en deriva imprevisible. Así entonces, dejo aquí el que ahora publico como si lo dejara en cualquier otro espacio público, sin lograr acallar no obstante la pregunta de ¿por qué lanzar al espacio compartido un acto íntimo, el más laico y agnóstico de los rezos? Sólo puedo buscar un reflejo de respuesta posible en los libros que me han salvado, no la vida, que es mucho decir, pero sí de mí mismo cuando todos los autoengaños caen y uno vuelve a ver con lucidez su propio desamparo existencial en el que la comunicación con otros, los valores culturales, los derechos sociales y todas las más nobles empresas del ser humano se nos aparecen como una mera ilusión de ingenuos e inocentes.
«La lucidez —dejó famosamente Alejandra Pizarnik— es un don y es un castigo. Está todo en la palabra. «Lúcido» viene de Lucifer, el arcángel rebelde, el demonio. Pero también se llama Lucifer el lucero del alba, la primera estrella, la más brillante, la última en apagarse. «Lúcido» viene de Lucifer y «Lucifer» viene de «Luz» y de «Fergus», que quiere decir «el que tiene luz», «el que genera luz», «el que trae la luz que permite la visión interior»: el bien y el mal, todo junto, el placer y el dolor. La lucidez es dolor y el único placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría será el placer de ser consciente de la propia lucidez. El silencio de la comprensión, el silencio del mero estar. En esto se van los años. En esto se fue la bella alegría animal». Tal vez por ello, según más civilizada y burguesmente envejecemos, cuando por momentos nada parece sostenerse en pie y también nosotros nos sentimos caer, sólo queda quizá la posibilidad de un hilo de voz susurrándonos algo al oído, no importa qué, algo incluso ininteligible, como lo era aquello que nuestra madre, apaciguándonos, nos susurraba al oído tras el naufragio de nuestro nacimiento. Importa así, tal vez, también en estos casos, menos lo que se dice que ese hilo de voz en sí, esa palabra puesta en silencio que la escritura encarna y que aún podamos encontrar quizá únicamente ya en los libros. Tal vez sea eso lo que, pese a todo, justifique aún el acto de fe que implica publicar insensatamente un texto.
No obstante, como siempre, sé que esta no es toda la verdad y en mí persiste la pregunta ¿qué acción busco yo, puntualmente yo, ejercer sobre mí mismo u otros al publicar algo de lo mucho escrito en los últimos años? Como ante todo síntoma, me formulo también ante este dos preguntas que suelen ser reveladoras: ¿qué me impone el síntoma?, ¿qué me impide? Os ahorro mis respuestas, que, de tenerlo, apenas tienen cierto interés para mí. Muchas veces, además —como improviso en el prólogo del libro—, nuestra honestidad sólo tiene para decir «no sé». Acaso apenas quede admitir también aquello de Carlyle que a Borges tanto gustaba citar: «Toda actividad humana es deleznable, salvo su realización». Acaso sólo quede, pues, hacerlo. Sin pensar. Como sin pensar se respira y se va viviendo, casi amnésicamente y sin entender nunca del todo muy bien cómo ni por qué.
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Autor: Diego Bagnera. Título: Fragmentos del sujeto estallado. Descarga: diegobagnera.com
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