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Flores negras, de Lara Siscar - Zenda
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Flores negras, de Lara Siscar

Flores negras, la segunda novela de Lara Siscar, es un thriller y un alegato contra la indiferencia y la normalización de la violencia verbal, física y sexual hacia las mujeres. Ofrecemos el comienzo del libro.   —¿Hola? ¿Hay alguien al otro lado? —¿Berta? —Sí, soy yo. Te escucho. Te escuchamos. —No sé cómo empezar. —No...

Flores negras, la segunda novela de Lara Siscar, es un thriller y un alegato contra la indiferencia y la normalización de la violencia verbal, física y sexual hacia las mujeres. Ofrecemos el comienzo del libro.

 

—¿Hola? ¿Hay alguien al otro lado?

—¿Berta?

—Sí, soy yo. Te escucho. Te escuchamos.

—No sé cómo empezar.

—No hay prisa. Si quieres podrías decirnos dónde estás.

—…

—¿Sigues ahí?

—Sí, sí. Aquí sigo. Perdona. Es que esto es muy pequeño.

—¿Pequeño?

—Sí, el pueblo. Es que no sé cómo empezar.

—Dar el primer paso es lo peor. No tengas prisa. No tenemos prisa. Llamar es lo más difícil.

—No creo. Lo difícil vendrá después. En cuanto cuelgue.

—Queremos ayudarte.

—…

—Si quieres.

—Quiero, pero tengo miedo.

—Aquí no juzgamos.

—Aquí sí.

—Pero ahora estás con nosotros y tenemos toda la noche. Lo que necesites.

—Lo siento, no puedo.

—¿Entonces? Has llamado porque tenías algo que contar, ¿no? Para compartir.

—Sí… supongo que sí.

—Pues adelante. Nosotros ni juzgamos ni culpamos.

—Tampoco creo que sea culpa mía.

—Nadie busca culpables.

—Pues los hay.

—Pero no es nuestro cometido señalarlos.

—Mira, déjalo, da igual.

—¿Prefieres colgar? Y bum. Sonó un disparo como el trueno que sigue al rayo de Zeus

 

En el valle

Y le siguió un eco que resolvió toda duda: era un disparo.

De escopeta.Todo el que tenía un reloj a mano lo miró.

Las dos y cuarto.

 

En la radio

—¡Su puta madre! ¡Su puta madre!

—¡Música! ¡Música te digo!

—¡¿Qué mierda de música quieres que ponga?!

—¡Un sinfín! ¡Pon un sinfín! ¡Cabecera! ¡Cabeceraaa!

Y el medio millón de oyentes, más o menos, que a esa hora no estaban muy seguros de lo que había pasado pero que no podían dejar de imaginarlo, escucharon estupefactos una voz masculina, profunda, que les erizó el vello de la nuca: «En la vida ya pagas demasiadas comisiones…».

—¡¡Quita la publi, gilipollas!!

Y enseguida, casi cuando debía, sonó «Blue Monk», de Thelonious Monk. A los más imaginativos les pareció lo mejor de la jornada. Al resto les fue imposible concentrarse en la melodía; la adrenalina electrizaba mentes y potenciaba extremos. Había mucho que husmear, los dedos temblaban; una noche entera por delante y toda una historia deconstruida que tuitear.

 

En el cementerio

Nunca entendió Berta por qué la gente se extrañaba de que ella saliese a correr por La Almudena. Comprendía que la superstición y el miedo a las cosas de los muertos, aún hoy, hacían de las visitas al cementerio algo trascendente. Eso y la falta de costumbre. Nunca había demasiada gente, a no ser que fuese 1 de noviembre. La reticencia del personal a aceptar con normalidad que La Almudena se utilizase como un espacio más le parecía fuera de lugar. Un sentimiento antiguo. Viejo. Se impresionaban como si de verdad hubiese algo de transgresión en un gesto que a ella le parecía natural. Si te alejabas lo suficiente del muro perimetral, el tráfico no se oía. Ni el parque del Retiro a primera hora era tan apacible, tan poco ciudad.

"De un salto se plantó sobre una lápida a ras de suelo que le hizo de cuneta. Qué vergüenza tan intensa"

Berta corría concentrándose en hacer de sus pasos vuelos, jugando a que apenas sonasen en la grava, a dejar poca huella. Movimientos ligeros, cada vez más leves. Imagina que flotas, pensaba, y al menos conseguirás no trotar como un animal de carga. Cuando Berta corría se convencía de que era un samurái. O un ninja. Era su manera de meditar.

No seguía rutas fijas porque las ciento veinte hectáreas del cementerio de La Almudena dan para perderse sin temor a no regresar. ¿Qué podía pasar en un recinto cerrado con más habitantes bajo tierra de los que tiene la ciudad a pleno rendimiento? No había coches ni semáforos; no había perros ni niños. Nada móvil con lo que tropezar. Por eso, porque no tenía que prestar atención a nada más, se concentraba en respirar, y a la parte de cerebro que le quedaba libre le daba por la ensoñación. Así llegó una vez a resolver la trama de una novela complejísima que no escribió jamás.

Berta sólo tenía un límite en sus carreras: el paso de un cortejo fúnebre. Si asomaba el coche de muertos, abandonaba la ruta por el primer ramal. Una tipa en zapatillas de colores haciendo footing no era el mejor recuerdo para alguien que se encuentra en plena despedida. Se requería un gran sentido del humor para sacar partido a esa imagen, y no todo el mundo lo tenía. Era mucho arriesgar. Dejó de correr con auriculares el día que no oyó que le llegaba un muerto por la espalda. A Berta aún le escocía la mirada de la viuda, o de la hermana, o de la hija. No había manera de saber quién sería aquella mujer sufriente, pero daba igual, la cuestión es que el conductor del coche fúnebre tuvo que dar un toque breve de claxon para pedir paso. Y el susto que se llevó. De un salto se plantó sobre una lápida a ras de suelo que le hizo de cuneta. Qué vergüenza tan intensa.

Renunciar a la música potenció la avalancha de pensamientos agolpándose en su cabeza, en ocasiones de forma violenta. El absurdo dice que no hay mal que por bien no venga, algo con lo que nunca estuvo de acuerdo Berta. Los males vienen. Y casi siempre solos.

"Lo bueno de correr por La Almudena era que ese rato la ayudaba a relativizar. Cruzarse con lo que quedaba de Vicente Aleixandre, Dolores Ibárruri o Millán Astray hacía que todo lo demás perdiese solemnidad"

Todos los pensamientos giraban alrededor de lo ocurrido la noche anterior, porque, de verdad, con la de emisoras que había, ya era mala suerte que hubiese tenido que llamar a la suya. Y en esa época, además. Con la mierda del Twitter dando alas al mundo entero en plan jurado popular. Había sido furiosamente insultada incluso desde Canadá.

Lo bueno de correr por La Almudena era que ese rato la ayudaba a relativizar. Cruzarse con lo que quedaba de Vicente Aleixandre, Dolores Ibárruri o Millán Astray hacía que todo lo demás perdiese solemnidad.

Berta había decidido seguir la ruta que le marcase la sombra, así que no tuvo ni que pararse a pensar en qué tumba de esquina hacer el giro. Subió unas escaleras, se desvió hacia un baño que avistó a lo lejos y forzó el ritmo en una cuesta. A la media hora llegó hasta la placa que nunca nunca aparecía cuando la buscaba:

las jóvenes llamadas

«LAS TRECE ROSAS»

DIERON AQUÍ SU VIDA POR LA LIBERTAD

Y LA DEMOCRACIA EL DÍA 5 DE AGOSTO DE 1939

EL PUEBLO DE MADRID RECUERDA SU SACRIFICIO

5 DE AGOSTO DE 1988

Tampoco era para tanto lo de Berta. Eso pensaba ella. Tampoco es para tanto lo mío, no hay que exagerar. Tocó la tapia y le dio la espalda. Otra media hora de vuelta y a la ducha.

Y a ver el mundo qué tal.

En la radio

Salió del ascensor y un escalofrío le sacudió la mitad superior del cuerpo, desde el abdomen hasta la nuca. Acudía consciente y a la espera de la reacción de sus compañeros, pero sobre todo iba pendiente de la actitud de la dirección. Nadie se había puesto en contacto con ella desde la noche anterior, en la que tan sólo recibió una llamada pidiendo datos del asunto.

—¿Se puede saber qué ha pasado?

—Pues lo que has oído, básicamente. De lo demás no sé nada.

—Está en todas partes, joder.

—El directivo se pasaba la mano por la melena—. En las redes se ha montado una buena. Cuéntame cómo ha sido.

Y Berta le contó. Más o menos. Aún estaba en estado de shock.

—¿Y el anuncio del banco?

—¿Eso? Un error. Hubo un momento de histeria en el control. Una gilipollez de error.

—Pues me llamaron los primeros. La gilipollez de error podría costarnos toda la campaña.

—No me lo puedo creer, si fue en plena madrugada. Pero ¿esa gente qué tiene?, ¿un equipo de quejas de guardia?

—Esa gente paga mucha pasta para que les dejemos en buen lugar.

—Por favor, estábamos en plena catástrofe y alguien se equivocó de botón. Tan sólo eso.

—Ya, bueno. Pásame al productor. Tú y yo nos vemos mañana.

—En serio, no hemos podido hacer nada.

—Vale. Mañana lo vemos.

—Hasta mañana.

—Oye, espera. ¿Ha llamado alguien preguntando algo, un familiar, la policía, alguien?

—No, que yo sepa.

—Vale. Pásame a Andrés. Nos vemos mañana.

Y ahí estaba ella, en mañana ya, con la esperanza de no salir muy mal parada de los violentos lanzamientos de porquería variada. Insultos, exigencias de disculpas, intermitentes deseos de muerte e insistentes peticiones de dimisión o cese desde las redes.

"De estar en la Antigua Grecia, hubiesen montado una asamblea y al ostracismo con ella"

Al principio se aisló con bastante eficacia, hasta que empezó a recibir unos cuantos mensajes de amigos y familiares en los que le pedían, con muy buena voluntad aunque bastante mal tino, que no se preocupase. Que no se preocupase demasiado. No te preocupes, de verdad, decían una y otra vez. Tú tranquila, insistían, que ya pasará. En cuanto todo se calme, repetían de un modo más o menos similar, quién se va a acordar. Eso hizo imposible que mantuviese la tranquilidad y aumentó el nivel de su preocupación hasta que, finalmente, con el estómago ovillado, se puso a escarbar entre una multitud de mensajes que la esperaban como bestias afilando las garras. Madre mía. Le costaba identificar en aquella masa fuera de sí a sus congéneres. La llamaban de todo, por todo. Por cortar la emisión, por no cortar antes la emisión, por meter un final musical, por no dar paso antes a la canción, por intentar que hablara, por no insistirle más… Pero lo que les dolía a todos por igual, lo que hirió sensibilidades de forma unánime, fue lo del anuncio del banco. «En la vida ya pagas demasiadas comisiones.» Escandalizados estaban. El mundo entero parecía indignado, en general. Cualquiera diría que todo el planeta clamaba contra ella. Que a quién se le ocurría intentar sacar provecho de una muerte en directo, decían. Berta no acababa de comprender qué línea de pensamiento seguían la mayoría de los que le escribían. Era como verse en un mundo que parece el de siempre pero de lógica invertida. Hacía correr los mensajes en la pantalla y se repetía todo el rato las mismas preguntas: ¿Qué? ¿Qué dice? ¿Cómo? Pero… ¿qué? Pero ¡qué dice! Berta se quedó espantada. De estar en la Antigua Grecia, hubiesen montado una asamblea y al ostracismo con ella. O al paredón. O colgada de una viga. También los había que, en caso de poder, la hubiesen subido a un campanario para dejarla caer. La querían muerta. Algunos incluso firmaban la amenaza. Eran los menos, pero también los que más miedo daban. Cuánta gente ofendida. Y eso que ninguno sabía nada. Nada de nada. ¿Qué coño sabían ellos? ¿Dónde se había dicho que había un muerto? ¿Seguro que fue un disparo? Podía tratarse de un petardo. O la explosión de un camping gas. ¡O de una broma! ¿Ellos qué sabían? Y lo que más la sobrecogía…, ellos ¿quié­ nes eran? ¿Y por qué se unían para hacerse una masa compacta y caer sobre ella? Por un momento Berta renunció a salir a la calle. No iba ponerse al alcance de aquella jauría humana. Dos cafés después, recuperó el equilibrio. Nadie se había apostado frente a su puerta, lo comprobó asomándose a la ventana.

"No eras nadie si en Twitter no te habían linchado nunca, se decía. Apenas un ser gris sin eco, un huevo sin sal"

Tormenta de mierda. En inglés, shitstorm. Era exactamente eso, está estudiado. Una tormenta de mierda casi imposible de esquivar que sólo se supera, por suerte eso lo aprendió pronto, dejándote llevar hasta el fondo y esperando a que amaine, manteniendo la cabeza fría. Como en el mar. Sumergiéndote para evitar que la histeria de la ola al romper te arrastre, te pierda. Al fondo, al fondo y a esperar que llegue el momento de poder salir a la superficie y respirar. Sin menos ni más.

Porque el reflote llega, eso también lo sabía. Ya había vivido otros episodios como éste y habían evolucionado de un modo similar. En su profesión era algo habitual. Afortunadamente, la red y sus templarios se desgastaban solos. Pasada la novedad y con un abanico creciente de afectados, esas cosas se tenían cada vez menos en cuenta y no iban más allá del comentario de un café. No eras nadie si en Twitter no te habían linchado nunca, se decía. Apenas un ser gris sin eco, un huevo sin sal. Que hablen de una aunque sea bien… así era en realidad la vieja consigna de Oscar Wilde.

Nada. A apretar dientes y culo y a esperar que pasase. Ya está.

—Berta, por favor, pasa a mi despacho. —Su jefe asomó medio cuerpo por el hueco de la puerta—. ¿Qué tal estás?

—Algo sobrepasada, la verdad. —No convenía dar imagen de despreocupada—. Pero no mal del todo. Firme, creo. Aún. —Vale, Berta, calla, se dijo.

—Me alegra oír eso.

—No pudimos hacer nada, de verdad.

—Lo sé. Siéntate, por favor. Berta tomó asiento.

—La dirección quiere trasladarte su apoyo en esto.

—Gracias.

—Entendemos que las circunstancias superaron cualquier capacidad de previsión y consideramos que la reacción, la del equipo, porque no queremos hacerte responsable única de todo esto, está dentro del parámetro de lo comprensible. De lo humano, dentro de lo que cabe. Sabemos que no debió de ser fácil.

—No, fácil no fue.

—Lo entendemos, como digo. Y lo tenemos en cuenta. Sin embargo —Ay, pensó Berta—, por el bien del programa y de la cadena —Ay, ay, ay—, algo hay que hacer. —Mierda, se dijo Berta—. Tienes que comprenderlo.

—Claro. ¿Y qué es lo que vais a hacer?

—La audiencia no aceptaría que no se tomase ninguna medida —repitió—, pero publicaremos una carta de apoyo explicando lo difícil que fue la situación. Para que la gente lo entienda. —Y se calló.

—Estupendo. —No se le ocurrió decir nada mejor porque esperaba que acabase el discurso, pues sabía que al discurso le faltaba algo.

—Y tú te puedes tomar unos días de descanso.

—Eso ya no lo entiendo tanto.

A partir de ese momento, todo se fue al carajo.

Sinopsis de Flores negras, de Lara Siscar

Berta Martos es locutora de radio en un programa nocturno. Está acostumbrada a que las llamadas de sus oyentes hablen de soledad y desamor, pero la de esta noche es diferente: al otro lado de la línea telefónica un disparo interrumpe la conversación que mantiene con un desconocido que está a punto de hacerle una confesión. El escándalo estalla en las redes sociales, donde miles de personas culpan a la periodista de lo sucedido y exigen su cabeza para saciar su sed de justicia.

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Autor: Lara Siscar. Título: Flores negras. Editorial: Plaza & Janés. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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Lara Siscar

Periodista y escritora. Lara Siscar presenta y dirige "Asuntos públicos", un programa de análisis de las noticias del día y entrevistas en el canal 24 horas de RTVE. Se estrenó en mundo editorial con la novela La vigilante del Louvre (Plaza & Janés, 2015). Con Flores negras nos obliga a reflexionar sobre las contradicciones de la condición humana. @larasiscar

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