La imagen de un hombre en mangas de camisa, escribiendo a la luz de una vela mientras atiza la chimenea o juega con los visillos para refrescarse con el relente de la noche, y que calcula impacientemente la hora a la que pasará el correo de la mañana, es consustancial a por lo menos tres siglos de historia literaria. Había una rutina establecida para el escritor que se multiplicaba en los diferentes espejos de la página en blanco —el poema inconcluso, la respuesta a una polémica serializada en revistas, el diario a salto de mata, la carta al crítico o al amigo—, pero al final todo eran facetas de su propia persona, materializadas aquí y allá según una modulación particular. Victor Hugo solía reservar a la noche la respuesta al correo de la mañana —en Jersey, después de su correspondencia astral con los habitantes de Mercurio y los muertos de otros siglos, escribía a su jardinero acerca de lo que debían comer las ocas—, Byron prefería el alba, es decir, justo antes de acostarse, y Keats cualquier hora del día: y recuerdo con cariño que esto era así porque Keats, un sempiterno inspirado, entendía la correspondencia no sólo como un acercamiento a otra alma sino también como un ajetreado taller donde trataba en bruto el árbol de sus ideas. (Véase Endimión y las cartas a sus buenos amigos: Reynolds, Dilke, Charles Brown; véase Cortázar y su enternecedora elegía, Imagen de John Keats). Aparte de lo que es posible dar por perdido, en términos de pura creatividad, con el final del intercambio reposado, yo lamento además que haya desaparecido todo ese barroquismo de los lacres, la cera derretida, del criado atareado que esperaba junto a la puerta al jinete de posta, o que se apresuraba a llegar a la estafeta entre caminos embarrados, y lo lamento aún más al ser, no diría que hijo, pero al menos sí sobrino de un siglo en el que escritores y editores tienen el cuajo de reprender a los enamorados del correo prolijo. ¿Por qué tantas prisas? Si algo supe de niño, y es algo que descubro cada día, es que vivir es algo que sólo ocurre en la pausa, en una especie de pequeña periferia respecto al centro donde creemos que tiene lugar la verdadera vida, en diminutos bosones que destellan entre tareas. Seamos escritores o meros pasajeros en el espacio y el tiempo, a bordo de una conciencia iluminada, nuestro cometido es revelar el bosón y examinarlo sin apenas tocarlo, sin sacarlo de su yacimiento incrustado de instantes. Por eso entiendo a Flaubert, molesto ante aquello que vulgarmente se consideraba progreso, como entiendo a Verlaine, que daba un rodeo de dos horas para no tener que ver el monstruo recién ensamblado de la Torre Eiffel; a mi manera, también yo estoy seguro de que perdemos más de lo que ganamos en un mundo que destruye la ceremonia para traer el protocolo, que nos despoja del punto referencial de la experiencia cercada de sucesos, y que se va acelerando geométricamente hacia la pesadilla deshumanizadora de las actividades con resultados inmediatos.
Flaubert fue, junto con Byron, el mejor escritor de cartas del siglo XIX. Los dos eran, además, individuos maravillosamente ceremoniosos. Flaubert se rodeaba de toda clase de objetos rituales antes de escribir una sola palabra, convencido de que el pensamiento, como los campos, necesitaba de vías de irrigación. Byron era mucho menos ceremonioso a la hora de escribir —dos o tres de sus cuentos turcos los compuso “al regresar de alguna fiesta, entre que me desabotonaba y me quitaba las botas”—, pero en su vida cotidiana detestaba la falta de atención al detalle, algo todavía más valioso viniendo de quien era un divino impaciente: algunos testigos de su vida marital afirmaban que se deshacía en las más abigarradas reverencias ante su esposa cuando salía a algún encargo, como si no la fuera a ver más. Pero no hay que malentender ni el gesto mágico de uno ni el embarazosamente rococó del otro: lo que Flaubert y Byron temían, como cualquier persona sensible a lo absurdo, lo inconcebible y lo extraordinario que supone cada segundo en que nuestra consciencia puede afirmar que está aquí, era todo eso que se pierde entre instantes, todo lo que no está convenientemente canalizado por los gestos, las tareas y las supersticiones: la sustracción de los materiales, en pocas palabras, de que está hecha no ya la verdadera vida sino también, más importante aún, la verdadera literatura. Byron descubrió su auténtica vena poética cuando se liberó del corsé de las necesidades de mercado y comenzó a escribir sus poemas como escribía en sus cartas. Y si hoy sabemos mucho más de las extravagantes relaciones entre literatura y alquimia, entre escribir una palabra e invocar el infinito, es porque Flaubert dejó un legado de cientos de páginas profusamente garabateadas a Louise Colet, la amante que sirvió de caja de resonancia para esa maravilla —sorprendentemente ilegible para Borges— que es Madame Bovary.
Del monumental fondo bibliográfico de la Universidad de Ruán, compuesto por 4.488 cartas —editadas entre 1973 y 2007 por La Pléiade, en cinco tomos y un larguísimo índex—, Antonio Álvarez de la Rosa, su compilador en esta completísima edición publicada por Alianza, ha escogido un número suficiente como para familiarizarnos con Flaubert y, más allá de eso, sentarlo para siempre en nuestra mesa. He aquí lo que Byron calificaba de “un buen odiador”: un tipo altanero, desdeñoso de las masas, insultante como por puro aburrimiento y tan cruel y sincero como si no existiera un dios. Uno puede hacer el ejercicio de abrir el libro por cualquier página y es prácticamente imposible que no encuentre, entre el costillar de la letrita impresa, el áspero latido de un corazón al desnudo. Por ejemplo: “Me estoy volviendo un cerdo. Lo noto en lo más hondo. Si el cerebro disminuye, la picha se yergue” (esta es la época de la que Julian Barnes hablaba en El loro de Flaubert para recordarnos que aquel tipo calvo con los dientes podridos de las fotografías había sido también un joven rubio, de melena leonina como la de Daudet, y muy guapo). “Odio la vida, ya salió la palabra, sigamos, sí, la vida y todo lo que me recuerda que hay que sufrirla. Me fastidia comer, vestirme, estar de pie…” (esto, por cierto, es clavado a otra queja de Byron: “Cuando uno se sustrae de la vida infantil —que es vegetar—, dormir, comer y beber, abotonarse y desabotonarse, ¿qué nos queda de auténtica existencia? El verano de un lirón.” Flaubert, dicho sea de paso, no se refería a esto, pero podía haberlo hecho cuando dijo: “En una palabra, no hemos pasado de Byron”). “A propósito de hombres, permíteme que te cite ahora, por miedo a que se me olvide, dos pequeñas y agradables anécdotas. En la morgue de Ruán han expuesto a un hombre que se ahogó con sus dos hijos atados al cinturón. La miseria es atroz, bandas de pobres empiezan a recorrer el campo por las noches. En Saint-George, a una legua de aquí, mataron a un gendarme. Los buenos campesinos están empezando a temblar. Si les sacuden un poco, no pienso echarme a llorar. Esa casta no merece compasión alguna (…). ¡Oh, sufragio universal! ¡Oh, sofistas! ¡Oh, charlatanes! ¡Declamad contra los gladiadores y habladme del Progreso! ¡Reformad a la bestia feroz! Aunque consigáis arrancarle los caninos al tigre y sólo pudiera comer papilla, siempre le quedará su corazón de carnicero. Así asoma el caníbal bajo la blusa popular”. Hay momentos en que, una vez más como Byron, Flaubert no se limita a disparar su desprecio contra el remoto vulgo, teniéndose a él mismo como el desconocido más a mano: “Mi egoísmo ni siquiera es inteligente. De modo que no sólo soy un monstruo, también soy imbécil”. “No soy el ruiseñor, sino la curruca de grito agrio que, oculta en la profundidad del bosque, canta sólo para sí misma”. Estoy convencido, en mi propia condición de monstruo oculto en la profundidad del bosque, de que la vida de todo hombre debe pasar por dos caminos: el camino del monje y el camino del peregrino. No seguirlos es peor que estar perdido: es haber nacido y sufrido todo esto para nada. ¿Pero cuál es el orden adecuado? ¿Existe, en realidad, un orden? No tengo ni la menor idea. Flaubert, como —sí, una vez más— Byron, emprendió primero el camino del peregrino, una especie de viaje del alma a Oriente. Encerró su alma entre barrotes de sol, en las arenas del desierto, en los oasis, a los pies de la pirámide de Keops, y, como en el Rubayat de Omar Jayyam y sus cuencos hechos con los ojitos de ateridas doncellas, dejó que el cuerpo se calentase con la experiencia de la vida corriente, el vino, la poesía, las mujeres. Después erigió un pequeño convento de ideas y palabras y, bajo su forma de enlutada curruca, se escondió en él.
“Me dirijo hacia una especie de misticismo estético”, escribió en 1852, “y querría que fuese más fuerte. Cuando ningún estímulo nos llega de los demás, cuando el mundo exterior nos asquea, nos languidece, nos corrompe y embrutece, las personas honradas y delicadas se ven forzadas a buscar en sí mismas y en alguna parte un sitio más limpio para vivir.” Y también: “Al no poder expandirse, el alma se concentrará. ¿Tardarán mucho en regresar las languideces universales, las creencias en el fin del mundo, la esperanza de un Mesías? (…) Eso es lo que no han querido ver todos los socialistas del mundo con su eterna predicación materialista. Han negado el Dolor, han blasfemado de las tres cuartas partes de la poesía moderna, de la sangre del cristo que bulle en nosotros. Nada lo extirpará, nada lo agotará. No se trata de desecarlo, sino de hacerle riachuelos. Si el sentimiento de la insuficiencia humana, de la vacuidad de la vida, llegase a perecer, seríamos más tontos que los pájaros, que, al menos, se posan en los árboles. Ahora el alma duerme, ebria de palabras oídas”. Flaubert, desesperadamente pesimista (un poco à la Cioran) ante un presente que se le escapaba, estaba convencido de que el futuro pertenecía “al hombre de inmensas alegrías”. Viajaría por las estrellas con píldoras de aire en los bolsillos. Mientras tanto, su generación había llegado “demasiado pronto y demasiado tarde”; había hecho “lo más difícil y lo más glorioso: la transición”. Visto a casi dos siglos de distancia, supongo que sólo cabe sentir nostalgia por ese ingrávido navegante de las nubes en el que para Flaubert se encarnaba el hombre del mañana. Pues lo cierto es que el alma dormida no se ha aligerado desde entonces: faltaba una brutal reserva de páginas de periódicos, de radios, televisiones, de ciudades aplastadas por las multitudes, para curvar todavía más el peso de esa alma e impedirle no ya el vuelo de los pájaros, sino algo tan pobre y socorrido como apoyarse en una rama. Flaubert confiaba en que al viaje del hombre en nuestro mundo le aguardaba algo noble, una forma perfecta. Compartía con Keats una visión elegíaca que éste describió un día en una de sus cartas: que el mundo era una forja del espíritu. Quizá sea así. Quizá llegamos aquí como herederos de un trocito de infinito, que custodiamos a la izquierda del corazón, o en alguna revuelta del tálamo cerebral, y generación tras generación, día tras día, le damos con el martillo. Quizá la forja termine alguna vez, definida en esa forma perfecta, o quizá nuestro destino sea el de la permanente transición, el del golpe sobre el yunque en un sempiterno estado inconcluso. “Creo, por el contrario, que las mayores obras y los mayores genios nunca concluyeron. Homero, Shakespeare, Goethe, todos los primogénitos de Dios (como dice Michelet) se limitaron a representar. Como hombres de aspiraciones celestes, todos nos hemos hundido hasta el cuello en los fangos de la tierra”. ¿Entonces, Flaubert? ¿Subimos o bajamos? Subimos y bajamos. Nos debatimos en los bordes de un presente al que colmamos de pertenencias para que no transcurra, para que se mantenga inmóvil y nos libre de la responsabilidad hacia el futuro, del azote de la enfermedad y de la muerte. Subimos, subimos, henchidos de desatada humanidad. Pero todo lo que supone un pasito hacia arriba no es más que el anuncio de otros dos hacia abajo, hacia ese enterramiento de toda aspiración a las estrellas en los fangos de la tierra, prendidos de los tobillos por la zarpa de una furiosa multitud a la que llamamos semejantes. Lloremos, pues, “por los puentes cortados, por los túneles hundidos”. ¿Derribar a los albatros, porque es más fácil emplear los brazos en eso que en forjar? Mientras no existan tareas que den valor al instante, así será. O, dicho en otras palabras: “¿conoce usted, señora, en ese París tan grande una sola casa en la que se hable de literatura?”.
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Autor: Gustave Flaubert. Título: El hilo del collar: Correspondencia (ed. de Antonio Álvarez de la Rosa). Editorial: Alianza (2021). Venta: Todostuslibros y Amazon.
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